jueves, 30 de enero de 2020

CAPITULO 124 (TERCERA HISTORIA)





Las mejillas de Paula ardieron cuando sus ojos se encontraron, y se mordió el labio inferior, pintado con brillo, al percatarse de la camisa de Pedro. Su rostro, con los párpados ahumados en color morado muy oscuro, resaltando el tono claro de sus vivaces luceros, más despiertos que nunca, más embrujadores, más penetrantes... transmitía inseguridad. Aun así, jamás había visto a una mujer tan hermosa.


El vestido de estampado morado sobre fondo blanco mostraba al desnudo sus hombros y su clavícula; las mangas, hasta las muñecas, eran ligeras, como la seda de la prenda, larga hasta la mitad de los muslos; una tira ancha a modo de cuerda trenzada de color camel, a juego con el bolso que sujetaba en la mano y con las sandalias de tacón, profundizaba la deliciosa curva de su cintura. Sus cabellos alisados descansaban sueltos por su espalda y por sus hombros. Su piel bronceada por el sol terminó por aniquilar su cordura.


—Paula se viene con nosotros —anunció la pelirroja, colgándose del brazo de la aludida y tirando de ella hacia el BMW X6 rojo de Rocio.


—Sí —convino la rubia, con los puños en las caderas— y tú no cabes en el coche.


Mauro palmeó la espalda de Pedro al pasar por su lado. Manuel se carcajeó abiertamente. Pedro, en cambio... se montó en el Mercedes como un volcán a punto de estallar y condujo detrás de ellos.


Minutos más tarde, aparcaron frente a un restaurante de comida oriental.


Cerró de un portazo al descender. Tensaba tanto la mandíbula que se la rompería en cualquier momento, pero no le importaba.


Sus cuñadas no soltaron a Paula. La escoltaron hacia el interior del local.


—Te lo dije —le avisó Mauro entre risas.


Él gruñó.


Los acomodaron en una mesa en el patio interior, sin techar, y con una jardinera llena de flores rodeando el cuadrado. Pedro se apresuró y le retiró la silla a Paula, una de las dos que presidían.


—Gracias —musitó ella, tímida, ruborizada.


Su voz, delicada y suave, le arrancó una sonrisa de embeleso. Pero se le borró la expresión de repentina felicidad cuando Zaira y Rose se sentaron a los lados de Paula y Mauro y Manuel, a continuación.


Mascullando incoherencias, se dirigió al único sillón libre, enfrente de Paula, que contrajo el ceño, no enfadada, sino que parecía... ¿disgustada?


Una camarera les tomó nota de las bebidas y les entregó una carta a cada uno.


—Podíamos ir luego al club de Bruno —sugirió Rose—, así se lo presentamos a Paula —sonrió con malicia.


—¿Bruno Hawks? —preguntó Pedro, entornando los ojos.


—Sí... —comenzó Manuel.


—Le estoy preguntado a Rocio —lo cortó adrede, contemplando a su cuñada —. Rocio.


—Creo que te está ignorando —apuntó Mauro, fingiendo seriedad porque las comisuras de su boca bailaban.


—¡Rocio! —exclamó Pedro, rabioso.


—¿Has oído algo, Zai? —dijo la rubia—. Creo que hay una mosca zumbando.


—Definitivamente —contestó la pelirroja.
Esto es increíble...


Se mordió la lengua para no soltar los improperios que le vinieron a la cabeza.


Decidieron pedir tres entrantes para picar y después un plato principal para cada uno.


Cuando les sirvieron los primeros, él cogió su tenedor y alargó el brazo para pinchar comida, pero Rocio agarró el plato en cuestión y se lo ofreció a Zaira.


—Gracias, amiga —le dedicó la pelirroja.


Pedro se decantó por otro plato, pero Zaira se lo quitó, tendiéndoselo a la rubia.


—Gracias, amiga —recalcó Rocio.


