miércoles, 29 de enero de 2020

CAPITULO 119 (TERCERA HISTORIA)






Se secó, se embadurnó de loción con aroma a flores y, cubriéndose con la toalla, salió del servicio. Escogió ropa cómoda: unos short vaqueros, una camiseta rosa sin mangas y sus Converse blancas. Se aproximó a la supuesta habitación de Pedro y golpeó el marco del hueco, pero nadie respondió.


—¿Pedro?


Movió la sábana. No estaba.


Sí, aquello era un vestidor, un majestuoso vestidor, con un chaise longe al fondo, debajo del único ventanal. A ambos lados se hallaban baldas en la mitad superior, bien para colgar perchas o bien para camisetas y jerseys, y armarios y cajoneras abiertos en la mitad inferior. Una alfombra negra, de pelo como las demás del pabellón, se hallaba en el centro de la estancia; encima de la misma, se encontraba su maleta abierta y en desorden. Algunas de las prendas se desperdigaban a su alrededor por el suelo.


Instintivamente, se acercó y se agachó. 


Procedió a arreglar el desbarajuste y a guardar la ropa donde creyó conveniente. Cerró la bolsa y la dejó en un rincón. Sonrió sin poder evitarlo. Pedro Alfonso era un desastre, un atractivo y cariñoso desastre...


Salió del pabellón y se internó en el laberinto. No le pareció difícil, recordaba el camino. Surgió sin pérdida en la gran escalera de mármol del hall principal de la mansión, la cual parecía pertenecer a la aristocracia de otras épocas, de techos altos, amplios ventanales verticales y espacioso como el resto del lugar, por lo que pudo ojear desde el recibidor.


Giró a la derecha por detrás de la escalera hacia un pasillo largo que conducía a la cocina, toda de madera antigua y que olía a dulce. La estancia era cuadrada, grande, en consonancia a la mansión, y poseía un tablero de madera con bancos, al fondo, y una isla en el centro.


—Doctor Pedro—sonrió, mordiéndose el labio.


Pedro estaba sentado en uno de los bancos, comiéndose un bocadillo. Sus manos se suspendieron a un centímetro de su boca. Esos ojos del color de las castañas fulguraron al escrutarla, pero frunció el ceño y siguió cenando.


—Julia ha dejado comida dentro del horno —le indicó él.


Paula se aproximó a la isla, donde estaban la vitrocerámica y la campana para los humos. La rodeó hasta encontrar el horno. Sin embargo, prefirió un sándwich frío, no tenía demasiada hambre. Ojeó el lugar y descubrió la despensa, a la derecha de la puerta. Cogió dos rebanadas de pan blando y las dejó en la encimera de la isla. Abrió todos los cajones y armarios bajos hasta encontrar un plato, un cuchillo y un vaso. Después, sacó agua, un tomate y pavo asado de la nevera. Se preparó la cena y se reunió con Pedro.


Nada más acomodarse en el asiento, él se levantó y fregó su plato.


—¿Adónde vas? —le preguntó ella, observando cómo se dirigía a la salida.


—A dar un paseo —y se fue.


Si Paula contaba con poco apetito, en ese momento se le cerró el estómago por completo. 


Se obligó a comer —no había almorzado nada y se sentía algo débil—, pero no se terminó el sándwich. Limpió todo y salió de la mansión.


Altas farolas alumbraban los caminos en los que se bifurcaba la propiedad.


A lo lejos, a la izquierda, divisó una construcción de madera. Se encaminó hacia allí, agradeciendo el frescor de la noche, aunque apenas lo sintió porque iba sumida en sus pensamientos.


¿Había sido un error acompañarlo a Los Hamptons? ¿Llegaría a amarla? ¿Sería cierto lo que le había contado su madre?


Tenía el iPhone en el bolsillo trasero del pantalón. Lo cogió y buscó a su héroe en internet.


—¡Cielo santo!


Frenó en seco, conmocionada por los millones de resultados que encontró sobre él en Google. Y las imágenes...


—Es que es guapísimo, por favor... —gimió.


Su piel se erizó al contemplarlo de traje y corbata y de esmoquin. No había ninguna foto en la que estuviera vestido de manera informal, y todas eran de eventos, recepciones y galas. 


Por desgracia para ella, en la mayoría, una mujer colgaba de su brazo.


La prensa sensacionalista lo tachaba del conquistador más veloz del país porque sus relaciones duraban veinte días como mucho, lo que significaba que Karen tenía razón.




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