lunes, 23 de diciembre de 2019

CAPITULO 18 (TERCERA HISTORIA)





Se dirigieron en tenso silencio hacia un mercado pequeño, de estilo antiguo, todo de madera clara, a un par de manzanas de distancia. La siguió a través de los pasillos separados por estanterías altas. Era una tienda ecológica.


—¿Qué te apetece? —se interesó Paula.


Pedro le quitó la cesta de los alimentos para que no la cargara.


—Me gusta todo. Elige tú.


Ella parpadeó, sorprendida.


—¿He dicho algo malo? —inquirió él, sin entender su reacción.


Paula negó despacio con la cabeza, dedicándole una sonrisa de pura felicidad.


Guau... No sé qué he dicho, pero solo por verla así... Joder...


—Te haré noodles con pollo y verduras en mi wok nuevo, así lo estreno, ¿te parece bien?


—Perfecto —asintió, devolviéndole el gesto.


Continuaron recorriendo el establecimiento hasta que llenaron la cesta.


—¿Te gusta el vino, la cerveza o algún refresco? —se interesó ella, en la sección de bebidas.


—Prefiero cerveza, aunque el vino también me gusta.


—¿Qué cerveza?


—Esta —dijo Pedro, alargando el brazo libre para señalar unos tercios de la marca Budweiser—. Cógelos tú.


Paula los metió en la cesta y se acercó a los vinos.


—¿Te gusta alguno? —quiso saber Pedro, observando cómo se mordía el labio, con los ojos fijos en una botella de champán rosado Cristal Rosé, considerado por la crítica de forma unánime como el mejor champán rosado del mundo.


—No bebo alcohol, salvo en la limonada que hago —contestó, en un tono bajo—. ¿Nos vamos ya?


Él no se creyó ni por un segundo su respuesta, y le pidió:
—¿Te importaría buscar algo de chocolate con leche y almendras para el postre?


—¡Claro! Perdona —se rio y se marchó hacia los dulces.


Pedro cogió la botella de champán rosado y se dirigió a la caja, asegurándose de que Paula no lo viera. No había nadie y la dependienta lo
atendió enseguida. Escondió el Cristal Rosé debajo de los alimentos en la bolsa de cartón sin asas.


—Pero ¿qué has hecho? —emitió Paula en un hilo de voz, boquiabierta y con las chocolatinas en una mano—. No tenías que haber pagado nada — arrugó la frente y se estiró el vestido con la mano libre.


—No pretendía ofenderte —se quejó Pedro—. Lo siento. Solo ha sido un detalle —arrastró las palabras.


¿Desde cuándo una mujer se enfadaba por ser invitada?


—Eres tú mi invitado, no al revés. Espero que no haya una próxima vez — lo reprendió, pagando las chocolatinas.


—Me invitas al postre y vas a cocinar —le recordó él, saliendo a la calle —. Tampoco es tan malo que te invite yo a ti a algo —rechinó los dientes—. Eres Doña Cortesía, ¿no? Pues agradécelo y punto —aceleró el paso.


—¡Oh! —corrió para alcanzarlo—. Yo no soy Doña Cortesía, solo tengo una educación mínima que a ti se te olvida cuando se trata de mí —comenzó a tirarse de la camisola y a un ritmo que la rompería por el escote.


—Lo eres. Y deja de tocarte la ropa, me estás poniendo muy nervioso — añadió en un gruñido, sin aminorar.


—¿Sería mucha molestia que fueras más despacio, por favor? —marcó cada sílaba.


Pedro se detuvo de golpe y Paula se chocó con su espalda.


—¡Ay! —gritó ella, aterrizando en el suelo sobre su trasero.


Él se acuclilló.


—¿Estás bien, Pau? —ladeó la cabeza, serio, aunque las comisuras de su boca luchaban por elevarse en una sonrisa de satisfacción—. ¿Te has hecho daño en el culo? Soy médico, puedo curarte.


