miércoles, 29 de enero de 2020

CAPITULO 121 (TERCERA HISTORIA)




Unos minutos más tarde, Claudio aparecía en la galería con una preciosa yegua gris, cuyas crines y cola eran blancas inmaculadas. Era muy alta y esbelta. Salieron a la pista de arena y se detuvieron en el centro. Paula palmeó el cuello del animal y le acarició la cabeza. Se posicionó en el lateral izquierdo, colocó el pie en el estribo y se impulsó sin esfuerzo, sujetándose a la montura. Azuzó a la yegua con los talones y comenzó al paso para habituarse ambas al contacto la una de la otra. Bordeó el rectángulo, pegada a la cerca de gruesos troncos de madera paralelos. Cambió al trote, virando la dirección, hasta que emprendió un galope suave y acompasado, trazando círculos grandes, de extremo a extremo de la arena.


Tiró despacio de las riendas y se detuvo, frente a Claudio. Presionó con las rodillas el lomo del animal, apenas un par de golpecitos y automáticamente la yegua se arrodilló con las patas delanteras, en actitud solemne hacia él. Y se rio como una niña pequeña ante la estupefacción del chico. Instó al animal a que se levantara y se bajó de un salto.


—Yo también competía —le contó ella, peinando la crin del animal de forma distraída.


—En doma —adivinó.


—Sí. En doma. Pero abandoné los concursos hace casi cuatro años — agachó la cabeza—. Desde entonces, monto a caballo cuando puedo.


—¿Qué pasó hace casi cuatro años?


—Murió mi hermana. Se llamaba Lucia.


—Vaya... —su semblante se cruzó por la gravedad—. Lo siento, Paula.


—No te preocupes —hizo un ademán—. ¿Podría montar mañana temprano?


—Claro. Dime a qué hora vendrás y te esperaré, por si acaso está Mario.


Paula palideció. Claudio soltó una carcajada.


—Mario es un buen hermano, pero, en lo referido al sector femenino, es un poco gili... —carraspeó—. Es un poco idiota —sonrieron los dos.


Guardaron a la yegua en su caseta y se despidieron.


Paula regresó a la mansión. Se hallaba en silencio y con poca luz. No había nadie. Se introdujo en el laberinto y llegó al pabellón. Pedro no estaba, Paula no lo vio ni oyó nada. No se atrevió a correr la sábana del vestidor. Se puso el pijama y salió a la terraza por la habitación, pues cerca de la cama había una puerta acristalada que comunicaba con la misma. No encendió las luces, le bastó con la redonda y gigantesca luna blanca.


Había, en esa parte, una hamaca colgada en dos postes triangulares clavados al suelo, en el rincón, junto a la ventana del dormitorio. Se sentó en el mueble, mullido y repleto de cojines. 


Se balanceó con el pie y terminó tumbándose para admirar las estrellas mientras la hamaca se columpiaba.


Al amanecer, se despertó en la cama. 


Somnolienta, caminó hasta el baño.


Se refrescó, se lavó los dientes, se cepilló los cabellos y se los recogió en una coleta lateral con una cinta azul. Se vistió con vaqueros claros y largos, Converse blancas y camiseta de manga corta blanca y ajustada hasta las caderas. Cuando salió al salón, le sorprendió ver que faltaba un sofá. Se encogió de hombros y se dirigió a la cocina.


—Buenos días, Paula —la saludó Julia, que estaba preparando café y bollos en el horno—. Eres madrugadora.


—Huele muy bien —sonrió—. ¿Te ayudo?


—No, cariño, siéntate en el banco. Desayunaré contigo. Estoy preparando magdalenas con arándanos y galletas de chocolate. ¿Café?


—¿Hay infusiones?


—Claro —sonrió.


Unos minutos después, degustaban el desayuno, la una enfrente de la otra.


—Esto está buenísimo, Julia.


—Gracias. Llevo cocinando en esta casa desde que Ana y Miguel la compraron. Son un matrimonio muy entrañable —dio un sorbo al café—. ¿Hace mucho que conoces a Pedro?


¡PUM! Qué directa...


Paula se atragantó. La cocinera se rio.


—En realidad, lo conozco desde hace tres años y ocho meses. Mi hermana pequeña ingresó en el hospital donde trabaja él, por un derrame cerebral — sonrió con tristeza—. A pesar de los esfuerzos de Pedro, no se pudo hacer nada.


Julia la observó con seriedad y cierta amargura.


—Luego —continuó, rodando su taza con las manos—, dos años más tarde, tuve un accidente de coche que me dejó más de un año en coma.


