jueves, 9 de enero de 2020

CAPITULO 55 (TERCERA HISTORIA)




Comieron todos en la cafetería del hospital. 


Después, sus cuñadas se marcharon a casa y los tres mosqueteros regresaron a sus puestos de trabajo.


El resto del día transcurrió sin novedad. Revisó cada habitación, habló con los familiares de algunos de sus pacientes y, a las seis, se quitó la bata y se colocó la chaqueta del traje. Se fue a su apartamento. Le costó un esfuerzo indescriptible no mandarle un mensaje a Paula, llamarla o, incluso, presentarse en su loft.


Los hermanos Alfonso, sus respectivas mujeres, sus hijos y Mauro Alfonso, el cachorro de raza Terranova de Mauro, vivían todos juntos en un apartamento de habitaciones dignas de un rey. Ocupaban la última planta, la catorce, el ático de un lujoso edificio que se erigía en pleno corazón del barrio de Beacon Hill, en la acera de enfrente del Boston Common, y a pocos minutos andando del General.


Pedro entró en su casa sin ganas de hablar, agradeciendo que no hubiera nadie. Necesitaba soledad y en ese apartamento la soledad era cara, casi siempre había gente charlando o riendo.


El ático parecía varios pisos individuales en uno solo; uno de ellos contenía las tres estancias comunitarias: la cocina a la izquierda de la puerta, el salón minimalista en tonos blancos y negros en el centro de la vivienda y la terraza, al fondo, techada y cubierta para resguardarse del frío y de las lluvias, que nunca se cerraba del salón, pues estaba la caseta del perro y así el animal entraba y salía con libertad.


El apartamento era diáfano, de altos techos y decoración simple, bicolor, perfectamente ordenado, a pesar de que vivían dos bebés, y con estilo. Todo era de piel y de formas rectas, moderno. Sus cuñadas podían haberle dado un
toque femenino al ático, o podían haberle otorgado algún color más, o, por ejemplo, añadir flores, pero Rocio y Zaira no habían querido imponerse a ninguno de los tres mosqueteros, en especial a Pedro, el único que se mantenía soltero.


Le gustaba vivir en familia, no lo negaba, aunque en ocasiones requería un poco de intimidad. Su habitación era su resguardo, pero en el salón, en la terraza y en la cocina Mauro y Pedro se deshacían en besos y arrumacos con
sus mujeres, sin importar si él estaba presente o no, incluso los oía a veces desde su dormitorio. 


Estaba acostumbrado. Era el pequeño de tres. 


Nunca había estado solo; de hecho, jamás había contado con su espacio personal porque siempre lo habían invadido sus hermanos. 


Quizás, esa era la causa por la que Pedro se consideraba un egoísta en cuanto a sus posesiones, ya fueran objetos o personas. Bueno, persona, en singular, su leona blanca era la única persona a la que Pedro consideraba suya, de nadie más.


No te engañes. No es tuya. Es del gilipollas de Anderson, métetelo en la cabeza de una vez, joder.







CAPITULO 54 (TERCERA HISTORIA)




Pedro salió del servicio.


—¿Paula? —se asomó al pasillo—. ¡Joder! —exclamó, revolviéndose los cabellos.


No perdió un solo segundo. Atravesó el corredor, bajo la atenta mirada del personal. Descendió las escaleras dando saltos. Esquivó a las personas con las que se cruzaba. Corrió hasta la calle, pero Paula no estaba.


¡Joder, joder, joder, joder!


Sacó el iPhone del bolsillo de la bata y la telefoneó.


—¿Pe... Pedro? —tartamudeó ella, al descolgar.


—¿Dónde estás?


—No puedo quedarme. Es lo mejor.


—¿Lo mejor para quién?


—Por favor, no me lo hagas más difícil...


Pedro se mordió la lengua para no gritar.


—Ven, por favor. Comemos juntos y hablamos como dos adultos. No intentaré nada, Pau. Te lo prometo. Solo... —suspiró, abatido—. Solo quiero comer contigo.


Mentira.


—No lo entiendes... —se le quebró la voz—. No puedo verte más, porque tú también me gustas... mucho... Y no te mereces esto. Adiós, Doctor Pedro—y colgó.


Apretó el móvil, rabioso. Regresó al despacho y se encerró de un portazo.