La leona blanca se sofocó por la rabia, resopló, bailando el flequillo con su aliento irregular y alzó el mentón, orgullosa, dedicándole una mirada desafiante.


—No se te ocurra reírte —lo amenazó ella, entornando los ojos.


Pedro no pudo evitarlo... Estaba tan furiosa que sus hombros se convulsionaron hasta que las carcajadas brotaron de su garganta sin control.


—¡Pedro! —lo empujó en un arrebato.


Él perdió el equilibrio y cayó hacia atrás.


—¡Joder!


Ahora, fue Paula quien se rio, levantándose, y Pedro el que se enfadó, pero porque jamás se hubiera imaginado lo sucedido. Aquella leona acababa de sacar las garras, y lo que ella no sabía era que él estaba más que dispuesto a ofrecer resistencia.


Paula le ofreció una mano y Pedro aceptó el gesto, pero, cuando se incorporó, tiró de ella, pegándola a su costado, pues con el otro brazo cargaba la bolsa.


Y Paula... se paralizó.


Él sonrió con malicia y se inclinó hacia su oreja, emborrachándose de su fresca fragancia floral.


—Normalmente soy un caballero educado, respetuoso y tranquilo —le susurró, áspero—, pero contigo me vuelvo un hombre irritante, ansioso, grosero y borde, y más cosas no aptas para tus inocentes oídos —observó sus labios—. ¿Sabes cuál es la diferencia entre un caballero y un hombre, Pau?


—Por supuesto que lo sé —murmuró ella en un tono apenas audible.


—No lo dudo, pero te aconsejo que no busques aposta al hombre, porque te puedes asustar —la soltó. Se contuvo con un esfuerzo sobrehumano para no besarla en mitad de la calle y calmar su desesperación. La hiriente erección pinchaba como afilados cuchillos clavándose en su piel.


—No te tengo miedo —pero su voz sonaba muy afectada, desmintiendo sus palabras.


—Pues deberías. Eres muy inocente.


—No soy ninguna niña inocente —se enfadó, entornando la mirada.


—No eres ninguna niña, eso lo sé, pero eres inocente, te guste o no —zanjó cualquier cuestión—. ¿Te lo demuestro?


Y lo hizo. Pedro se humedeció los labios lentamente, adrede para provocarla. Paula desorbitó sus increíbles luceros, fijos en la boca de él, y se ruborizó en exceso, lo que estimuló la entrepierna de Pedro y alborotó su corazón...


¡¿Pero qué coño estoy haciendo?!


Pedro giró sobre sus talones y retomó el camino, mirándola por el rabillo del ojo. Ella lo siguió unos segundos después.


—Lo sien...


—¡Ni se te ocurra! —la cortó él, frenando en seco—. No lo digas.


—Pero...


—¡Que no!


Paula respiró hondo, agachó la cabeza y hundió los hombros.


No, por favor... No puedo resistirme más...


Y no se resistió más... Dejó la bolsa en el suelo y la envolvió entre sus brazos con cierta torpeza, nerviosismo y el cuerpo encendido de excitación, de incertidumbre y de miedo. La abrazó... al fin. Y, de repente, un desconocido sedante se filtró por sus venas al sentirla tan bien contra su cuerpo, tan pequeña, tan tierna...


Ella emitió un suspiro largo y sonoro y lo envolvió a su vez por la cintura, recostando el rostro en su pecho. Él se estremeció, bajó los párpados y la besó en la coronilla sin darse cuenta.


—Perdóname —le susurró Pedro—. Soy... —resopló—. No sé qué coño soy... No sé qué me pasa contigo...


—No soy ninguna niña inocente.


—Sí lo eres —volvió Pedro a susurrar, temblando los dos—. Eso no es malo.


—Pues lo parece...


Ambos suspiraron.


—Siento mucho haberte gritado —se disculpó él, de nuevo—. Joder, parezco un crío.


—Sí, a veces eres un niño —se rio




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