—Por Dios... —profirió, pasmada, posando una 
palma en el corazón.


Pedro me cuidó y me curó. Desde que salí del hospital, hemos estado viéndonos y hablando. Nos hicimos amigos —desvió la mirada.


—Pues para ser solo amigos, te has puesto colorada —comentó con una risita.


—Fue una tontería lo que dije —confesó, abatida, agachando la cabeza—. Es que mi vida es un poco complicada...


—Todavía quedan un par de horas hasta que alguien aparezca en la cocina, así que, querida mía —le guiñó un ojo—, soy toda oídos.


Paula, sintiéndose segura con Julia, le relató su historia: su relación con Ramiro, Pedro, Lucia, sus padres... No se dejó nada, incluido el amor que sentía por su héroe.


—Conozco a Pedro desde antes de que aprendiera a andar —sonrió la cocinera, nostálgica—. Es el favorito de Ana. Siempre lo ha sido, y no es para menos —gesticuló a la vez que hablaba—. Pedro es el más especial de los tres porque es el más sensible. Aunque aparente tranquilidad y sosiego, en el fondo sufre y siente más que cualquiera de su familia. Y si ahora te está demostrando lo dolido que está, mi consejo es que no te alejes, Paula, a pesar de que él te lo pida o huya de ti —arrugó la frente—. Un día, cuando era pequeño, lo pillé escondido. Estaba llorando porque había quedado en segundo lugar en una competición de salto de hípica. Lo encontré en un estanque que hay en la propiedad y que solo él y yo conocemos.


—¿Un estanque? No lo he visto —flexionó los codos en la mesa y apoyó la barbilla en los nudillos.


—Está rodeado por árboles frondosos, ni siquiera se ve desde la torre del pabellón de Pedro porque los árboles actúan como una especie de techo — respiró hondo—. La cuestión es que estaba llorando a lágrima viva. Tenía siete años. Me dijo que había fracasado y que jamás se lo perdonaría.


A Paula se le encogió el corazón. Bajó las manos al regazo y las apretó.


—Ahora que lo pienso —prosiguió Julia, entornando los ojos—, creo que no llegué a convencerlo de lo contrario. Recuerdo que me acarició la cara, me sonrió y me dijo que ya estaba bien, que me podía ir. Pero, en fin —se encogió de hombros—, Pedro es así. Se lo guarda todo dentro y solo lo expulsa cuando está solo. Nunca le reconocerá a alguien que le pasa algo malo, precisamente para no preocupar a nadie. Eso es algo de lo que Ana se dio cuenta muy rápido —sonrió con dulzura—. Es una gran mujer que se ha desvivido siempre por sus tres nietos, y mucho más por Pedro. Supongo que todos tenemos un favorito.


Mi niño favorito es él... doctor Pedro...


Un momento... A mí me ha gritado, se ha enfadado conmigo varias veces, ha sido un grosero, un borde, un irritante... Si solo conmigo es así, eso es bueno, ¿no?


Se despidió de la cocinera, que la abrazó y la besó como si se tratase de su propia madre, un gesto que alteró sus emociones. Aguantó las lágrimas hasta que salió al exterior.


A mitad de camino a los establos, sacó el iPhone y telefoneó a...


—¿Sí? —pronunció la voz de Karen.


—Ma... —se detuvo y tragó—. Mamá.


Su madre ahogó una exclamación. Se mantuvo en silencio unos segundos y cortó la llamada. Paula observó la pantalla del iPhone sin dar crédito.


Dolió... Dolió mucho...


Y corrió disparada sin rumbo, llorando.




CAPITULO 120 (TERCERA HISTORIA)





Leyó todas y cada una de las noticias que se habían publicado sobre Pedrosin excepción, mientras retomaba la marcha. Y se sorprendió, no precisamente de manera positiva. Hablaban sobre él como un hombre sin corazón y sin escrúpulos a la hora de terminar con una mujer para empezar con otra de inmediato. 


Comentaban que su impresionante atractivo era inversamente proporcional a su interior: carente de sentimientos.


Y se enfadó sobremanera.


¡Cómo se atreven! ¡Pero si es el hombre más tierno del mundo!


Apagó la pantalla del móvil y lo guardó en el bolsillo. Si seguía leyendo tales embustes, acabaría rompiendo el teléfono de tanto como lo había apretado por la rabia.


Alcanzó la edificación, los establos. Sonrió. La puerta corredera de entrada estaba abierta, al igual que la trasera, de frente, que conducía a una pista de arena iluminada por grandes focos. 