—¿Qué pasa, Pedro? —Rocio entró sin llamar—. El hospital está revolucionado contigo y con Paula, más incluso que tu pelo —lo señaló con el dedo índice.


Él la miró con el ceño fruncido.


—Habíamos quedado para comer y...


—No, Pedro —lo cortó su cuñada, seria, levantando una mano—. Empieza desde el principio, porque sé que Paula ha venido. Unos minutos más tarde, la han visto salir del hospital llorando y, luego, te han visto a ti ir detrás de ella, así que... —se sentó en el sofá—. Te escucho, Pedro.


Los interrumpieron Manuel y Mauro. El mediano de los Alfonso sonreía con picardía.


—¿Qué has hecho ahora, Pedro? Todo el mundo habla de ti y de tu Pau —se rio.


Pedro gruñó como respuesta.


—Venid aquí —les ordenó Rocio— y calladitos. Sobre todo tú, soldado — añadió a su marido.


—Lo que mi rubia mande —accedió Manuel, acomodándose a su lado y estampándole un sonoro beso en la mejilla.


Pedro no pudo evitar sentir celos al presenciar la escena, que podía ser común y corriente en otras parejas, pero no en esos dos, porque Rocio y Manuel siempre, siempre, se miraban con tal intensidad que jamás, jamás, nada entre ellos era común y corriente.


Respiró hondo y procedió a relatarles lo sucedido, desde el beso en la piscina de Dany y Chris. Cuando terminó, se desplomó en la silla de piel.


—Tienes que olvidarte de ella, Pedro —le aconsejó Mauro, poniéndose en pie—. Lo siento, pero Paula tiene las ideas muy claras. Ha elegido a Anderson. Respeta su decisión.


—Pues yo no lo creo así —le rebatió su cuñada, incorporándose también. Se aproximó a Pedro—. Ella te ha reconocido que le gustas mucho, Pedro, y que no está enamorada de Ramiro —sonrió con dulzura, acariciándole el
hombro—. Solo necesita un empujoncito. Paula está empeñada en que...


Zaira y Caro irrumpieron en el despacho.


—Os he buscado por todo el hospital —señaló la pelirroja antes de besar a su marido, otro beso que nada tenía de corriente porque los ojos de Pedro relampaguearon, como siempre le ocurría cuando estaba con su mujer—. ¿Y esas caras? —quiso saber cuando los observó con fijeza.


—Paula —respondió la rubia, sin necesidad de añadir más.


—Pues si os cuento lo de Stela... —silbó Zai, arqueando las cejas—. Han estado Paula y su madre en el taller para... —se detuvo un momento. Miró a Pedro—. Para encargar su... —carraspeó, incómoda—, su vestido de novia.


A él se le cayó el mundo encima... Se levantó como si le pesaran las extremidades.


Joder, y yo preguntándole qué tal en el taller de Stella sin saber que estaba allí por su vestido de novia...


—¿Y qué ha pasado? —se interesó Rocio.


—Telita con la madre de Paula... —declaró la pelirroja—. No ha dejado que decidiera Paula. Pero Stela me ha dicho que dibujará dos vestidos, uno acorde al gusto de Karen y otro del que cree que es el gusto de Paula — contempló a Pedro con tristeza—. Lo siento, Pedro...


Él hizo un ademán para restar importancia.


—Cuando se fueron del taller, su madre parecía enfadada —añadió Zai—. No me dejó hablar con Paula. Prácticamente la arrastró a la calle.


—Porque su madre estaba enfadada —aclaró Mauro—. Paula se lo ha dicho a Pedro. Karen le quitó el móvil justo cuando Pedro le escribió un
mensaje a Paula. Lo leyó y le exigió explicaciones.


—¿Y qué le dijo Paula?


—No tengo ni idea —murmuró Pedro, pensativo—, pero luego vino aquí y... —se pasó las manos por los cabellos—. Se ha ido. No quiere verme más.


—No puede verte más —lo corrigió Manuel, ladeando la cabeza—. Hay una gran diferencia entre querer y poder.


—No entiendo... —musitó Zaira, con una expresión de confusión—. ¿Es que la has visto más, después del cumpleaños de la abuela? Pero si eso fue ayer...


—Luego te lo cuento, bruja —le indicó Mauro, antes de besarla en la sien.


Los presentes guardaron un tenso silencio durante unos segundos interminables.


