lunes, 23 de diciembre de 2019

CAPITULO 20 (TERCERA HISTORIA)




No había mentido. Ese hombre se movía como si de verdad estuviera en su propio hogar, irradiando una confianza y una seguridad que la desarmaban. A punto estuvo de estrellarse el wok en el suelo cuando Pedro encendió el iPod y subió el volumen más alto de lo recomendable.


Pero a Paula le gustó. Comenzó a cocinar a solas. Él se dedicó a tomarse la cerveza ojeando internet en el portátil, sentado en el sofá.


Bonita estampa, ¿eh? Te imaginas esto a diario, admítelo...


Por primera vez desde que despertó del coma, experimentó libertad, como si al fin hubiera hallado el sendero que tanto necesitaba, despojándose de los miedos y las dudas que la asaltaban, y de más cosas que no podía evitar, y gracias al doctor Pedro Alfonso.


No te emociones, que esto es temporal... Lo sabes...


Un rato más tarde, comían los noodles con pollo y verduras en la mesa del comedor, uno al lado del otro; se sentía mejor si la persona con la que estaba, ya fuera su madre o un amigo, se acomodaba junto a ella, no enfrente.


—Está especiado —comentó él, sonriendo.


—Me gusta la comida oriental.


—¿Y eso?


—Estuve dos años viviendo en China y aprendí que las especias y determinados ingredientes son más sanos.


Entonces, la muerte de Lucia retumbó en su pecho, impidiéndole tragar.


Pedro carraspeó.


—Mi hermano Mauro y mi cuñada Rocio son los que cocinan en casa.


Ella lo miró. Había virado la conversación porque se había percatado de su incomodidad. No la había interrogado, sino que la estaba respetando. Sonrió.


—¿Vivís todos juntos? —se interesó Paula.


—El ático es enorme. Mi habitación es más grande que tu casa —sonrió con travesura antes de dar un trago a la cerveza—, y eso que es más pequeña que las de mis hermanos.


—¿De verdad? —desencajó la mandíbula.


—Me llevo dos años con Manuel y cuatro con Mauro. Siempre hemos vivido juntos. Ellos ya estaban estudiando Medicina cuando yo entré en la universidad. Me mudé al apartamento en el que estaban alquilados en Cambridge. Se quedaron conmigo en ese piso hasta que yo terminé mi especialidad. Luego, buscamos otro apartamento, cerca del hospital, en Beacon Hill. Lo reformamos. Y como las habitaciones son muy grandes, Zaira y Rocio se quedaron a vivir. Ninguno de mis hermanos quiso irse y ellas, tampoco.


Ella observó lo dichoso que parecía al hablar de su familia.


—Estáis muy unidos —señaló Paula, sonriendo—. En el hospital me hablaron sobre los tres mosqueteros.


Ambos se rieron.


—Nos llaman así desde que yo empecé a trabajar, porque nunca nos hemos separado —rodó el tercio entre los dedos con la vista perdida en el mismo—. Lo hacemos todo juntos y lo decidimos todo juntos. Además, como Pedro es el jefe de Oncología, trabajo con él en muchos casos.


—¿Y nunca os han ofrecido trabajo en otros hospitales? Hablan maravillas sobre vosotros —sonrió—. Y he estado cotilleando en internet —se sonrojó —. Contáis con una reputación envidiable como médicos para lo jóvenes que
sois.— Lo cierto es que sí nos llaman —afirmó Pedro, arrugando la frente, adoptando una actitud demasiado seria—. A Mauro lo quieren como director del Boston Children's Hospital cuando mi padre se jubile, que, de hecho, quiere hacerlo en octubre.


—¿Tu padre es el director del Boston Children’s?


—Sí. Mi madre está preparando ya la fiesta de su jubilación. Será el mes que viene.


—Y, ¿Mauro aceptará el cargo? —apuró la segunda copa de champán.


—No quiere separarse de nosotros —añadió él en un ronco susurro.


Paula posó una mano sobre la suya y se la apretó.


—Y tú tampoco quieres separarte de él —adivinó ella, transmitiendo dulzura en su voz.


Pedro negó despacio con la cabeza, contemplándola con unos ojos increíblemente tristes. A Paula se le encogió el corazón. Él entrelazó los dedos con los suyos.


—¿Y a ti te han ofrecido algo? —quiso saber ella.


—Me llamaron la semana pasada para formar parte de la Mayo Clinic, en Rochester. Es uno de los principales centros de investigación del país en Neurología. Y no es la primera vez, ni tampoco los únicos que me llaman —se encogió de hombros—. No me quiero cambiar.