La estructura de las cuadras era en forma de T, donde se disponían los apartados de los caballos. El olor la inundó de felicidad. Pequeñas lamparitas en el techo alumbraban la galería. Paseó por el corredor de la izquierda, acariciando los barrotes de madera de los animales que iba dejando atrás. Al final, se topó con un precioso semental negro, inmenso, cuyas crines onduladas eran interminables, como la cola. Le encantaban los caballos, pero reconoció que ese caballo en concreto le imponía con su majestuosa y bella presencia. La raza era española, sin lugar a dudas, caracterizado por un pecho amplio y musculoso, por un cuello fuerte y arqueado, y unos ojos vivaces y despiertos.


—Tú eres Paula —afirmó una voz masculina a su espalda.


Ella se sobresaltó por el susto que se llevó. No se lo esperaba, mucho menos toparse con una simpática y agradable sonrisa que la contagió.


—Eres la amiga de Pedro —afirmó el desconocido, extendiendo la mano hacia Paula.


—Las noticias vuelan... —murmuró, estrechándosela.


—Me llamo Claudio. Mi padre es el encargado de los establos.


—Encantada.


Era alto, moreno de pelo muy corto y poseía unos hermosos ojos verdes que le transmitieron confianza.


—¿Te gustan los caballos? —se interesó él.


—Mucho.


—Vaya... —chasqueó la lengua, divertido—. Pues procura no aparecer en los establos si está mi hermano.


Ella frunció el ceño.


—¿Por qué?


—Porque, cuando Mario te vea, estarás en peligro.


Paula retrocedió en un acto reflejo. Claudio se rio.


—Lo digo porque eres muy guapa y mi hermano no se detiene ante nada. Le dará igual que seas la amiga de Pedro.


Estupendo... Menuda manera de empezar las vacaciones... Pedro huye de mí y ahora tengo que preocuparme, además, por un acosador... ¿Algo más?


Este caballo es precioso —le comentó ella.


—Es el de Pedro —sonrió—. Es el mejor que hay. Se lo regaló su abuela siendo un potrillo, cuando Pedro participó en su primera competición de salto.


Las mariposas revolucionaron su tripa. El semental la intimidaba tanto como su héroe.


—¿Quieres que te prepare un caballo? —le sugirió Claudio.


Se lo pensó un segundo nada más y asintió con una amplia sonrisa.




CAPITULO 119 (TERCERA HISTORIA)






Se secó, se embadurnó de loción con aroma a flores y, cubriéndose con la toalla, salió del servicio. Escogió ropa cómoda: unos short vaqueros, una camiseta rosa sin mangas y sus Converse blancas. Se aproximó a la supuesta habitación de Pedro y golpeó el marco del hueco, pero nadie respondió.


—¿Pedro?


Movió la sábana. No estaba.


Sí, aquello era un vestidor, un majestuoso vestidor, con un chaise longe al fondo, debajo del único ventanal. A ambos lados se hallaban baldas en la mitad superior, bien para colgar perchas o bien para camisetas y jerseys, y armarios y cajoneras abiertos en la mitad inferior. Una alfombra negra, de pelo como las demás del pabellón, se hallaba en el centro de la estancia; encima de la misma, se encontraba su maleta abierta y en desorden. Algunas de las prendas se desperdigaban a su alrededor por el suelo.


Instintivamente, se acercó y se agachó. 


Procedió a arreglar el desbarajuste y a guardar la ropa donde creyó conveniente. Cerró la bolsa y la dejó en un rincón. Sonrió sin poder evitarlo. Pedro Alfonso era un desastre, un atractivo y cariñoso desastre...


Salió del pabellón y se internó en el laberinto. No le pareció difícil, recordaba el camino. Surgió sin pérdida en la gran escalera de mármol del hall principal de la mansión, la cual parecía pertenecer a la aristocracia de otras épocas, de techos altos, amplios ventanales verticales y espacioso como el resto del lugar, por lo que pudo ojear desde el recibidor.


Giró a la derecha por detrás de la escalera hacia un pasillo largo que conducía a la cocina, toda de madera antigua y que olía a dulce. La estancia era cuadrada, grande, en consonancia a la mansión, y poseía un tablero de madera con bancos, al fondo, y una isla en el centro.


—Doctor Pedro—sonrió, mordiéndose el labio.


Pedro estaba sentado en uno de los bancos, comiéndose un bocadillo. Sus manos se suspendieron a un centímetro de su boca. Esos ojos del color de las castañas fulguraron al escrutarla, pero frunció el ceño y siguió cenando.


