jueves, 30 de enero de 2020

CAPITULO 123 (TERCERA HISTORIA)




Pedro regresó al pabellón. Se metió en el vestidor, se tumbó en el sofá y revivió en su mente la conversación con Mauro. Sintió una presión en el corazón al imaginarse que su muñeca se marchara de Los Hamptons, por que se sintiera culpable, por que creyera que él sería feliz sin ella...


Le prometí no alejarme nunca y la estoy fallando... Ahora el cobarde soy yo...


Mauro tenía razón. Tenía que acercarse a ella, confesarle sus miedos y afrontarlos juntos. Eso hacían los amigos, ¿no?


Se duchó y se vistió más arreglado de lo habitual. Quería impresionarla. El problema era que había traído vaqueros rotos, Converse y camisetas; las camisas blancas también, pero le aburrían. Suspiró. No había otra opción. Se puso los pantalones negros con menos rotos que tenía: raspados en una rodilla y deshilachados en los talones; se calzó las zapatillas y retiró la americana de la percha. Algo se cayó al suelo: una camisa negra.


—Esto no es mío —murmuró, extrañado.


La cogió y la estiró. Tenía la etiqueta puesta y una nota pegada a la misma:
Me recordó a ti. Espero que te guste.
Tuya, Pau.


Su corazón se extinguió. Arrancó la etiqueta y guardó la nota en su maleta a buen recaudo. Se probó la prenda, con el cuello rígido y levantado, sin estar doblado, otorgándole a la camisa esa informalidad que le encantaba a Pedro, y entallada. Se la metió por dentro de los vaqueros y se ajustó el cinturón. Le quedaba perfecta. Se la remangó por encima de las muñecas y se abrió dos botones en la parte superior.


Escuchó pasos, luego la puerta del servicio y, a continuación, la ducha.


Esperó con paciencia a que Paula saliera del pabellón una hora y media después. No obstante, antes de hacerlo, unos tacones se aproximaron a la sábana que tapaba el hueco del vestidor. La silueta del cuerpo de ella aceleró sus pulsaciones. Estuvo parada unos segundos, incluso estiró una mano hacia la tela, pero terminó por agachar la cabeza, hundir los hombros, suspirar y marcharse.


Pedro corrió al baño, se mojó los cabellos y se peinó con la raya lateral.


La única ocasión en que lo había hecho, ella había reconocido que le gustaba y él estaba más que dispuesto a complacerla. Observó su reflejo, muerto de miedo, y se dirigió directamente al garaje. Apoyó las caderas en la puerta de su todoterreno y se cruzó de brazos.


Oyó gruñidos. Alzó la mirada y se topó con dos mujeres furiosas. Dio un respingo. Zaira y Rocio, en efecto, estaban enfadas con Pedro. Y no las culpó.


Se lo merecía.


Sin embargo, lo que atrajo su atención fue la figura vaporosa de una verdadera muñeca, la más bonita de todas, detrás de sus cuñadas.


Mi Pau...




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