martes, 10 de diciembre de 2019

CAPITULO 133 (SEGUNDA HISTORIA)





Y sí, Paula...


Pedro Alfonso estaba afligido, desolado, extraño... desde la mañana que habían vuelto a casa tras la semana que había estado ingresada por la operación. Paula lo había intentado todo: bromas, tonterías, hacer el ridículo para que riera...


Al principio, creyó que él estaba expulsando la presión y el miedo contenidos por el tumor, pero, al pasar los días, comenzó a inquietarse. Algo le sucedía, y lo peor era que no sabía el qué. 


Había hablado con Pedro, pero este había respondido que solo estaba distraído.


No se había separado un milímetro de Paula. 


Había pedido vacaciones para cuidarla, pero le contestaba con monosílabos, apenas la miraba y, en ocasiones, se perdía en sus propios pensamientos, apartándose de ella sin darse cuenta.


¿Era, quizás, por el pelo?, se preguntaba Paula, ¿o porque estaba enferma?, ¿ya no la quería, pero se obligaba a permanecer a su lado porque era la madre de su hijo?


El pánico ante una posible respuesta afirmativa a esas odiosas, pero inevitables, preguntas la paralizaba por momentos. Cuando estaba con él, hubiera gente o no presente, fingía que nada la atormentaba. Sin embargo, a solas, en el baño, se derrumbaba y lloraba.


Zaira y su madre le aconsejaban que no pensara estupideces porque Pedro la adoraba, que era una mala racha emocional, que a todo el mundo le sucedía.


Pero Paula lo conocía. Algo había cambiado entre ellos y era algo relacionado con ella. Y, por desgracia, la situación le generó inseguridad, tanto física como psicológica: dejó de sentirse guapa, dejó de sentir que tenía un cuerpo bonito, dejó de sentir que valía... Ya no la llamaba rubia, ni de ninguna manera cariñosa; ahora, era Paula. Y tampoco la besaba o la abrazaba, de hecho, huía de su contacto.


—Mauro ha dicho que Gaston está bien —le dijo Pedro, emprendiendo el camino hacia los ascensores.


Paula sonrió y se encargó del bebé, a quien prodigó miles de besos, esos mismos besos que tanto echaba de menos de su marido.


Cuando llegaron a casa, Pedro se encerró en la habitación. Ella decidió visitar a su madre para contarle las dos noticias. Juana y Ale vivían en la tercera planta del edificio.


—¡Hola, cariño! —la saludó su madre al abrir, cogiendo a Gaston con infinita ternura.


El piso era igual de grande que el suyo, pero tenía diferente distribución: la cocina y un aseo para las visitas estaban a la derecha de la puerta, sin barra americana; a la izquierda, se encontraban tres dormitorios con sus correspondientes baños privados; uno de ellos lo habían decorado como sala de estudio para su hermano pequeño.


Colgó la chaqueta y el bolso en el perchero de la entrada y caminó, en línea recta, hacia el salón, de frente. La terraza era más pequeña, aunque también acristalada, y su madre la utilizaba como cuarto de la ropa, donde tendía, lavaba y planchaba. Se acomodaron en el sofá, frente al televisor encendido; a los lados del mismo, había una mecedora y un sillón de orejas.


El estilo del apartamento era clásico, entrañable, en tonos tierra y verde, y había un sinfín de jarrones, con rosas blancas, las favoritas de Juana Wise, repartidos por cada mesita o aparador. Oficialmente, estaba recién divorciada
y había recuperado su apellido de soltera. Su padre había accedido a una negociación enseguida. Su madre no quería nada, ni dinero, pero sí la custodia de Ale; Antonio no se había negado, sino que había aceptado el acuerdo sin más. Además, desde que operaron a Paula, Juana se había convertido en la secretaria suplente del director West. Trabajaba diez horas diarias, pero tenía dos para comer tranquila en casa. El sueldo era muy bueno, demasiado, en opinión de su madre, pero los demás sabían a qué se debía tanto favor por parte de Jorge: se había enamorado de Juana. Y, para alegría de los dos hermanos Chaves, esos sentimientos eran correspondidos.


—¿Aceptarás al fin la cena, mamá?


Su madre se ruborizó.


—No sé, Eli... —dudó—. Desde ayer, tengo mi antiguo apellido. En las últimas ocho semanas han pasado muchas cosas. Quizás...


—Mamá —le apretó la rodilla—, has estado demasiado tiempo... — carraspeó—. Creo que ya es hora de que vivas. Y una cena con Jorge es el comienzo perfecto.


Juana le pellizcó la nariz, riéndose.


—Y, ¿tú? —se interesó su madre, seria—. ¿Las cosas siguen igual?


—Sí... —agachó la cabeza, hundiéndose en los cojines del sofá—. Sé que le pasa algo, mamá... Lo sé —se estrujó el fino jersey en el pecho—. Lo sé...