—Danos su móvil, Pedro—le pidió Rocio, sacando su teléfono de la chaqueta blanca del uniforme de enfermera.


—¿Qué vas a hacer? —inquirió él, arrugando la frente—. No quiero que os metáis en esto.


—Paula está sola, Pedro. No tiene amigas, no tiene a nadie, excepto a un prometido al que no ama y a una madre controladora. Su única amiga, que encima era su mejor amiga y hermana, se murió hace más de tres años. Estuvo dos años viviendo sola en China. Se ha despertado de un coma larguísimo hace nada y todavía se siente perdida. ¿Te basta mi resumen? —levantó las cejas—. Dame su móvil. Nos necesita a Zai y a mí.


No, me necesita a mí...


—No le gustará a su madre —vaticinó Pedro, chasqueando la lengua—, y eso se traduce en que a que a Paula, tampoco. No hará nada que crea que pueda decepcionar a sus padres.


—¿No imparte clases de yoga? —comentó el mediano de los Alfonso—. Zai y mi rubia se pueden apuntar, sería la excusa perfecta para acercarse a Paula.


—¡Sí! —exclamó Zaira, saltando de la emoción.


Los presentes se rieron por su reacción.


—No es mala idea —suspiró Pedro.


—¡Es una maravillosa idea! —convino Rocio, golpeándole el brazo con suavidad—. El móvil de... ¿Pau? —parpadeó, coqueta—. Por favor.


—Solo yo la llamo Pau, ¿de acuerdo? —gruñó él.


Su familia estalló en carcajadas.


—¡Ya vale! —se quejó, sonrojado—. Apunta, Rocio.


—¿Te lo sabes de memoria?


—¿Apuntas o no, joder?




CAPITULO 53 (TERCERA HISTORIA)




Paseó un rato para hacer tiempo y, media hora más tarde, se presentó en el General. Subió a la planta de Neurocirugía y caminó hacia el despacho del doctor Pedro directamente. 


Algunas enfermeras la observaron, curiosas. La
conocían. Ella las saludó con la cabeza y una sonrisa tímida.


Llamó a la puerta.


—Adelante —dijo una inconfundible voz masculina, aterciopelada y profunda.


Paula suspiró, agitada, y abrió. Pedro, sentado en su silla de piel detrás del escritorio, estaba escribiendo en unos papeles con su magnífica pluma estilográfica, muy concentrado. Sujetaba el documento inclinado con la mano libre. Fruncía el ceño.


A la derecha, había dos ecografías cerebrales en el negatoscopio encendido. Ella se acercó y analizó las imágenes.


—¿Cuál es el diagnóstico, doctor Pedro? —le preguntó, ocultando una risita, ofreciéndole la espalda—. Hay una mancha más grande en una ecografía que en otra.


Le escuchó levantarse y acercarse. Paula suspiró de manera irregular, demasiado afectada por ese hombre...


—Radio y quimio para eliminar lo que queda de la neoplasia —respondió él en un tono enrojecido y bajo—. Ya ha empezado con los medicamentos. Hay que esperar a ver cómo sigue evolucionando.


—¿Se curará? —se preocupó.


—No se ha extendido a los demás tejidos, lo que significa que puede tener suerte, pero nunca se sabe con el cáncer.


—¿Lo operaste tú?


—Sí. Una citorreducción, que es la extracción quirúrgica de la mayor cantidad posible de un tumor. Puede aumentar la posibilidad de que la quimioterapia y la radioterapia destruyan las células tumorales. Se puede realizar para aliviar los síntomas o ayudar a que el paciente viva más tiempo —la cogió de la cintura y la giró lentamente. No la soltó—. Hola, Pau.


Ella se humedeció los labios y sonrió, cohibida. Oírle hablar de ese modo tan profesional y verlo con la bata blanca, ceñida con reserva a sus músculos, le aceleró las pulsaciones. Para relajarse, le abrochó el botón del cuello y le ajustó la corbata negra de seda, pero, al alzar los ojos a los suyos, se le borró la sonrisa... Pedro la contemplaba de forma tan penetrante que Paula emitió un resuello discontinuo.


—Doctor Pedro...


La mirada de él se ensombreció.


Paula se mordió el labio inferior y lo apretó sin darse cuenta. 


¿Amigos?


