lunes, 21 de octubre de 2019
CAPITULO 141 (PRIMERA HISTORIA)
—Te he subestimado, niña, no te lo voy a negar —le escupió la señora Graham, bien erguida—. Jamás pensé que serías capaz de cazarlo de esta forma. Embarazada, ¿eh?
—Bueno —se encogió de hombros—, no debería sorprenderla. Usted es una experta en el arte de la traición —sonrió con frialdad—. Y lamento comunicarle que el accidente no obtuvo el resultado que pretendía, ¿verdad? Estoy viva y esperando nuestro primer bebé. Lo siento por usted —se encogió de hombros.
—No sé de qué me hablas —entornó los ojos.
—¿Dónde lo planearon? —se colocó de frente—, ¿en Los Hamptons?, ¿en la casa que Justin Osborn compró con el dinero que le robaron usted y él a su marido y que, luego, puso a nombre de Georgia Ruth Watkins, su nombre de
soltera?. Después de todo, ¿no fue en esa casa donde el señor Osborn, bajo el alias John Smith, telefoneó a una empresa de alquiler de coches para contratar el servicio de atropello? —sonrió.
El rostro de la señora Graham palideció.
—Lleva un collar precioso, por cierto —continuó Paula, con una gélida tranquilidad, apuntando con el dedo índice las enormes perlas que colgaban de su cuello—. Está claro que se gana muy bien su trabajo en la cama del señor Osborn. ¿Qué pensarían los invitados si conocieran la doble vida de Georgia Graham? ¿Es así como debería actuar yo ahora? —ladeó la cabeza—. Quizá, lo más sensato sería salir a la calle y contárselo a los periodistas. ¿Cuál era la pregunta que usted me hizo cuando me acusó de matar a mi familia? —levantó una mano—. ¡Ah, ya me acuerdo! ¿Prefiere confesar usted, o me cede a mí los honores?
Pausa inquietante de diez segundos.
—Nadie te creerá...
—Es posible —convino Paula, en un suspiro teatral, y con el corazón acelerado—. Sin embargo —frunció el ceño—, tengo una duda... ¿Por qué el coche fue directo a por Pedro y no a por mí? ¡Menudo descuido por su parte! —dio una palmada en el aire—. Si no llega a ser por mí, él hubiera sido el atropellado, y no yo.
—¡Oh! —exclamó Georgia, con la mirada inundada de satisfacción—. No te preocupes, Paola, que, la próxima vez, no fallaré. Los idiotas que contraté se equivocaron. Está claro que cuando quieres algo bien hecho, debes hacerlo tú mismo.
—Paula —la corrigió—. Seamos sinceras, señora —arqueó las cejas—, ya lo pretendió con Ernesto Sullivan hace tres años, porque descubrió que usted tenía un amante, que además fue su cómplice para robar a su marido durante años; y, ahora, conmigo, simplemente, porque Pedro me ama a mí y no a su hija. Le aconsejo que se busque otro oficio que no sea el de asesina, porque todos se quedan en el intento.
—A la tercera va la vencida —convino la señora Graham, riéndose—. He fallado, sí, pero, la próxima vez, acabarás bajo tierra, no en un hospital. Yo misma me encargaré de ello. Y Sullivan será el siguiente.
En ese momento, la puerta del baño se abrió de golpe.
CAPITULO 140 (PRIMERA HISTORIA)
Después, se vistieron, entre risas cómplices y alegres ladridos de Pepe Alfonso. Le había comprado un collar azul turquesa, detalle que le encantó a su novio. Tomaron prestado el todoterreno de Bruno, porque Paula se empeñó en llevarse al perrito al aeropuerto para despedir a Rocio.
—¡Amiga! —exclamó Moore, abrazándola, entre lágrimas.
—¿Estás segura? —insistió Paula, apartadas de los dos hombres.
—Sí —sonrió—. Me vendrá genial un cambio y Ariel es maravilloso.
—Estamos en contacto, por favor —le rogó, llorando—. Te deseo toda la felicidad del mundo, Rocio, te la mereces.
—Tú, también —se apretaron con fuerza unos segundos.
La despedida fue rápida, Rocio así lo quiso, así que, unos minutos más tarde, la enfermera y el empresario embarcaban rumbo a París.
