miércoles, 22 de enero de 2020
CAPITULO 98 (TERCERA HISTORIA)
Paula se despegó del brazo de Ramiro y se disculpó. Necesitaba un poco de agua en la nuca. Los servicios portátiles estaban a la derecha de la barra, por lo que tuvo que atravesar la mitad de la carpa, mezclándose con los presentes. No pudo evitar mirar a Pedro antes de entrar en el baño. Estaba de espaldas a ella y bebía largos tragos de cerveza de forma un poco desmandada.
Paula entró en el servicio de señoras: vacío. Observó su reflejo en el espejo sobre el lavabo, a la izquierda. Se estremeció otra vez... A pesar de haberse ahumado los párpados con sombra verde oscura, de pintarse los labios en un tono natural y aplicarse colorete en los pómulos, su rostro era cadavérico.
Sus ojos comenzaron a brillar en demasía. Dos lágrimas se deslizaron por sus mejillas hasta perderse en el escote. Su piel se humedeció. Su mirada se convirtió en un grifo. Su respiración se entrecortó. Soltó un sollozo, seguido de otro... No podía detenerse. Apoyó las manos en el lavabo y agachó la cabeza. Sus rodillas se debilitaron.
—¿Paula? —pronunció una voz femenina.
Ella se sobresaltó. Cogió un pañuelo y se limpió.
Consiguió controlar los nervios. Inhaló aire.
Entonces, una cálida mano tocó su brazo. Paula se giró.
La abuela de Pedro la contemplaba con una cariñosa sonrisa.
—Ven aquí, tesoro —le pidió Ana—. Dame tu bolso. —Se lo entregó en silencio. La anciana lo abrió y sacó el maquillaje—. Ahora, respira hondo. Varias veces —con otro pañuelo le limpió la cara con suma ternura—. Vamos a retocarte, aunque no te hace falta. Eres una muñequita de lo bonita que eres —sonrió.
Aquel apelativo, esas dos palabras, muñequita y bonita, le arrancaron un gemido de desesperación. Ana la abrazó al instante, acariciándole la espalda para relajarla. Ella se dejó mimar. Necesitaba tanto un abrazo... un abrazo de su héroe, aunque la anciana la reconfortaba casi tanto como él; hasta en eso, abuela y nieto se parecían.
Suspiró sonoramente y permitió a la anciana que le arreglara la pintura.
—Luego voy a necesitar tu ayuda, cielo —le dijo Ana, sin perder la sonrisa—, ¿de acuerdo?
—Claro. ¿Qué necesitas?
—Quiero que me recojas un regalo que tengo en una de las habitaciones. Ya no estoy para subir y bajar escaleras con facilidad. ¿Te importa?
—Lo haré, por supuesto —asintió, seria.
—Gracias, tesoro —la besó en la mejilla—. ¿Volvemos a la fiesta? —se colgó de su brazo.
Salieron del baño y se despidieron.
—¡Paula! —la saludaron Rocio y Zaira al unísono.
—Hola —les contestó con una sonrisa de fingida alegría.
Las tres se abrazaron.
—¡Me encanta tu vestido! —le obsequió la pelirroja, guiñándole el ojo.
Paula se rio. Su precioso vestido había sido diseñado por Stela Michel, en el tiempo récord de cinco días. El lunes había estado en el taller.
No había podido comer con sus nuevas amigas porque Karen la había reclamado. Como no quería que nadie se enterase de su traje para la gala de Samuel Alfonso, no le había contado a su familia, ni a su novio, que había encargado uno a Stela.
Zaira y la señora Michel le habían aconsejado sobre el color que más le favorecía, el corte y el talle en función de sus gustos, porque, lo más importante... ¡la habían escuchado! Y también la habían ayudado a buscar lo que deseaba. El resultado había sido inesperado de tanto como le gustaba.