—¿Y de Melisa?, ¿continúas sin noticias?


Esa era otra cuestión rara.


La noche antes de recibir el alta hospitalaria, ella y su hermana habían mantenido una charla bastante peculiar: Melisa había llorado... ¡Llorado!


Todavía no se lo creía... Paula no le había dicho nada, simplemente había escuchado su penoso discurso, pidiéndole perdón por tantos años de desprecios, rencores, peleas, martirios, insultos, maldades... La había abrazado para que se calmase. El primer abrazo que compartían en sus vidas... Increíble, pero cierto.


Sin embargo, no había vuelto a saber nada más de ella. Su hermana había desaparecido sin dejar rastro.


Ale, Juana y Paula se imaginaron que había regresado a Nueva York, porque trabajaba en la clínica con su padre. Y, casualidad, al día siguiente de la conversación con Melisa, Antonio había contactado con su madre por teléfono para acceder al divorcio, no habiéndose pronunciado al respecto antes. Claro que no era ninguna casualidad. Ni Alejandro ni Paula pensaban que fuera una coincidencia, pero tampoco sabían si era bueno o mal presagio.


—No sé nada de ella, mamá. Y con Pedro... —suspiró.


—¿Por qué no salís a cenar vosotros también? —le sugirió Juana, sonriendo con su característica bondad—. Os hace falta encontraros de nuevo. Lleváis semanas con los nervios a flor de piel. Invítalo a una cita —se cambió al niño de brazo—. Yo cuidaré de este niño tan grande —besó a su nieto, arrancándole carcajadas.


—¿Y si salimos los cuatro? —propuso ella, incorporándose de un salto—. ¡Es una gran idea! Así tú no te sientes violenta con Jorge. Alexis cuidará de Gaston. ¿Qué me dices? —sonrió con travesura.


Su madre se rio y accedió. Decidieron el día, el lugar y la hora. Pensó en el restaurante italiano de Luigi; así, Juana conocía al que había sido un verdadero padre para Paula desde su llegada a Boston. Además, la cita con su marido unos meses atrás en ese local había terminado fatal, con ella vomitando y sufriendo una de sus antiguas migrañas.


Se despidió de Juana y le contó a Pedro los planes.


—Claro, Paula —convino él, ojeando el móvil, tumbado en la cama con la espalda apoyada en el cabecero, sin mirarla—. Mañana me parece bien. Llamaré a Alexis para avisarla.


Paula tragó el grueso nudo de su garganta, tumbó al bebé en la cuna y se metió en el vestidor para distraerse un poco, porque, si no, se echaría a llorar de nuevo.


—Voy a correr un rato —le indicó su marido desde el dormitorio.


Ella escuchó la puerta de la habitación abrirse y cerrarse al instante. Se rodeó a sí misma, frotándose la piel que se había erizado por el rechazo...


Respiró hondo.


Telefoneó a Luigi para reservar una mesa para los cuatro. Estuvo largo rato hablando con Francesca, contándole lo sucedido. Después, preparó el biberón de Gaston y esperó, como una ilusa, a que su marido regresara.


Pero no lo hizo.


Paula aguardó toda la tarde, hasta que se quedó dormida en el sofá de la habitación.





CAPITULO 132 (SEGUNDA HISTORIA)




Seis semanas después


—Estás perfecta, Paula —anunció Bruno en su despacho—. Te doy el alta, preciosa, aunque tendrás que realizarte controles cada seis meses, por prevención, no te asustes.


—¡Qué bien! —exclamó ella, abrazándolo—. ¿Puedo hacer mi vida normal?


—Puedes —le guiñó un ojo—. ¿Has tenido más dolores de cabeza?


—No más dolores —sonrió—. Y vuelvo a la píldora, desde hoy, que ayer fui a ver a mi ginecólogo y me dijo que, en cuanto me dieras el alta, empezara a tomármela.


—¿Y Pedro? —quiso saber él—. Me extraña no verlo aquí.


—Está con Gaston en la consulta de Mauro.


—¿Le pasa algo? —soltó la carpeta en el escritorio y apoyó las caderas en un lateral de la mesa.


—Está muy inquieto por los dientes —hizo un ademán restando importancia —. Oye, ¿y cuándo puedo empezar a trabajar?


—¿Quieres empezar ya? Quizás, deberías descansar. Han sido semanas muy intensas.


—Mucho.


—Habla con Pedro y discutidlo juntos. Mi opinión de médico y de amigo — posó una mano a la altura del corazón, fingiendo dramatismo— es que, de momento, no pienses en trabajar. Dedícate a tu familia y a ti misma. Has pasado por un tumor cerebral —adoptó una actitud seria—. Creo que son demasiadas cosas como para tenerlas en cuenta, ¿no te parece?