—¿Y Manuel?


Pedro se echó a reír.


—Manuel es un cerebrito. Es superdotado. Lo acribillan a e-mails a diario con ofertas. Las rechaza todas porque tampoco quiere cambiarse. Estamos muy bien juntos.


—Pero el cargo de director del Boston Children’s es bastante tentador, ¿no? —comentó ella con delicadeza, acariciándole los nudillos.


—Dice que no —se recostó en el asiento—, pero yo sé que lo quiere. Tiene treinta y seis años. Que a un médico tan joven le ofrezcan el puesto de director de un hospital, y más si es el mejor en su especialidad... —silbó—. Es para aceptarlo a ciegas.


Permanecieron callados unos segundos.


En la mente de Paula surgió la imagen alegre y preciosa de Lucia.


—Tienes mucha suerte, Pedro —susurró ella—. Yo estaba muy unida a mi hermana, tanto como lo estáis vosotros tres —desvió la mirada—. Quería recorrer el mundo entero —sonrió con nostalgia—. Decía que no iría a la universidad, que leería todos los libros de Historia del mundo y que esperaría a que yo acabase mis estudios para marcharnos las dos juntas en busca de aventuras —apoyó la barbilla en la otra mano, flexionando el codo en la mesa. Suspiró—. Lo tenía todo planeado. Nunca nos casaríamos y moriríamos el mismo día, siendo unas viejecitas solteronas en alguna aldea perdida... —se le apagó la voz. Las lágrimas descendieron por su rostro sin remedio—. Perdona... —se disculpó, soltándose y secándose las mejillas—. Hacía mucho que no hablaba de Lucia. Para ti también será incómodo. Lo siento...


Paula se levantó de la silla. Recogió los dos platos sin terminar y caminó hacia la cocina. Respiró hondo de manera entrecortada, tragando para evitar llorar, pero le fue imposible reprimir las lágrimas, por lo que decidió distraerse fregando.


Entonces, unos brazos fuertes la rodearon por los hombros desde atrás.


—Estoy... Estoy bien... —titubeó ella, con un escalofrío—. No te preocupes, Pedro. Estoy... —emitió un sollozo involuntario—. Estoy...




CAPITULO 19 (TERCERA HISTORIA)




Las mariposas de su estómago eran una manada de búfalos arremetiendo unos contra otros cuando regresaron al loft.


—Te ayudo —anunció él, sacando los alimentos de la bolsa—. Quítate la chaqueta y el bolso.


Paula asintió, algo confusa por tal despliegue. ¿De quién era la casa? ¿Y por qué ese hombre la esclavizaba con su mera presencia?


Y lo que te encanta, ¿eh, pillina?


Colgó la cazadora en el perchero y se dirigió a la habitación, donde dejó el bolso encima de la cama y se descalzó. Regresó a la cocina. Pedro justo cerraba la nevera.


—¿Una cerveza? —le sugirió ella, abriendo el frigorífico.


—Vale.


Entonces, Paula descubrió una botella de champán rosado en la puerta.


—No me lo puedo creer... —cogió el Cristal Rosé y lo sacó—. ¿Me has comprado esto?


Él se encogió de hombros, despreocupado.


—Pero si yo no bebo alcohol... —musitó ella, con una súbita emoción creciendo en su interior—. Te dije que...


—Y no te creí —la observó con tanta intensidad que se acaloró—. Creo que te encanta el champán rosado, y más este en particular —se lo arrebató y buscó por los cajones hasta encontrar un cuchillo para romper el plástico.


—Pero... —se tapó la boca con las manos. Le picaron los ojos y se le formó un nudo en la garganta. ¿Cómo podía ser tan atento? ¿Y cómo era capaz de adivinarlo todo?


Da miedo...


¡Ja! De miedo, nada. Repito: te encanta...


Pedro retiró el corcho sin apenas esfuerzo, aunque tensó la chaqueta en los hombros y en la espalda, una imagen que le debilitó las magulladas rodillas a Paula. Después, se acercó a las baldas y cogió una copa de champán de exquisito cristal que le habían regalado sus padres al estrenar el loft; había guardado casi todas menos dos de cada: agua, vino blanco, vino tinto y champán. Aunque había sido una completa absurdez, porque Ramiro no soportaba que ella bebiese alcohol, y con una copa de cada hubiera bastado.


—Aquí tienes, Pau —le guiñó un ojo, entregándole la copa llena—. Disfrútalo.


Ella se relamió los labios. Lo probó. Sus párpados se cerraron de inmediato. Gimió.