El vestido era entero bordado de color champán, con un forro interior en un tono salmón muy claro rozando el rosa. Era ajustado hasta el inicio del trasero y tenía una abertura en la parte de atrás que facilitaba el caminar. El escote era
en forma de corazón y realzaba sus senos. Las mangas caían por los hombros, acariciándole la piel con los movimientos y exponiendo gran parte de ella, pero con distinción y un toque atrevido. Los guantes debían ser blancos, pero
se los había comprado a juego con el forro, con el bolso y con los zapatos de salón con el talón y el dedo al aire. Todo se lo había proporcionado la propia Stela. Y, como una tonta, se había arreglado pensando en la reacción de Pedro...
Me odia, y con toda la razón...
—¿Qué te apetece beber? —se interesó Rocio, avisando a un camarero con la cabeza.
—Estáis guapísimas —señaló ella con sinceridad, contemplándolas con admiración.
Las dos cuñadas se miraron con picardía y seguidamente la abrazaron otra vez.
—¡Tú, también! —le dijeron a la par, ruborizándola, entre carcajadas.
—¿Qué desean tomar? —les preguntó el camarero.
—¿Tienen champán rosado? —quiso saber Paula.
El hombre frunció el ceño.
—¿Es usted Paula Chaves?
—Sí... —no se esperaba aquello.
—Espéreme aquí, por favor —agregó el camarero, y se alejó.
Sus amigas procuraban ocultar una risita. Ella se inquietó. ¿Qué demonios pasaba?
El hombre volvió con una copa de champán rosado en una bandeja de plata.
—Tenemos órdenes estrictas de servirle Cristal Rosé hasta que usted prefiera otra bebida.
A Paula se le incrementaron las pulsaciones.
Aceptó la copa y buscó a su héroe con la mirada. Seguía en la barra, a pocos pasos. Y la estaba observando...
¡Qué ojos, cielo santo!
Ella se paralizó. Él la contemplaba con la frente arrugada, pero con tal intensidad que casi se le doblaron las piernas... Pedro levantó su cerveza en un brindis silencioso. Paula tragó el grueso nudo de la garganta y lo imitó, aunque con la mano repiqueteando. Su anillo de compromiso tintineó con el cristal.
Dios mío... Doctor Pedro...
Ella le dio la espalda, agachó la cabeza y hundió los hombros.
Vulnerabilidad. Inestabilidad. Se sentía como una muñeca de trapo, rota...
Lloraría de nuevo y no podía permitirse el lujo de que alguien la viera, en especial él. Se disculpó con Rocio y Zaira y se reunió con Ramiro y sus padres, que conversaban con dos matrimonios adultos a quienes ya conocían. Su novio se fijó en el champán rosado, y su mirada lo dijo todo...
CAPITULO 97 (TERCERA HISTORIA)
—Doctor... —carraspeó—. Doctor Pedro —lo saludó Paula al instante.
Los ojos de Pedro repasaron su cuerpo con bárbara codicia que despertó a las mariposas del estómago de ella. Posesivo, en efecto, lo era. Y estaba más que conforme con ser suya... Porque lo era, de nadie más, solo suya...
—Pau... —susurró, ronco. Parpadeó, como si se despertase de un letargo. La soltó y se irguió—. Señorita Chaves, es un placer volver a verla.
Paula ahogó una exclamación. ¿Señorita Chaves? ¿La trataba de usted?
Tú acabas de llamarlo «doctor Pedro»... Te lo has buscado tú solita.
—Paula, cariño —le dijo Ramiro, rodeándola por la cintura—. Doctor Pedro —le tendió la mano.
Pedro se la estrechó sonriendo con frialdad.
—Espero que disfruten de la fiesta —les dedicó, antes de dar media vuelta y alejarse en dirección contraria.
Ella suspiró, temblorosa.
—¿Estás bien, cariño? —quiso saber su novio, inclinándose para besarla.
Y lo hizo. Fue rápido y casto, pero lo hizo.
Detestaba la palabra cariño. Detestaba fingir.
Detestaba su vida. Detestaba a Ramiro... y cada día más.
Esa semana había sido peor que la anterior...
