miércoles, 22 de enero de 2020
CAPITULO 95 (TERCERA HISTORIA)
Los tres mosqueteros disfrutaron de una cerveza helada mientras esperaban a Zaira y a Rocio.
Pedro se acercó a Caro, posó el botellín en la mesa y sujetó a la niña de las dos manitas. Su sobrina gorjeó en cuanto lo vio. Le quedaban dos meses exactos para cumplir su primer añito y ya comenzaba a querer andar, aunque sin fuerza y sin apoyar bien los pies. La cogió en brazos. Caro le tocó la cara y después lo tiró del pelo. Él se rio y empezó a hacerle cosquillas en el cuello. La niña se carcajeó, dichosa. Era preciosa, igual que Zaira.
Y pelirroja... Si él tuviera una hija con Paula, ¿sería pelirroja como Lucia?
¡Para el carro, joder! ¡¿A qué viene eso?! Una cosa es que estés loco por ella y otra bien distinta es que te imagines niños revoloteando a tu alrededor... ¡Céntrate, que ella ya ha elegido!
No lo olvides... Pero sí olvídala a ella. ¡Soltero y sin compromiso! Has vuelto al mercado. Sí, señor.
La voz de su conciencia, siempre tan coherente, tenía razón. Suspiró, aunque no se alivió. Nunca podría estar aliviado sin Paula. Esa muñeca, esa leona blanca, tan sensible, tan bonita... lo había desperdiciado de por vida, y no por haberla besado, que también, tampoco por haber compartido con ella el mayor éxtasis que había experimentado Pedro en sus treinta y tres años, que también, sino por el mero hecho de mirarla y encontrar siempre ese vínculo, esa ligadura intrínseca, que no podía describir ni definir, y que lo había condenado a Paula, solo a Paula... Lo había apresado con cadenas y candados.
Recordó haber leído algo curioso sobre los pingüinos y el amor. Cuando un pingüino macho se enamoraba de una pingüino hembra, buscaba la piedra perfecta en toda la playa para regalársela. Al encontrarla, se inclinaba y la colocaba justo frente a la hembra. Si esta la tomaba, significaba que aceptaba la propuesta.
Además, durante la parada nupcial de los pingüinos, cada uno memorizaba la voz del otro, de tal modo que, tras meses de separación, conseguían localizarse.
Pedro volvió a suspirar.
¿Ahora eres un pingüino en busca de la piedra perfecta? En todo caso, Converse perfecta...
Sus cuñadas aparecieron, espectaculares. Se llenó de orgullo por sus hermanos y por ser el cuñado de ambas mujeres. Rocio y Zaira eran maravillosas, no solo en el exterior, sino también en el interior.
La pelirroja llevaba su larga melena lisa sobre los hombros y la espalda, su cabeza coronada por una diadema gris oscura y diminutos brillantes transparentes, a juego con el vestido vaporoso, con fajín grueso en la cintura y una abertura desde las rodillas hasta los pies, donde se entreveían una sandalias grises muy claras al andar. El bolso cuadrado conjuntaba con la diadema. Sus cabellos y el azul turquesa de sus ojos resaltaban con creces en la imagen de inocencia que ofrecía. Si había una palabra para definir a Zaira Alfonso era esa: inocencia.
Mauro, embelesado, la besó con impaciencia, demostrando el efecto que le había causado. Formaban una pareja formidable: elegantes, sobrios, discretos y muy atractivos. Llamaban la atención porque su hermano estaba perdidamente embrujado por ella, algo de sobra conocido incluso en la prensa.
Su otra cuñada, la rubia, tal cual la apodaba Manuel, poseía un rostro angelical, era una auténtica beldad de ojos castaños almendrados y exóticos, aunque, esa misma mañana, se había estilizado el corte de su pelo, aportando
el toque atrevido que caracterizaba a su extrovertida personalidad. Debido al tumor cerebral que había padecido unos meses atrás, se había rapado la cabeza la noche previa a la operación. Su cabello había crecido, pero ahora lo llevaba más corto en los laterales y más largo arriba; hoy se lo había peinado en miles de direcciones, transmitiendo picardía y seguridad intachables en su voluptuoso físico. Su vestido era azul, corto por delante y largo por detrás, con la espalda al descubierto y un fino cinturón de pedrería en las caderas. En su escote, colgaba su halcón de zafiro, perteneciente a la abuela materna de Rocio.
Aquella rubia era una sofisticada tentación para el mediano de los Alfonso, que avanzó hacia su mujer, la tomó de la mano con la que tenía libre, pues con la otra sujetaba a Gaston, y la giró sobre sí misma en una vuelta. La seda se meció, arrancándoles una risita nerviosa a los dos.
Después, se miraron como si el mundo se hubiera detenido.
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