—No será feliz con él —declaró Paula, convencida, secándose el rostro con las manos, de regreso al parking.
—Lo sé —convino Pedro, rodeándola por los hombros—, pero es su decisión y hay que respetarla.
—La echaré mucho de menos... —suspiró, muy triste, porque un año era mucho tiempo sin ver a su única, y verdadera, amiga.
Regresaron al apartamento.
Catalina y Samuel se presentaron de visita un rato más tarde, con Callem King, Manuel, Bruno y Ernesto. Pepe Alfonso los enamoró a todos al instante, menos al mediano de los hermanos, que le guardaba rencor por haberle destrozado unos cuantos pares de zapatos la noche anterior.
Tomaron chocolate caliente, café y dulces.
Repasaron el plan para atrapar a Georgia esa misma noche, en la fiesta que habían organizado en honor al treinta y siete cumpleaños de Pedro Alfonso. Ya no era ninguna sorpresa porque, precisamente, la fiesta era el plan.
Dos horas después, la joven pareja se arreglaba en la habitación, en profundo silencio, roto solo por los gruñidos del cachorro, que jugaba con una vieja pelota de tenis que le habían dado.
Paula eligió un sencillo vestido de color gris marengo, ceñido a cada una de sus curvas hasta la mitad de los muslos, de manga larga, cuello redondo y un fajín ancho, cosido en las caderas. Cuando observó su reflejo de perfil en el espejo, se enterneció y se acarició la pequeña curva del vientre, ya se apreciaban los casi tres meses de embarazo.
—Creo que debería cambiarme... —dudó ella—. Todavía no se lo hemos dicho a tus padres y...
—No se te ocurra cambiarte —susurró él, envolviéndola desde atrás, posando sus manos sobre las suyas—. Hoy se lo diremos, ¿de acuerdo? Aunque no hará falta —sonrió—, porque, con este vestido tan sexy —le pellizcó el trasero—, se nota perfectamente. Y no te imaginas lo mal que lo voy a pasar —le mordisqueó la oreja— hasta que te rapte.
—Pedro... —gimió—. Hoy, no puedes raptarme...
—Lo sé —suspiró, retrocediendo y dejándola vacía de su contacto—. Ponte la diadema nueva.
Paula asintió. Al día siguiente de confesarle el embarazo, ella se había despertado con un regalo envuelto en la cama: una diadema de alambre muy fino, forrado en seda gris, con una estrella de nueve puntas curvas y lentejuelas
oscuras, en un lateral. Se alisó los cabellos con el secador y se la colocó. Y, para terminar su atuendo, se calzó unas manoletinas de lentejuelas negras y punta redonda, a juego con la diadema.
Pedro, sin gafas, se enfundó, a petición de ella, en un traje del mismo tono del vestido, sin chaleco ni corbata, y con una camisa blanca de cuello corto, abierto, levantado y con los extremos redondeados, igual que la noche en que debía haberse llevado a cabo el rito de iniciación de Paula en Alfonso & Co, el día del atropello. Ella reprimió un jadeo al verlo tan guapo, se le ralentizó la respiración, una maravillosa costumbre...
Dejaron al perrito en la terraza, aprovisionándole de comida, bebida y unos cojines, a modo de cama temporal, en una esquina. Y partieron rumbo a la mansión de la familia Alfonso, en Suffolk, con Manuel y Bruno, en el todoterreno
de este último.
Un sinfín de periodistas esperaba junto a las puertas, fotografiando y preguntando a los invitados, la alta sociedad de Boston.
Entraron por la parte trasera, directamente al garaje, y, de ahí, por la escalera que conducía al hall de la vivienda. La casa estaba atestada de gente.
Las estancias se hallaban cerradas, menos los baños y el gran salón, en el que se habían dispuesto dos barras, una a cada lado, y una orquesta, al fondo, que entonaba canciones tradicionales en versión instrumental y con suavidad. Los camareros recorrían la estancia ofreciendo canapés en bandejas de plata.
—Ahí está Georgia —Manuel señaló un punto a la izquierda, en una de las puertas que daban al jardín.
Callem, de paisano —en traje, acorde al evento—, se reunió con ellos.