Después del mágico fin de semana pasado con su héroe, no soportaba que Ramiro la mirase siquiera.
Continuaba invitándola a cenar a diario. Ella se obligaba a escuchar sus tonterías. Ya no le interesaban el Derecho y las leyes y su novio no hablaba de otra cosa. Aunque lo peor eran los almuerzos... Comía con su madre y charlaban sobre la boda.
Paula sentía que, más temprano que tarde, explotaría. Cuando se metía en la cama, necesitaba realizar una serie de respiraciones para calmarse, pues padecía ataques de ansiedad. En esa última semana, había visitado al psicólogo todas las mañanas, pero tampoco le ayudaba desahogarse con el doctor Fitz, que insistía en que se reuniese con sus padres, rompiese su relación con su prometido y se lanzase a los brazos de Pedro Alfonso, esas eran siempre sus palabras exactas.
Había dudado. Incluso había hablado con Ramiro de la boda. Dos noches atrás, se lo dijo.
Tuvo el valor de confesarle que no quería casarse con él, tampoco continuar la relación. Y la reacción de Ramiro había sido besarla y
sobarla para desnudarla y acostarse con ella.
Paula había chillado de pavor porque lo había notado desesperado y violento... Él no se había enfadado, todo lo contrario, se había reído y le había dicho que no se preocupase ya más por la boda, que Karen se encargaría de todo, así Paula se relajaría. Después, ella, aterrada, se había restregado tanto el cuerpo con la esponja en la ducha que tenía la piel enrojecida. Se sintió sucia. Apenas la había tocado, pero se
había tumbado sobre su cuerpo, aplastándola, y apreciar a otro hombre que no fuera Pedro, la asfixió, y se asustó. Todavía se estremecía de la manera más desagradable al recordarlo. Aún le escocía la piel.
Y ahí estaban, en la fiesta de jubilación de Samuel Alfonso, un hombre de aspecto fuerte, intimidante y casi tan alto como sus hijos. Su pelo ligeramente encanecido poseía las entradas propias de su edad, casi los setenta años, aunque aparentaba menos por lo bien que se mantenía. Y era atractivo. Sus ojos eran castaños, cálidos y apaciguados, como los de su madre, Ana, la abuela Alfonso, y los de su hijo pequeño, Pedro.
Pedro...
Su corazón estaba por los suelos de tanto como le pesaba. Observó el espacio, con las mesas circulares y los silloncitos de mimbre a modo de asientos situados en el centro de la carpa, y buscó a su héroe. Lo encontró al fondo, en la barra que habían dispuesto para el baile y donde se servían bebidas para el cóctel, aunque un sinfín de camareros poblaban el lugar con bandejas de plata repletas de copas que ofrecían a los invitados. Todo estaba decorado en negro y blanco, como los uniformes de los empleados, los manteles y las servilletas, la vajilla, los centros de flores blancas en las mesas, telas abombadas mezclando ambos colores colgadas en el techo... Su padre le contó que el negro era el preferido del homenajeado y el blanco, el de Catalina.
Negro, como los trajes, las corbatas, las Converse, las sábanas y la habitación de Pedro...
CAPITULO 96 (TERCERA HISTORIA)
Y se fueron a la mansión de los Alfonso, cada uno de los tres mosqueteros en sus respectivos coches. El BMW Serie 6 Gran Coupé de Mauro, el Audi S7 de Maunuel y el Merecedes GLC de Pedro se metieron en la propiedad por la
parte delantera. Con el mando a distancia, abrieron la verja de hierro forjado y descendieron la rampa que conducía al garaje. Iban a hacerlo por la parte trasera para evitar a los numerosos fotógrafos y periodistas apostados en la entrada de la casa de sus padres, pero Manuel, que era quien precedía la
procesión, decidió en el último momento lucirse, aunque fuera en su coche.
Alexis, la niñera de Gaston y Carolina, se hizo cargo de los niños en cuanto entraron en el recibidor, junto con otra doncella. Los subieron al único piso superior por la amplia escalera de mármol.