Él frunció el ceño y lo intentó con el último entrante. Fracasó. La rubia, de nuevo, se le adelantó. En esa ocasión le tocó el turno a Paula para aceptar la comida, que lo hizo con las mejillas encendidas. Pedro retrocedió, estrujando el tenedor, y esperó a que sus adorables cuñadas devolvieran los entrantes a la mesa. Sin embargo, recibió más de lo mismo. 


Sus hermanos procuraban contener la diversión.


—Dentro de un par de semanas empezaremos las obras —comentó Rocio—. Nos iremos con Catalina y Samuel hasta que finalicen.


—¿Vais a remodelar el ático? —quiso saber Paula.


—Nuestra habitación —la corrigió la rubia con una dulce sonrisa—. El dormitorio es enorme y da mucho juego para hacer varias habitaciones. Queremos que Gaston tenga su propio espacio.


—¿Y vosotros? —quiso saber Pedro, mirando a Mauro.


—Nosotros tam...


La pelirroja carraspeó con fuerza y Mauro se calló de golpe.


—¿Cuánto tiempo tardarán?, ¿os lo han dicho? —se interesó Pedro, a Manuel.


—Yo creo que... ¡Joder! —dio brinco en el sillón y se silenció.


Entonces, Pedro lo comprendió todo. Y su enfado alcanzó cotas extremas.


Me están haciendo el vacío. Sencillamente genial.


Pero no solo eso... La palabra amiga se repitió sin cesar. En el postre, además, Paula se levantó para ir al baño. Él esperó a que se perdiera de vista y también se incorporó. El problema surgió cuando alcanzó los servicios: sus cuñadas lo habían seguido y se situaron en la puerta de las damas con los brazos cruzados para impedir que se acercara a Paula. Pedro regresó a la mesa, no le quedó otra opción.


Mauro y Manuel, en cuanto lo vieron aparecer, rompieron a reír, doblándose por la mitad.


—No me hace gracia, joder... —masculló Pedro, condenado.


—Te lo tienes merecido —lo regañó Mauro, sin dejar de carcajearse.


—La única persona que cuenta con derechos para castigarme es Paula, no ninguno de vosotros.


Sus hermanos lo observaron, ahora serios por sus últimas palabras, y asintieron con solemnidad.




CAPITULO 123 (TERCERA HISTORIA)




Pedro regresó al pabellón. Se metió en el vestidor, se tumbó en el sofá y revivió en su mente la conversación con Mauro. Sintió una presión en el corazón al imaginarse que su muñeca se marchara de Los Hamptons, por que se sintiera culpable, por que creyera que él sería feliz sin ella...


Le prometí no alejarme nunca y la estoy fallando... Ahora el cobarde soy yo...


Mauro tenía razón. Tenía que acercarse a ella, confesarle sus miedos y afrontarlos juntos. Eso hacían los amigos, ¿no?


Se duchó y se vistió más arreglado de lo habitual. Quería impresionarla. El problema era que había traído vaqueros rotos, Converse y camisetas; las camisas blancas también, pero le aburrían. Suspiró. No había otra opción. Se puso los pantalones negros con menos rotos que tenía: raspados en una rodilla y deshilachados en los talones; se calzó las zapatillas y retiró la americana de la percha. Algo se cayó al suelo: una camisa negra.


—Esto no es mío —murmuró, extrañado.


La cogió y la estiró. Tenía la etiqueta puesta y una nota pegada a la misma:
Me recordó a ti. Espero que te guste.
Tuya, Pau.


Su corazón se extinguió. Arrancó la etiqueta y guardó la nota en su maleta a buen recaudo. Se probó la prenda, con el cuello rígido y levantado, sin estar doblado, otorgándole a la camisa esa informalidad que le encantaba a Pedro, y entallada. Se la metió por dentro de los vaqueros y se ajustó el cinturón. Le quedaba perfecta. Se la remangó por encima de las muñecas y se abrió dos botones en la parte superior.


Escuchó pasos, luego la puerta del servicio y, a continuación, la ducha.