—¡Está riquísimo!


Hacía tanto que no bebía champán rosado...


—El champán debería estar helado —le aconsejó él—. Lo meteré en el congelador mientras te lo vas bebiendo.


—Espera... —frunció el ceño—. No creerás que me voy a beber la botella entera yo sola, ¿verdad?


—Bébete lo que quieras —sonrió—. Prometo cuidarte. Soy tu médico —lo guardó en el congelador y se abrió un tercio de cerveza—. ¿Brindamos?


—¿Por qué brindamos?


—¿Por tu recuperación?


Paula entornó la mirada, pensativa.


—Se me ocurre algo mejor —declaró ella, elevando la copa—. Por los comienzos —soltó una risita.


—Por los comienzos, Pau.


Chocaron y dieron un sorbo, mirándose a los ojos.


—Y ahora, ponte cómodo y yo cocino —le indicó Paula, apoyando la copa en la encimera—. Lamento decirte que no hay televisión, aunque puedes utilizar mi ordenador para ver las noticias —se ató el mandil a la cintura, blanco, con flores de colores, que colgaba de un gancho de uno de los dos tabiques que separaban la estancia del salón.


—No veo la tele —se quitó la chaqueta— y tampoco me interesan las noticias. Prefiero escuchar música.


—Estás en tu casa —sus mejillas ardieron.



CAPITULO 18 (TERCERA HISTORIA)





Se dirigieron en tenso silencio hacia un mercado pequeño, de estilo antiguo, todo de madera clara, a un par de manzanas de distancia. La siguió a través de los pasillos separados por estanterías altas. Era una tienda ecológica.


—¿Qué te apetece? —se interesó Paula.


Pedro le quitó la cesta de los alimentos para que no la cargara.


—Me gusta todo. Elige tú.


Ella parpadeó, sorprendida.


—¿He dicho algo malo? —inquirió él, sin entender su reacción.


Paula negó despacio con la cabeza, dedicándole una sonrisa de pura felicidad.


Guau... No sé qué he dicho, pero solo por verla así... Joder...


—Te haré noodles con pollo y verduras en mi wok nuevo, así lo estreno, ¿te parece bien?


—Perfecto —asintió, devolviéndole el gesto.


Continuaron recorriendo el establecimiento hasta que llenaron la cesta.


—¿Te gusta el vino, la cerveza o algún refresco? —se interesó ella, en la sección de bebidas.


—Prefiero cerveza, aunque el vino también me gusta.


—¿Qué cerveza?


—Esta —dijo Pedro, alargando el brazo libre para señalar unos tercios de la marca Budweiser—. Cógelos tú.


Paula los metió en la cesta y se acercó a los vinos.


—¿Te gusta alguno? —quiso saber Pedro, observando cómo se mordía el labio, con los ojos fijos en una botella de champán rosado Cristal Rosé, considerado por la crítica de forma unánime como el mejor champán rosado del mundo.


—No bebo alcohol, salvo en la limonada que hago —contestó, en un tono bajo—. ¿Nos vamos ya?


Él no se creyó ni por un segundo su respuesta, y le pidió:
—¿Te importaría buscar algo de chocolate con leche y almendras para el postre?


—¡Claro! Perdona —se rio y se marchó hacia los dulces.


Pedro cogió la botella de champán rosado y se dirigió a la caja, asegurándose de que Paula no lo viera. No había nadie y la dependienta lo
atendió enseguida. Escondió el Cristal Rosé debajo de los alimentos en la bolsa de cartón sin asas.


—Pero ¿qué has hecho? —emitió Paula en un hilo de voz, boquiabierta y con las chocolatinas en una mano—. No tenías que haber pagado nada — arrugó la frente y se estiró el vestido con la mano libre.


—No pretendía ofenderte —se quejó Pedro—. Lo siento. Solo ha sido un detalle —arrastró las palabras.


¿Desde cuándo una mujer se enfadaba por ser invitada?


—Eres tú mi invitado, no al revés. Espero que no haya una próxima vez — lo reprendió, pagando las chocolatinas.


—Me invitas al postre y vas a cocinar —le recordó él, saliendo a la calle —. Tampoco es tan malo que te invite yo a ti a algo —rechinó los dientes—. Eres Doña Cortesía, ¿no? Pues agradécelo y punto —aceleró el paso.


—¡Oh! —corrió para alcanzarlo—. Yo no soy Doña Cortesía, solo tengo una educación mínima que a ti se te olvida cuando se trata de mí —comenzó a tirarse de la camisola y a un ritmo que la rompería por el escote.