Ellos atravesaron el hall hacia el gran salón, a la derecha de la escalinata y frente a la puerta principal. La estancia estaba vacía, excepto por la alfombra roja de pasarela que habían colocado para el evento, que se iniciaba fuera, desde la verja, y finalizaba en el jardín, justo al inicio de la carpa techada, con los cuatro laterales al aire, donde un sinfín de personas disfrutaban de una bebida previa al cóctel.
Saludaron a sus padres. Catalina, soberbia de color negro y blanco, a juego con su marido, se colgó del brazo de Pedro.
—Paula ya está aquí —le susurró con una sonrisa radiante—. Y está preciosa, por cierto.
Él apretó la mandíbula como respuesta.
—¿Ha pasado algo entre vosotros? —se preocupó su madre—. La he visto algo alicaída, la verdad. Pero, después de lo que Zaira y Rocio me han contado sobre lo controladores que son su madre y su prometido con ella, no me extraña nada su expresión.
—No ha pasado nada —contestó él con sequedad—. Tú acabas de decirlo. Prometido, mamá, tiene prometido.
Se soltó para escaparse a por una cerveza, pero, al girarse, se chocó literalmente con la aludida... La sujetó por los brazos para evitar que se cayera, como el día anterior en el hospital. El fresco aroma floral inundó sus fosas nasales hasta aturdirlo.
¿Mamá ha dicho «preciosa»? No. Una belleza incomparable... ¡Joder!
¿Por qué tengo que ser castigado de esta manera tan cruel? ¡No quiero estar en el mercado! ¡No quiero ser soltero! ¡La quiero a ella, joder!
CAPITULO 95 (TERCERA HISTORIA)
Los tres mosqueteros disfrutaron de una cerveza helada mientras esperaban a Zaira y a Rocio.
Pedro se acercó a Caro, posó el botellín en la mesa y sujetó a la niña de las dos manitas. Su sobrina gorjeó en cuanto lo vio. Le quedaban dos meses exactos para cumplir su primer añito y ya comenzaba a querer andar, aunque sin fuerza y sin apoyar bien los pies. La cogió en brazos. Caro le tocó la cara y después lo tiró del pelo. Él se rio y empezó a hacerle cosquillas en el cuello. La niña se carcajeó, dichosa. Era preciosa, igual que Zaira.
Y pelirroja... Si él tuviera una hija con Paula, ¿sería pelirroja como Lucia?
¡Para el carro, joder! ¡¿A qué viene eso?! Una cosa es que estés loco por ella y otra bien distinta es que te imagines niños revoloteando a tu alrededor... ¡Céntrate, que ella ya ha elegido!
No lo olvides... Pero sí olvídala a ella. ¡Soltero y sin compromiso! Has vuelto al mercado. Sí, señor.
La voz de su conciencia, siempre tan coherente, tenía razón. Suspiró, aunque no se alivió. Nunca podría estar aliviado sin Paula. Esa muñeca, esa leona blanca, tan sensible, tan bonita... lo había desperdiciado de por vida, y no por haberla besado, que también, tampoco por haber compartido con ella el mayor éxtasis que había experimentado Pedro en sus treinta y tres años, que también, sino por el mero hecho de mirarla y encontrar siempre ese vínculo, esa ligadura intrínseca, que no podía describir ni definir, y que lo había condenado a Paula, solo a Paula... Lo había apresado con cadenas y candados.
Recordó haber leído algo curioso sobre los pingüinos y el amor. Cuando un pingüino macho se enamoraba de una pingüino hembra, buscaba la piedra perfecta en toda la playa para regalársela. Al encontrarla, se inclinaba y la colocaba justo frente a la hembra. Si esta la tomaba, significaba que aceptaba la propuesta.
Además, durante la parada nupcial de los pingüinos, cada uno memorizaba la voz del otro, de tal modo que, tras meses de separación, conseguían localizarse.
Pedro volvió a suspirar.