Esperó con paciencia a que Paula saliera del pabellón una hora y media después. No obstante, antes de hacerlo, unos tacones se aproximaron a la sábana que tapaba el hueco del vestidor. La silueta del cuerpo de ella aceleró sus pulsaciones. Estuvo parada unos segundos, incluso estiró una mano hacia la tela, pero terminó por agachar la cabeza, hundir los hombros, suspirar y marcharse.


Pedro corrió al baño, se mojó los cabellos y se peinó con la raya lateral.


La única ocasión en que lo había hecho, ella había reconocido que le gustaba y él estaba más que dispuesto a complacerla. Observó su reflejo, muerto de miedo, y se dirigió directamente al garaje. Apoyó las caderas en la puerta de su todoterreno y se cruzó de brazos.


Oyó gruñidos. Alzó la mirada y se topó con dos mujeres furiosas. Dio un respingo. Zaira y Rocio, en efecto, estaban enfadas con Pedro. Y no las culpó.


Se lo merecía.


Sin embargo, lo que atrajo su atención fue la figura vaporosa de una verdadera muñeca, la más bonita de todas, detrás de sus cuñadas.


Mi Pau...




CAPITULO 122 (TERCERA HISTORIA)





Desde la terraza, Pedro contempló la precipitada fuga de Paula. Estaba huyendo. La había visto colocarse el iPhone en la oreja, mirar la pantalla, llorar y salir corriendo.


Él apretó los puños a ambos lados del cuerpo, rechinando los dientes e intentando controlar la respiración. No le hacía falta preguntar a quién había llamado, porque la otra persona la había colgado. Solo podía tratarse de Karen Chaves


Lo que no entendió fue que Paula utilizara el teléfono rosa que Pedro le había regalado. 


Frunció el ceño.


¿No se suponía que solo sería para nosotros dos? Esto va de mal en peor...


Los días transcurrieron sin cambios entre ellos. 


Apenas se cruzaban porque Pedro lo evitaba. La vigilaba y la observaba en las sombras, escondido como un acosador. Él apenas dormía porque había regresado el insomnio, por lo que escuchaba cuándo se despertaba, cuándo entraba en el baño, cuándo se vestía, cuándo bajaba a desayunar...


La rutina de Paula era simple. Tras tomarse una infusión con Julia, cabalgaba un rato a solas y después enseñaba a Claudio algunos pasos de doma.


Sí, doma. Pedro alucinaba con la cantidad de sorpresas que escondía su leona blanca. Y era inevitable sentirse celoso, no porque no confiara en Claudio o en ella, sino porque veía con sus propios ojos que Paula parecía feliz sin Pedro


Reía con Claudio, se divertía con la preciosa yegua gris, que era también de Pedro, por cierto, además del negro semental español.


En los almuerzos y en las cenas, ella también sonreía a su familia; por las tardes, jugaba con los dos niños en la piscina, charlaba con Mauro y Manuel, bromeaba con Zaira y Rocio... Sin embargo, por las noches desaparecía por la propiedad. No se molestaba en buscarla porque él mismo se refugiaba en el estanque de peces de colores. Bueno, en realidad, los ratos que no la espiaba se escondía en el estanque, su rincón favorito. Si se bañaba en la piscina era
de madrugada, cuando todos dormían. Y, antes de meterse en el vestidor e intentar dormir en el sofá, la observaba mientras soñaba. A diario se la encontraba en la hamaca de la terraza, dormida bajo las estrellas. La cogía en brazos con un inmenso cuidado y la llevaba a la cama. 


Y la contemplaba eternos minutos, arrodillado a sus pies, como un auténtico bobalicón enamorado.


La echaba tanto de menos... Cuando la alzaba en vilo, tardaba en alcanzar la habitación para permanecer más tiempo con ella en su pecho, acunándola.


No tenía remedio...


El sábado se cruzó con Mauro por primera vez desde que llegaron a Los Hamptons. Justo salía Pedro del pabellón. Su hermano llevaba el bañador húmedo, zapatillas y una camiseta gris de la universidad, que se estaba humedeciendo por las gotas de agua que le caían del pelo. 