Ernesto lo imitó dos minutos después. Pau suspiró y miró a Pedro, que gruñó y se mezcló con los presentes para agradecer las felicitaciones; su novio había aceptado, pero seguía teniendo miedo de las consecuencias.
La señora Alfonso se acercó a Paula y se colgó de su brazo. Ambas anduvieron despacio por la sala, saludando a unos y a otros, hasta que se detuvieron donde estaba la orquesta, a unos pasos de la señora Graham, que no les quitaba el ojo de encima.
—No me miran bien, Catalina... —comentó Paula, un poco angustiada, retorciéndose los dedos—. Necesito salir de aquí... —se acarició el vientre, adrede.
—Tranquila, querida —le frotó la espalda—. Hagamos una cosa, ¿qué tal si te refrescas un poco? Ve al baño. Me encargaré de que nadie te moleste.
Paula atravesó el salón y se encerró en los servicios. Se aproximó al lavabo, donde apoyó el bolsito negro.
Al minuto exacto, Georgia entró. Los tacones resonaron con premura. Se contemplaron a través del prisma.
CAPITULO 139 (PRIMERA HISTORIA)
La noche anterior al cumpleaños de su doctor Alfonso resultó la más larga y tediosa. Manuel no dejaba de gruñir a Paula.
—¡Ya vale! —le contestó ella, enfadada.
—¡Es que a quién se le ocurre, joder! —exclamó su amigo.
—Cállate, que lo vas a despertar. Es una sorpresa, solo son unas horas.
—Me está destrozando los zapatos.
—Solo unas horas —le repitió Pau, rechinando los dientes—. Es lo único que te he pedido desde que nos conocemos.
Manuel gesticuló como un loco sin emitir un solo sonido.
—Se lo podías haber dado a medianoche.
—¿Sabes una cosa? —inquirió Paula, apuntándolo con el dedo índice—. No me extraña que Rocio se vaya, con tal de no aguantarte en la misma ciudad.
—¿Cómo que se va de la ciudad? —la agarró del brazo—. Explícate.
El enojo cedió paso a la preocupación. Se sentaron en los taburetes de la barra americana, en la cocina. Bruno y Pedro dormían. Eran las dos de la madrugada.
—Ayer, Pedro fue al hospital porque Rocio se lo pidió —le confesó ella, con suavidad—. Le presentó su carta de renuncia. Ariel le ha propuesto un viaje de un año por Europa con él. Ha aceptado. Su vuelo sale mañana a las tres de la tarde. Hoy estuvimos en su casa, ayudándola con el equipaje.
Silencio.
—Manuel... ¿No dices nada?
—¿Qué quieres que diga, Paula? —pronunció con dureza—. Pues que le vaya bien con Howard. Lo que tuvimos —se levantó— fue un maldito error. Y hace bien en poner un océano de por medio entre ella y yo. Por fin, me la voy a
quitar de encima, una rubia menos molestándome —añadió, erguido, y se encerró en su cuarto de un portazo.
Pau suspiró, meneando la cabeza. Lo admitieran o no, a Manuel le dolía la partida de Rocio, y a Rose le dolía partir. Y Paula sabía que su amiga se marchaba por culpa de él. Rezó una plegaria por ellos, para que ambos encontraran la paz que necesitaban, porque estaba claro que los dos requerían de un tiempo para entender, olvidar o aceptar. Y por separado.
Se dirigió a su habitación. Se quitó la rebeca larga que la cubría y se metió entre las sábanas. Al instante, un glorioso cuerpo cálido y fuerte la aprisionó.
—Te he echado de menos... —murmuró Pedro, adormilado.
—Duerme —se rio Paula, ruborizada.
—Ahora sí podré —la apretó un segundo.
Y se durmieron.
Ella se había programado la alarma en el móvil para preparar la sorpresa antes de que él abriera los ojos, pero estaba tan cansada, últimamente, que no se despertó hasta el mediodía.
—¡Ay, madre mía! —exclamó Paula, en cuanto vio la hora.
Se bajó de la cama y corrió hacia el cuarto de Manuel, sin fijarse en nada, ni siquiera en el escaso camisón de seda y tirantes que llevaba.
—Manuel —lo llamó, entrando sin llamar.
Pero Manuel no estaba. La sorpresa, en cambio, la saludó enseguida...