¿Ahora eres un pingüino en busca de la piedra perfecta? En todo caso, Converse perfecta...
Sus cuñadas aparecieron, espectaculares. Se llenó de orgullo por sus hermanos y por ser el cuñado de ambas mujeres. Rocio y Zaira eran maravillosas, no solo en el exterior, sino también en el interior.
La pelirroja llevaba su larga melena lisa sobre los hombros y la espalda, su cabeza coronada por una diadema gris oscura y diminutos brillantes transparentes, a juego con el vestido vaporoso, con fajín grueso en la cintura y una abertura desde las rodillas hasta los pies, donde se entreveían una sandalias grises muy claras al andar. El bolso cuadrado conjuntaba con la diadema. Sus cabellos y el azul turquesa de sus ojos resaltaban con creces en la imagen de inocencia que ofrecía. Si había una palabra para definir a Zaira Alfonso era esa: inocencia.
Mauro, embelesado, la besó con impaciencia, demostrando el efecto que le había causado. Formaban una pareja formidable: elegantes, sobrios, discretos y muy atractivos. Llamaban la atención porque su hermano estaba perdidamente embrujado por ella, algo de sobra conocido incluso en la prensa.
Su otra cuñada, la rubia, tal cual la apodaba Manuel, poseía un rostro angelical, era una auténtica beldad de ojos castaños almendrados y exóticos, aunque, esa misma mañana, se había estilizado el corte de su pelo, aportando
el toque atrevido que caracterizaba a su extrovertida personalidad. Debido al tumor cerebral que había padecido unos meses atrás, se había rapado la cabeza la noche previa a la operación. Su cabello había crecido, pero ahora lo llevaba más corto en los laterales y más largo arriba; hoy se lo había peinado en miles de direcciones, transmitiendo picardía y seguridad intachables en su voluptuoso físico. Su vestido era azul, corto por delante y largo por detrás, con la espalda al descubierto y un fino cinturón de pedrería en las caderas. En su escote, colgaba su halcón de zafiro, perteneciente a la abuela materna de Rocio.
Aquella rubia era una sofisticada tentación para el mediano de los Alfonso, que avanzó hacia su mujer, la tomó de la mano con la que tenía libre, pues con la otra sujetaba a Gaston, y la giró sobre sí misma en una vuelta. La seda se meció, arrancándoles una risita nerviosa a los dos.
Después, se miraron como si el mundo se hubiera detenido.
CAPITULO 94 (TERCERA HISTORIA)
Ignoró la bañera y se tumbó en la cama. Las lágrimas consiguieron que se durmiera enseguida. El intenso dolor, en cambio, lo persiguió en las pesadillas y lo acompañó como si se tratase de su propia sombra desde que se despertó a la mañana siguiente.
Desayunó en la cocina, solo, hasta que Rocio, en camisón, se reunió con él.
—Buenos días, Pedro —sonrió.
—Buenos días.
—¿Estás bien?
Pedro asintió, sin mirarla.
—Vi ayer a Paula en el hospital —le explicó su cuñada, que se preparó una infusión de menta—. Me dijo que acababa de verte, pero que parecías enfadado. Y luego llegaste a casa y te encerraste en tu cuarto. Te escuchamos gritar. ¿Qué ha pasado?
—Lo que tenía que pasar —apuró el zumo de naranja que se estaba bebiendo y fregó el vaso—. Entre Paula y yo no puede haber nada porque ella no quiere que lo haya. Así de simple. Solo tengo que aceptarlo y punto. Tengo que seguir con mi vida —se secó las manos con un trapo.
—Claro que lo quiere, Pedro —le frotó el brazo. Utilizaba un tono bajo y apenado—. Y no quiere casarse con Ramiro.