—Julia ha dejado comida dentro del horno —le indicó él.


Paula se aproximó a la isla, donde estaban la vitrocerámica y la campana para los humos. La rodeó hasta encontrar el horno. Sin embargo, prefirió un sándwich frío, no tenía demasiada hambre. Ojeó el lugar y descubrió la despensa, a la derecha de la puerta. Cogió dos rebanadas de pan blando y las dejó en la encimera de la isla. Abrió todos los cajones y armarios bajos hasta encontrar un plato, un cuchillo y un vaso. Después, sacó agua, un tomate y pavo asado de la nevera. Se preparó la cena y se reunió con Pedro.


Nada más acomodarse en el asiento, él se levantó y fregó su plato.


—¿Adónde vas? —le preguntó ella, observando cómo se dirigía a la salida.


—A dar un paseo —y se fue.


Si Paula contaba con poco apetito, en ese momento se le cerró el estómago por completo. 


Se obligó a comer —no había almorzado nada y se sentía algo débil—, pero no se terminó el sándwich. Limpió todo y salió de la mansión.


Altas farolas alumbraban los caminos en los que se bifurcaba la propiedad.


A lo lejos, a la izquierda, divisó una construcción de madera. Se encaminó hacia allí, agradeciendo el frescor de la noche, aunque apenas lo sintió porque iba sumida en sus pensamientos.


¿Había sido un error acompañarlo a Los Hamptons? ¿Llegaría a amarla? ¿Sería cierto lo que le había contado su madre?


Tenía el iPhone en el bolsillo trasero del pantalón. Lo cogió y buscó a su héroe en internet.


—¡Cielo santo!


Frenó en seco, conmocionada por los millones de resultados que encontró sobre él en Google. Y las imágenes...


—Es que es guapísimo, por favor... —gimió.


Su piel se erizó al contemplarlo de traje y corbata y de esmoquin. No había ninguna foto en la que estuviera vestido de manera informal, y todas eran de eventos, recepciones y galas. 


Por desgracia para ella, en la mayoría, una mujer colgaba de su brazo.


La prensa sensacionalista lo tachaba del conquistador más veloz del país porque sus relaciones duraban veinte días como mucho, lo que significaba que Karen tenía razón.




CAPITULO 118 (TERCERA HISTORIA)





Manuel traspasó la sábana y se sobresaltó al ver a Paula plantada en el salón, a pocos metros.


Lo había escuchado todo, incluido que Pedro no se atrevía a tocarla por miedo a que lo rechazara por culpa de Ramiro.


—Lo siento, yo... yo... —balbuceó ella, jugueteando con el borde de su vestido.


—Tranquila —sonrió—. ¿Vienes de la piscina?


—Sí. ¿Ya habéis cenado?


—Julia os ha dejado cena en la cocina. Bajad cuando queráis —introdujo las manos en los bolsillos de sus bermudas azul oscuro—. Nosotros íbamos a ir a la piscina ahora. No a bañarnos, pero sí a tumbarnos en el césped. ¿Te quieres venir?


—Gracias, yo... —se humedeció los labios—. Estoy algo cansada. Creo que me acostaré.


Él sonrió de nuevo y caminó hacia la puerta.


—Manuel —lo llamó.


Manuel se paró y se giró. Paula lo miró un instante sin disimular la intensidad de sus emociones; enseguida, las lágrimas descendieron por su rostro.


—Amo a tu hermano con toda mi alma...


—Lo sé —se acercó y le acarició la mejilla—. Si alguien intentara lastimar a mi rubia —se le oscurecieron los ojos—, ten por seguro que me sentiría como Pedro.


—¿No está enfadado conmigo?


—Está dolido porque parece que todo está en contra de vosotros, Paula: Anderson, tu madre... —chasqueó la lengua—. Siempre hay algo que se interpone. ¿Sabes? —sonrió, nostálgico, con los ojos perdidos—. A mí, Los Hamptons me ayudó con Rocio. Es un lugar mágico. Si me permites un consejo, no desaproveches un solo minuto.


—He intentado acercarme a él ahora en la piscina, pero... —hundió los hombros—. Me ha rechazado... Quizás, ha sido un error venir, un error meterlo en mi vida... —tragó—. Es demasiado complicada.


—La vida es complicada si tú quieres que lo sea. ¿Te cuento un secreto? ¿Sabes lo que se esconde en esa habitación? —señaló la sábana con un dedo —. El vestidor.