Imposible... Sus manos hormiguearon y ascendieron por sí solas hacia su nuca.


Enterró los dedos en sus cabellos desordenados y gimió por su suavidad. Él la atrajo hacia su embaucadora anatomía, muy despacio, giró la cara y depositó un casto beso detrás de su oreja.


Jadearon los dos...


A Paula se le doblaron las rodillas. Pedro la sujetó con fuerza, pegándola a su cuerpo. Ella se alzó de puntillas y lo abrazó, recostando el rostro en el hueco de su clavícula. Suspiró. Él la envolvió entre sus brazos, adecuándose a su altura para estar más cómodos, pero aquello no podía definirse como cómodo...


—Esto no está bien... —murmuró Paula—. Tengo mucho calor... —lo ciñó por la nuca con más presión, apreciando cada músculo de él, hasta su fiero corazón, que latía tan desatado como el suyo—. Estoy muy a gusto...


—Somos... amigos... —emitió, entrecortado.


—Esto no lo hacen los amigos.


—Solo es un abrazo.


—No es solo un abrazo —le acarició el pelo.


—No... Pero no quiero dejar de abrazarte... —le recorrió la espalda de arriba abajo con manos mágicas, suaves, que conectaron con su piel, pues el vestido estaba descubierto en la mitad superior de la espalda, y sus dedos la condujeron al cielo.


—Yo tampoco quiero que dejes de hacerlo... doctor Pedro.


—Pau... —gimió al escuchar el apodo—. Quiero besarte... Un beso, solo uno...


Paula se encogió. Las lágrimas se agolparon en sus ojos. Le arrugó la bata.


No puedo...


—Lo sé. Lo siento —se disculpó Pedro en un gruñido.


—No, por favor... —se aferró a él entre temblores—. Perdóname tú a mí. Yo...


Cállate. No lo digas.


Ella inhaló aire y lo expulsó intermitentemente. 


Con lo fácil que sería levantar la cabeza y besarlo... Hacía dos días que se habían besado y necesitaba repetirlo tanto como el agua un sediento. Pero no era justo para nadie, ni siquiera para...


Ramiro...


Paula, de pronto, se separó.


—Ramiro no se merece esto... —paseó por el despacho sin rumbo, frotándose la cara, desesperada—. He engañado a Ramiro... y lo hago cada vez que hablo contigo o te veo, Pedro —tragó con dificultad—. ¿En qué me convierte eso? —tragó de nuevo—. Yo no soy así. Yo no...


Pedro la tomó de una mano, deteniéndola. Se miraron una eternidad, en suspenso. Él estaba furioso, respiraba de forma enloquecida; ella, en cambio, no podía ni coger aire...


La expresión de Pedro, la de un animal apresado con cadenas, era aterradora, pero por arrebatadora... Y eso la asustó. Se sentía vulnerable en su presencia, pero protegida...


—No has hecho nada malo.


—He besado a otro que no es mi prometido —señaló ella en un hilo de voz — y quiero volver a hacerlo... —tragó de igual modo—. Eso es engañar. No estoy enamorada de Ramiro, pero no se merece algo así.


—¿Y tú sí mereces unirte a un hombre que te hará infeliz de por vida, solo porque es la elección de tus padres? —inquirió, en un tono contenido.


Pedro... —se tapó la boca con la mano libre—. Esto es un error y...


—Como vuelvas a decir la palabra error en algo relacionado contigo y conmigo, no respondo de mis actos, Paula—entornó los ojos.


—No te enfades, por favor... —odiaba que se enojara por su culpa—. No puedo soportarlo... —declaró en un tono apenas audible.


—No estoy enfadado contigo —chasqueó la lengua—. Bueno... un poco.


Pedro...


—Soy tu amigo y te estoy diciendo la verdad, aunque duela —la soltó—. No has hecho nada malo, Paula, porque no lo amas —frunció el ceño más allá del límite—. Pero no insistiré. Prometí ser tu amigo y los amigos no se besan. Lo único que... —retrocedió y se dirigió a una puerta que existía a la izquierda del escritorio—. Necesito un par de minutos para serenarme —y se metió en el baño.


Paula ahogó un sollozo. Tragó infinitas veces más. Tenía que salir de allí.


Aquello solo los dañaría a los dos, sobre todo a Pedro... y eso jamás se lo perdonaría.


Se fue sin mirar atrás.