La estancia parecía haber sufrido un terrorífico vendaval.
—Manuel me va a matar —gimoteó, agachándose para recibir al cachorrito de Terranova marrón oscuro que le había comprado a su maravilloso doctor Alfonso—. ¡Hola, gordito! —ladró, gustoso, mientras ella le rascaba las orejas —. ¿Te ponemos el lazo? —lo puso en su regazo.
—¿Paula, qué...? —preguntó Pedro, pero no pudo terminar.
—¡No mires! —gritó ella, girándose para ocultar al perrito.
Pero el cachorro comenzó a emitir ladridos agudos y a mover el rabo en dirección a su nuevo dueño. Entonces, Paula se dio la vuelta y las lágrimas brotaron de sus ojos sin control.
—Lo siento... Iba a ser una sorpresa... pero me dormí... Le iba a poner un lazo... —se lamentó ella, entre hipos—. Soy torpe... hasta para hacerte un regalo...
Él, muy serio, se acercó despacio, tomó al perrito y lo alzó en el aire. Y se lo entregó de nuevo.
—Ponle el lazo —le susurró Pedro.
Pau se sorbió la nariz con la cabeza agachada. Le anudó un lazo ancho, azul turquesa, en el lomo. A continuación, lo guardó, con cuidado de no hacerle daño, en una caja con agujeros, forrada con un papel con los colores del arcoíris, y se lo tendió.
—Feliz cumpleaños...
Él suspiró y aceptó el regalo fingiendo no saber nada. Se sentó en el suelo y lo abrió. El cachorrito se lanzó a su pecho y comenzó a chuparle la cara.
Pedro estalló en carcajadas y, de repente, tiró de Paula, que se cayó en su regazo.
—Es el mejor regalo que me han hecho jamás, el mejor... —sus ojos grises brillaban con una preciosa emoción que le robó el aliento a Pau.
—¿De verdad?
—Bueno, de momento, es el mejor —le acarició el vientre con la mano libre.— ¡Soy un desastre, lo siento! —lo abrazó por el cuello, en llanto desconsolado.
—¿Y qué haría yo sin mi desastre favorito? —le dijo él antes de besarla en los labios—. Por cierto, agradece que estemos solos... —la analizó de la cabeza a los pies.
Paula soltó una carcajada y se adueñó del cachorro.
—¿Cómo lo vas a llamar? —quiso saber ella, encantada por el nuevo miembro de la familia.
—No sé —se encogió de hombros—. Ahora es un Alfonso, necesita un nombre que simbolice el gran apellido al que pertenece.
—¡Pero qué gordito y precioso eres, mi amor! —le obsequió al animal.
—Ni hablar, ¿eh? —sentenció Pedro, caminando junto a Pau—. Nada de cursiladas al perro.
—Voy a hacer lo que quiera con el perro —lo acurrucó entre los senos, adrede para picarlo.
—Joder... —se sofocó por el gesto.
—Esa boca, doctor Alfonso.
—Lo siento... —musitó él, embobado en ella—. ¿Cómo quieres llamarlo tú? —le preguntó, ronco.
—Pepe, como tú, Pepe Alfonso—se mordió el labio y se encerraron en su dormitorio.
—Llámalo como quieras, pero déjalo en el suelo.
—¿Por qué? —ladeó la cabeza y se retiró los cabellos hacia la espalda, coqueta.
—Porque... —rugió él, acortando la distancia. El cachorro ladró, juguetón —. Es mi cumpleaños y quiero más regalos.
Paula se humedeció los labios y dejó al animal en la cama. Retrocedió hacia el baño, con andares provocativos.
—Tus deseos, doctor Alfonso —se sacó el camisón por la cabeza lentamente, quedándose solo en braguitas—, son órdenes... —se volvió y deslizó el encaje muy despacio por las piernas—, para mí... —le guiñó un ojo y giró sobre sí misma, con los brazos en alto, estirándose como una felina.
—Joder... —se desnudó por completo, lanzando la ropa sin miramientos, y avanzó hacia ella—. El embarazo —la atrapó entre sus brazos— te sienta —la alzó por el trasero— demasiado bien... —y la mordió.
Oh, Dios... ¡Cuánto adoro a este hombre!
Y se amaron como locos en la ducha...
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