—Lo eres. Y deja de tocarte la ropa, me estás poniendo muy nervioso — añadió en un gruñido, sin aminorar.


—¿Sería mucha molestia que fueras más despacio, por favor? —marcó cada sílaba.


Pedro se detuvo de golpe y Paula se chocó con su espalda.


—¡Ay! —gritó ella, aterrizando en el suelo sobre su trasero.


Él se acuclilló.


—¿Estás bien, Pau? —ladeó la cabeza, serio, aunque las comisuras de su boca luchaban por elevarse en una sonrisa de satisfacción—. ¿Te has hecho daño en el culo? Soy médico, puedo curarte.


La leona blanca se sofocó por la rabia, resopló, bailando el flequillo con su aliento irregular y alzó el mentón, orgullosa, dedicándole una mirada desafiante.


—No se te ocurra reírte —lo amenazó ella, entornando los ojos.


Pedro no pudo evitarlo... Estaba tan furiosa que sus hombros se convulsionaron hasta que las carcajadas brotaron de su garganta sin control.


—¡Pedro! —lo empujó en un arrebato.


Él perdió el equilibrio y cayó hacia atrás.


—¡Joder!


Ahora, fue Paula quien se rio, levantándose, y Pedro el que se enfadó, pero porque jamás se hubiera imaginado lo sucedido. Aquella leona acababa de sacar las garras, y lo que ella no sabía era que él estaba más que dispuesto a ofrecer resistencia.


Paula le ofreció una mano y Pedro aceptó el gesto, pero, cuando se incorporó, tiró de ella, pegándola a su costado, pues con el otro brazo cargaba la bolsa.


Y Paula... se paralizó.


Él sonrió con malicia y se inclinó hacia su oreja, emborrachándose de su fresca fragancia floral.


—Normalmente soy un caballero educado, respetuoso y tranquilo —le susurró, áspero—, pero contigo me vuelvo un hombre irritante, ansioso, grosero y borde, y más cosas no aptas para tus inocentes oídos —observó sus labios—. ¿Sabes cuál es la diferencia entre un caballero y un hombre, Pau?


—Por supuesto que lo sé —murmuró ella en un tono apenas audible.


—No lo dudo, pero te aconsejo que no busques aposta al hombre, porque te puedes asustar —la soltó. Se contuvo con un esfuerzo sobrehumano para no besarla en mitad de la calle y calmar su desesperación. La hiriente erección pinchaba como afilados cuchillos clavándose en su piel.


—No te tengo miedo —pero su voz sonaba muy afectada, desmintiendo sus palabras.


—Pues deberías. Eres muy inocente.


—No soy ninguna niña inocente —se enfadó, entornando la mirada.


—No eres ninguna niña, eso lo sé, pero eres inocente, te guste o no —zanjó cualquier cuestión—. ¿Te lo demuestro?


Y lo hizo. Pedro se humedeció los labios lentamente, adrede para provocarla. Paula desorbitó sus increíbles luceros, fijos en la boca de él, y se ruborizó en exceso, lo que estimuló la entrepierna de Pedro y alborotó su corazón...


¡¿Pero qué coño estoy haciendo?!


Pedro giró sobre sus talones y retomó el camino, mirándola por el rabillo del ojo. Ella lo siguió unos segundos después.


—Lo sien...


—¡Ni se te ocurra! —la cortó él, frenando en seco—. No lo digas.


—Pero...


—¡Que no!


Paula respiró hondo, agachó la cabeza y hundió los hombros.


No, por favor... No puedo resistirme más...


Y no se resistió más... Dejó la bolsa en el suelo y la envolvió entre sus brazos con cierta torpeza, nerviosismo y el cuerpo encendido de excitación, de incertidumbre y de miedo. La abrazó... al fin. Y, de repente, un desconocido sedante se filtró por sus venas al sentirla tan bien contra su cuerpo, tan pequeña, tan tierna...


Ella emitió un suspiro largo y sonoro y lo envolvió a su vez por la cintura, recostando el rostro en su pecho. Él se estremeció, bajó los párpados y la besó en la coronilla sin darse cuenta.


—Perdóname —le susurró Pedro—. Soy... —resopló—. No sé qué coño soy... No sé qué me pasa contigo...


—No soy ninguna niña inocente.


—Sí lo eres —volvió Pedro a susurrar, temblando los dos—. Eso no es malo.


—Pues lo parece...


Ambos suspiraron.


—Siento mucho haberte gritado —se disculpó él, de nuevo—. Joder, parezco un crío.


—Sí, a veces eres un niño —se rio