—Pero si él me dijo...


—Te está dando tiempo, te está respetando. Solo depende de ti el rumbo que tome vuestra relación de... —sonrió con su particular picardía— de amistad. Conquístalo. Demuéstrale lo que sientes por él, y ya no solo por Pedroporque tú también lo necesitas. ¿No estás cansada de fingir que todo está bien, mientras te vas marchitando por dentro poco a poco? ¿No crees que ya ha llegado el momento de que empieces a vivir, pero de verdad? —y se fue nada más decirlo.


Ella se dirigió a su habitación. Pues claro que era la de Pedro... La cama debajo de la ventana, las sábanas y la colcha eran negras... Su corazón se encogió con crueldad. Había una cómoda en la pared del fondo, debajo de la otra ventana. Husmeó en los cajones hasta encontrar las toallas. Sacó una grande y una pequeña. Negras... Las pegó a su cara y aspiró su aroma. 


Olían a él... Sin querer, gimió.


Se quitó el vestido, las zapatillas y el biquini. Se tapó con la grande y, mientras esperaba a que el servicio fuera desalojado, deshizo el equipaje.


Como no había armario, tan solo la cómoda, guardó sus pertenencias en el último cajón, doblando los vestidos y las faldas con cuidado para que no se arrugaran. Las zapatillas y las sandalias las dejó dentro de la maleta, que colocó debajo del colchón; la fina colcha alcanzaba el suelo, ocultándola.


Oyó una puerta abrirse y cerrarse, por lo que dedujo que el baño ya estaba vacío. Entró con el neceser, presionó el interruptor y se quedó hipnotizada por el lujo de la estancia, tan grande como el dormitorio, ¡y ya era decir!


A la izquierda, se situaban los dos lavabos, en forma de cuencos de porcelana blanca, sobre un soporte grueso clavado a la pared de color negro mate; dos espejos individuales, con las esquinas redondeadas, estaban colgados encima de cada lavabo. Anduvo lentamente hacia allí, intimidada, y depositó su estuche en el de la izquierda, el de Pedro estaba en el de la
derecha. Giró la cara a la izquierda y descubrió dos cajones pegados en paralelo, estrechos, rectangulares, pero profundos, y negros, a unos diez centímetros del suelo, el cual estaba compuesto por azulejos cuadrados en mate, a juego con el resto de la sala; sobre ellos, en vertical, dos rectángulos blancos de luz. A la derecha de los lavabos, había un radiador que se extendía desde el suelo hasta el techo. Las paredes eran blancas, de azulejos pequeños y rectangulares, también mate; pequeños cuadros impresionistas las poblaban.


Se dio la vuelta, sonriendo, extasiada por el lugar. Había más rectángulos de luz de diversos tamaños y ubicados de tal modo que la iluminación resultaba acogedora, íntima, incluso sensual... Se ruborizó.


Su mirada se topó con un tabique de piedra negra, en el centro. Existía hueco a ambos lados, a pesar de que ocupaba casi la anchura del baño.


Avanzó, arrugando la frente.


—¡Es una ducha! —exclamó, alucinada, asomando la cabeza.


La mampara, que no llegaba al techo, de cristal transparente, poseía gotas de agua, claro indicio de que se acababa de usar; el plato era también de piedra negra y estaba más alto que el suelo; del techo colgaba un enorme rociador cuadrado. 


Loca de contenta, se imaginó que aquella alcachofa de diseño simularía una cascada.


Continuó inspeccionando. A continuación de la ducha, se tropezó con otro tabique idéntico al anterior, donde había ganchos para colgar las toallas. Se acercó, tocó la piedra de la pared y se asomó. Y desorbitó los ojos ante el jacuzzi más espectacular que había visto en su vida. Una escalera de piedra blanca —contó seis peldaños pequeños—, se curvaba hacia la bañera de hidromasaje, redonda y negra, aprovechando la forma de la ventana de media luna, en el centro. A la derecha, estaban el váter y un mueble estrecho; a la izquierda, otro radiador como el primero.


Sacó el champú, la mascarilla, el gel y la crema del neceser y se introdujo en el maravilloso mundo de esa ducha. En efecto, el rociador parecía una suave y delicada cascada. Se rio como una niña, incluso dio brincos.


Aquel castillo era impresionante. Le gustó hasta el laberinto. Con Lucia siempre jugaba al escondite en casa de sus padres. Se acordó de su hermana y sonrió.


Sé que te hubiera gustado doctor Pedro, ¿a que sí, Lucia?