lunes, 30 de diciembre de 2019
CAPITULO 31 (TERCERA HISTORIA)
—Hola, señorita —la saludó uno de los empleados que estaba agrupando las cestas vacías de las bolas de golf en una máquina por donde salían dichas bolas—. ¿Sabe jugar?
—Hace mucho que no cojo un palo, pero... —sonrió—. ¿Tendría alguno para mí? Soy diestra.
—Claro, señorita —asintió—. Enseguida vuelvo.
Paula se aproximó a una de las esterillas individuales de césped artificial raspado, situadas en hilera frente al campo de prácticas.
Había banderas que delimitaban los metros para que el jugador en cuestión comprobara la distancia que alcanzaba según cada palo. No había nadie, excepto los trabajadores del Club.
El empleado le entregó un palo del número siete y una cesta con bolas.
—¿Le viene bien?
—El siete es perfecto. Gracias.
Se quedó sola. Tumbó la cesta en el borde de la esterilla y, con el pie, separó una bola. Sujetó el palo. Necesitaba un guante en la mano izquierda, pero no le importó. Abrió las piernas, flexionó ligeramente las rodillas, irguió la espalda y posicionó el palo cerca de la bola, sin tocarla ni rozar la esterilla, al límite. Clavó los ojos en la bola y levantó los brazos tal cual recordaba, atenta al peso del cuerpo, a la relajación de los brazos y, sobre todo, atenta a disfrutar.
Lanzó la bola a ciento veinte metros. Para ser la primera en los últimos tres años, se llenó de orgullo.
—Un swing perfecto —pronunció una voz masculina muy familiar.
Ella se sobresaltó.
—Pedro...
Su palpitar se paró de golpe. ¿La había seguido?
Los empleados a su alrededor desaparecieron y se quedaron a solas.
Pedro, enfadado, a juzgar por la pronunciada arruga de sus cejas, se acercó y le quitó el palo de las manos. Paula salió de la esterilla. En silencio, frunció el ceño y esperó a que él lanzara una bola, pues estaba colocándose con maestría.
El swing... perfecto. ¡Alcanzó los ciento ochenta metros!
Se quedó boquiabierta, aunque no debía sorprenderla que supiera jugar al golf. Las personas de gran poder adquisitivo practicaban ciertos deportes desde que eran unos niños, como, por ejemplo, golf, equitación, pádel, tenis...
Antes había montando con él a caballo y Pedro había guiado al semental con las piernas, no con las riendas, lo que demostraba un dominio inigualable y una pericia soberbia.
Él le extendió el palo. Ella lo agarró, pero Pedro no lo soltó, sino que tiró y la arrastró hacia su cuerpo, atrapándola con el brazo libre. Paula ahogó un grito por el choque.
—Algo te pasa —le susurró él, clavándole los ojos en los suyos, penetrante y fiero—. ¿Por qué te has ido del almuerzo? ¿Has discutido con Anderson?
—No —posó las manos en su pecho, maravillándose por el calor que irradiaba y por la dureza que percibía a través de la camiseta. Invencible...—. No he discutido con Ramiro.
—Pues me ha parecido que sí —la ciñó con más fuerza.
¡Haz el favor, Paula! ¡Retirada!
Suspiró de manera entrecortada. Tuvo que levantar la barbilla.
—¿Por qué has huido antes de mí? —le exigió Pedro, en su característico tono aterciopelado que tanto la inquietaba.
Paula sufrió un escalofrío. Debía huir de nuevo, pero no podía...
¿Alejarse? ¡Ni hablar! Sus numerosos latidos se convirtieron en un único sonido ensordecedor.
—Pedro, suéltame, por favor... —le pidió en un tono firme, pero tembloroso.
Él obedeció, aunque lo hizo con reticencia.
—No somos amigos, Pedro, ni siquiera nos conocemos —tragó los nervios que se le acumulaban en la garganta. Agachó la cabeza—. Esto no está bien.... Antes tú me has... me has... —suspiró de forma irregular—. Mira, yo...
—Antes te he acariciado la espalda y tú no me has detenido, Pau.
Paula reculó unos pasos, intimidada y con el cuerpo vibrando de excitación. Era consciente de que se sentía irremediablemente atraída hacia Pedro Alfonso, como jamás se había sentido con nadie... Una intensa energía desconocida rodeaba a Pedro, una energía prístina, pura, que la envolvía a ella en un estado de perpetua tentación... tentación de descubrirse a sí misma porque, sospechaba, la confusión que reinaba en ella desde que había despertado del coma tenía un nombre, un nombre prohibido para Paula...
—Estoy prometida, Pedro. No puedo permitirme ciertas licencias con los hombres, y tú —lo señaló con la mano de arriba a abajo— eres un hombre muy... —desorbitó los ojos, sonrojándose a un nivel indescriptible. Dio media vuelta—. Tienes razón. Te permití que me acariciaras la espalda de esa manera que lo hiciste. Perdóname. Fue mi error. No volverá a ocurrir.
—Espera... —dejó el palo sobre la esterilla. Avanzó y se situó frente a ella —. No fue un error, porque yo me sentí igual que tú cuando te acaricié la espalda. Lo sé porque estaba allí contigo, Pau. Te sentí.
Paula tragó otra vez. Notó la piel erizada y acalorada por la vergüenza.
—Pedro, por favor, esto no...
—Sé que tienes novio, créeme que lo sé —apretó la mandíbula—. Y él te habrá acariciado o besado muchas veces la espalda —sus pómulos se tiñeron de rubor, aunque no desvió la mirada—. Solo contéstame a algo... ¿Alguna vez has sentido con él...?
—Jamás.
No le dejó ni terminar la pregunta porque no le hizo falta. Y, automáticamente, se tapó la boca, horrorizada por su confesión.
Ay, Paula... en menuda te estás metiendo...
Mejor, vete e ignora a Pedro, ¡pero hazlo, maldita sea!
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