Llevaba las lentillas puestas. Su semblante no pronosticaba nada bueno.


—Solo vengo a decirte que esta noche vamos a cenar a Southampton. Daniela y Julia cuidarán de Caro y Gaston.


—¿Y Paula?


—¿Acaso te interesa? —enarcó una ceja, prepotente.


—Ahórrate el sermón —se introdujo en el laberinto.


Mauro lo agarró del brazo para frenarlo.


—Me vas a escuchar, ¿entendido? —inquirió su hermano, muy enfadado.


—Dilo ya y déjame en paz.


—Si de verdad la quisieras, estarías con ella. ¿Para qué la has invitado, Pedro?, ¿para dejarla sola?


—No está sola —gruñó, molesto, celoso e irascible. Cerró las manos en dos puños—. Os tiene a vosotros y a Claudio.


—Paula está aquí por ti —lo señaló con el dedo índice—. ¿Qué clase de tontería estás haciendo? ¿Por qué la ignoras?


—No es asunto tuyo.


—Se ha convertido en el asunto de todos en el momento en que empezaste a comportarte como un imbécil, Pedro. Y te aconsejo que huyas de Zaira y de Rocio, porque no les caes muy bien que digamos ahora mismo. El jueves estuvieron las tres de compras e interrogaron a Paula —chasqueó la lengua —. A mí tampoco me caes bien, por si te interesa —suspiró con fuerza—. ¡Esa niña te adora! —levantó los brazos en señal de impotencia—. Ayer la pilló Zaira llorando en la piscina después de cenar. Paula no entiende qué te pasa, como ninguno de nosotros. Le estás haciendo más daño que Anderson y su madre, y lo peor de todo es que no te estás dando cuenta —permaneció unos segundos callado—. Anoche lloraba porque su madre la había llamado para gritarla otra vez —lo miró con fijeza—. Solo respóndeme a algo: ¿estás así porque negó que fuera tu novia?


—No es solo por eso... —se hundió en la tristeza, en los remordimientos y en el dolor.


—Entonces, ¿por qué?


Pedro se revolvió los cabellos, recostándose en la pared.


—Siempre hay algo que se interpone entre nosotros, Pa, siempre... Tengo miedo de acercarme a ella y que vuelva a aparecer cualquier cosa que intente separarnos otra vez. No soy bueno para Paula... —se sinceró por completo. Tragó el nudo de la garganta—. Fue mi culpa que Anderson casi la forzara... Es mi culpa que su madre la trate así... Y te parecerá una tontería más añadida a la lista, pero, sí, me dolió que negara que fuera mi novia. Me dolió mucho... ¿Qué soy para ella, Pedro? —lo observó sin ocultar sus más profundos sentimientos—, ¿un amigo? Le grita a su madre que me ama, pero luego dice que soy su amigo... Es un tira y afloja constante. Es una de cal y otra de arena, y no puedo más... Siempre me dice una cosa y luego actúa de otra manera... Y yo siempre vuelvo a tocar su puerta, siempre vuelvo a ella, siempre insisto en más, más y más...


Su hermano respiró hondo. Se colocó a su lado y le rodeó los hombros.


—Ay, Pedro... —suspiró—. Vente a cenar con nosotros. Habla con Paula. Necesitáis hablar. Ella también tiene miedo de acercarse a ti. Se echa la culpa de que no quieras acercarte a ella. Y anoche le dijo a Zaira que estaba pensando en llamar a su padre para que viniera a buscarla y regresar a Boston. Está convencida de que solo te ha provocado problemas y dolor y de que serás feliz si se aleja de ti.


Él se sobresaltó por la noticia.


—Tranquilo —lo previno su hermano enseguida—. Da las gracias a mi bruja, que la convenció para que esperara unos días —sonrió, aunque sin alegría—. Nos iremos dentro de dos horas —y se marchó.