—Pero lo va a hacer —se giró, furioso, y la enfrentó—. Estuvimos escribiéndonos anoche. Le deseé toda la felicidad del mundo junto a un hombre que no se la merece y que la hará infeliz. ¿Sabes qué me contestó? — entrecerró los ojos—. Me dijo: «Adiós, Pedro». La llamé cobarde y me dijo «adiós». No tengo nada más que hablar con ella, o de ella con nadie —se dirigió al pasillo—. Por favor, os pido que no me saquéis el tema. Bastante voy a tener que soportar verla esta noche en casa de papá y mamá colgada del brazo del gilipollas de Anderson —se fue a su dormitorio sin esperar respuesta, tampoco la quería. Dio un portazo.
Sin embargo, Rocio entró, decidida y firme:
—Lucha por ella, Pedro. No permitas que Ramiro gane la batalla. ¡Es idiota! —exclamó, alzando los brazos—. El martes y el jueves tuvimos yoga en su casa y el muy idiota se presentó los dos días. La tiene muy controlada. No nos echó, pero no se movió del sofá hasta que la clase terminó —hizo una mueca—. No me gustó cómo miró a Zaira...
—¿Qué quieres decir, Rocio? —aquello pinchó su estómago.
—No sé... —chasqueó la lengua—. Zaira no se dio cuenta, pero yo, sí. Ramiro no se perdía ninguno de sus movimientos. Y sus ojos... —se abrazó a sí misma en un acto reflejo, sintiendo un escalofrío—. No me gustó nada —negó con la cabeza.
—¿Has hablado de esto con Zaira? —quiso saber Pedro.
—No, pero Zaira me dijo el jueves, cuando volvíamos a casa, que Ramiro le daba mala espina. Yo siento algo raro cuando nos cruzamos con él — contempló a Pedro con el miedo surcando su dulce rostro—. No me gusta
Ramiro, mucho menos para Paula. No sé... —clavó la vista en un punto perdido—. Me recuerda a las serpientes a punto de atacar...
Eso mismo había pensado Pedro de Anderson, calificándolo de cobra venenosa.
—No se lo digas a Mauro —le pidió él, rodeándola con los brazos para tranquilizarla—. Yo tampoco me fío de Anderson —se quedó pensativo unos segundos—. La hermana de Paula era pelirroja y, según Paula, muy alegre y
alocada.
Rocio lo contempló sin esconder el pánico que, de repente, transmitió: Lucia Chaves se parecía mucho a Zaira Alfonso...
El resto del día fue una frustración continua. Y estar horas encerrado en su habitación, a solas, dándole vueltas a los últimos acontecimientos, a las palabras, a los mensajes... no lo ayudó en absoluto. Los leyó más de cien veces, desde el primero que se enviaron, la primera vez que se habían abrazado, cuando Paula le había hablado de Lucia en el loft.
Se duchó y se arregló de esmoquin. A sus padres les encantaban las cenas de gala. Catalina y Samuel Alfonso eran sencillos en cuanto al trato con la gente y odiaban las etiquetas y el esnobismo, pero, si celebraban algo, cuanto más pomposo y excelso, mejor. Y no por alardear, sino para que los invitados se sintieran reyes y reinas por una noche. Se esperaban seiscientos invitados.
Sería una despedida a lo grande, incluso habían contratado fuegos artificiales, habría sorpresas y baile.
El problema de Pedro era que, para él, se trataba de la despedida de su hermano mayor, no de su padre... Así lo certificaba su desolado corazón. Era estúpido sentirse así, porque vivía con Mauro, pero... ¿y si la familia aumentaba y sus hermanos decidían marcharse del ático por separado?, ¿qué haría Pedro sin el pícaro de Manuel y sin la protección de Mauro?
Tal posibilidad lo inquietaba sobremanera. Las estancias poseían un tamaño perfecto para realizar obras y convertirlas en apartamentos independientes, sin embargo, quizás sus gustos o sus preferencias se enfocaban en un hogar de varias plantas, tal vez, una mansión, con jardín, piscina e intimidad.
El sudor se impregnó en sus manos y en su nuca. ¿Alejarse de sus hermanos? Jamás. Ya se le ocurriría algo para evitar tal catástrofe.
Se anudó la pajarita y salió al salón.
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