—Me gusta mucho trabajar —se encogió de hombros—, pero supongo que tienes razón. Me voy, Bruno —cogió el bolso de la silla y lo besó en la mejilla—. Por cierto, ¿y Nicole?


—Anoche tuvo otro ataque —confesó, con el semblante cruzado por el miedo. Se incorporó despacio—. Anoche creí que la perdía... —tragó saliva —. Está intubada.


Paula le apretó las manos para animarlo.


—Esta mañana, su padre ha hablado conmigo —prosiguió Bruno, fijando la mirada en el suelo—. Se están planteando cambiarla de hospital, al Kindred.


—Allí trabajé yo.


Los pacientes que ingresaban en el Kindred o requerían una recuperación larga o eran terminales.


—Son demasiados ataques en los últimos tres meses, Paula —se le quebró la voz—. Dicen que me darán una decisión al final de la semana.


—Pero si la llevan al Kindred, eso significa que...


—Se muere —se le enrojecieron los ojos—. No hay nada que se pueda hacer. Están hartos de esperar. Están hartos de ver cómo pasan los días y en vez de despertar, sufre un nuevo 
ataque cardiorrespiratorio.


—¿Y tú, Bruno?, ¿qué quieres tú? —le preguntó con suavidad, frotándose los brazos ante el escalofrío que sintió por la noticia.


—Quiero cuidarla... —confesó en un susurro áspero. Tragó—. Como médico, no me rendiré jamás, pero debo respetar la palabra de su familia, me guste o no. Si así lo deciden, yo mismo organizaré el traslado y me ocuparé de todo; pero, como persona normal, aparcando a un lado mi profesión —se revolvió los cabellos—, me sucede lo mismo. Nunca me rendiría. Esa familia no se merece lo que está pasando, y mucho menos perder a sus dos hijas —se restregó la cara.


—¿Puedo verla?


—Claro —sonrió sin humor—. Está su madre con ella.


Paula dejó el bolso y la chaqueta en la silla, se ajustó el pañuelo que le cubría la cabeza, cuyos extremos caían por su hombro izquierdo, y se dirigió a la habitación de Nicole Hunter. Golpeó la puerta con los nudillos.


—Adelante —dijo una voz femenina.


—Buenos días —saludó ella con una sonrisa tímida, al entrar—. ¿Puedo?


—Por supuesto —concedió una mujer de cincuenta y pocos años, levantándose del sillón—. Soy Carla Hunter. No nos conocemos en persona — extendió una mano.


Carla Hunter era tan guapa como su hija. Era bajita y menuda y tenía unos ojos verdes impresionantes, profundos, grandes y muy expresivos, además de una brillante melena castaña oscura que alcanzaba sus axilas y unos cabellos alisados con cierto volumen en las puntas; no estaba maquillada y guardaba un clínex en la otra mano, además de que su mirada estaba ligeramente apagada y vidriosa, pero, aun así, era muy bonita.


—Encantada, señora Hunter —se la estrechó—. Soy...


—Paula Alfonso—sonrió—. Eres la cuñada del doctor Bruno. He oído hablar mucho de ti —le señaló el pañuelo de forma discreta—. Espero que te encuentres mejor.


—Sí. Me acaban de dar el alta completa. Ahora, solo queda esperar a que me crezca el pelo, que lo estoy deseando —enroscó un extremo de la seda entre las manos.


Ambas se rieron con suavidad.


—El doctor Bruno también me ha dicho que eres enfermera de esta planta y que has cuidado de mi hija hasta que cogiste la baja.


—Así es —asintió—. De momento, voy a esperar un tiempo para incorporarme —sonrió con amabilidad—. Venía a ver a Nicole —su rostro se crispó por la dura realidad—. Me ha comentado Bruno que quieren ingresarla en el Kindred. Yo trabajé allí antes de venir al General, por si necesitan referencias.


Carla observó a Nicole, estrujando el pañuelo.


—No queremos separarla del doctor Bruno. Es un gran muchacho —sonrió con tristeza—. Pero no podemos... —se detuvo, presa de la congoja—. Es demasiado duro...


Paula la abrazó el tiempo que necesitó la mujer para desahogarse.


—El Kindred es un gran hospital, señora Hunter —la tomó de las manos—, pero yo la dejaría al cuidado de Bruno, si me permite mi opinión. No sé cómo se deben sentir, pero Bruno es el mejor neurocirujano de Estados Unidos, no encontrarán a nadie que la cuide mejor. Esperen un poco más. No se precipiten.


Carla asintió, tapándose la boca con el pañuelo. 


Sonrió con tristeza. Y era una sonrisa maravillosa. ¿Sería así su hija?, se preguntó.


—Vaya a por un café y descanse —le aconsejó ella—. Me quedaré aquí hasta que vuelva.


La mujer le acarició el rostro a su hija y se marchó. Paula se agarró con una mano a los barrotes que flanqueaban la mitad superior de la cama y con la otra rozó la de Nicole. En ese momento, entró Bruno.


—Hola, otra vez, a las dos.


Como era costumbre, las constantes vitales de la paciente se aceleraron al escuchar la voz del jefe de Neurocirugía.


Y ocurrió algo más...


—Dios mío... —pronunció Paula en un hilo de voz al notar cómo Nicole movía la mano—. Bruno... Bruno... ¡Bruno!


Y, de repente, la paciente comenzó a ahogarse. Se convulsionó, pero no lo hizo con los ojos cerrados... ¡los tenía abiertos!


—¡Joder! —profirió Bruno, corriendo para colocarse detrás del cabecero de la cama.


Ella intentó sujetar a Nicole, que levantaba los brazos sin dejar de toser y con la mirada aterrada.


—Tranquilízate, Nicole —le pidió Paula, que era incapaz de sostenerla con fuerza.


—Nicole, escúchame —le susurró él—. Coge aire cuando yo te diga.


La paciente arqueó el cuello en su busca. Bruno sonrió, embelesado por un momento.


—¡Bruno! —lo llamó Paula, despertándolo del trance.


—A la de tres, Nicole —frunció el ceño—. Una... dos... tres... Ya.


Nicole obedeció y Bruno le retiró el tubo de la garganta con suavidad y a una rapidez asombrosa. La paciente tosió más fuerte, aferrándose a los brazos de Paula.


—Respira hondo —le dijo ella—. Mírame y respira hondo conmigo, Nicole. Así... —inhaló varias bocanadas profundas de aire para que Nicole la imitara, hasta que se calmó—. ¿Mejor? —sonrió con dulzura.


La paciente asintió, recostó la cabeza en la almohada y aflojó el agarre.


—¿Dónde... es... estoy? —articuló Nicole entre suspiros roncos, contemplando el espacio con sus impresionantes ojos verdes. Paula fue a soltarla—. No te... vayas... por... favor... —la apretó, temerosa.


Ella sonrió de nuevo, pensando en que parecía una muñeca de porcelana, tan frágil.


—No me iré a ningún lado —miró a su cuñado, que se había quedado paralizado—. ¡Bruno!


Él reaccionó, parpadeando, y se acercó para estar en el campo de visión de Nicole Hunter.


—Tú eres... el... doctor de mi... hermana... Alfonso... Bruno Alfonso...


Bruno retrocedió, asustado.


—Ni se te ocurra, Bruno —lo previno Paula, arrugando la frente—. Comprueba sus constantes vitales. Venga.


Él acató el mandato, autómata. Mientras, ella, que reprimía la risa con gran dificultad al ver a Bruno así, analizó cada paso que daba este por si los nervios le traicionaban.


Unos minutos después, Carla entró en la estancia.


—¡Dios mío! —gritó la mujer, que se lanzó a su hija, llorando de felicidad.


Paula y Bruno se marcharon para permitirles la intimidad que requerían.


—Joder... —emitió su cuñado en un hilo de voz, apoyándose en la pared—. Joder... Joder... —repitió una y otra vez, sin dar crédito.


Ella soltó una carcajada y se colgó de su cuello. Bruno la abrazó con fuerza, alzándola en el aire, contagiéndose de la risa.


—¿Interrumpo algo? —preguntó una voz 
masculina muy familiar.


Los dos pararon y se giraron hacia Pedro, que sostenía al niño en brazos, aferrado a su hombro y que sonrió al ver a su mamá.


—¡Nicole se acaba de despertar! —anunció Paula, besando a su marido y a su hijo con efusividad.


Él asintió, serio, como las últimas seis semanas...


—Me alegro mucho, Bruno.


—Gracias, Pedro —asintió Bruno—. Ahora os dejo —besó a ella y a Gaston en la mejilla y se encerró en su despacho, dichoso y alegre.


—Espérame aquí, que cojo el bolso —le pidió a Pedro. Regresó a los pocos segundos, colocándose la chaqueta forrada en el interior—. Ya tengo el alta.


—Eso es una gran noticia, Paula —sonrió con tristeza.


Sí, tristeza...





CAPITULO 131 (SEGUNDA HISTORIA)




La rabia pudo con él. Cerró la puerta de su casa de un sonoro portazo.


Mauro, Zaira y Alexis se asustaron. Bruno estaba de guardia en el hospital.


—¿Le ha pasado algo a Paula? —quiso saber Zai, angustiada.


—Paula está bien. No es nada.


Se encerró en su cuarto. Se quitó el abrigo a manotazos. Se acercó a la cuna y observó a su hijo, despierto, que encogía y estiraba sus extremidades con nerviosismo. Pensó en sus primeros cuatro meses de vida... Gaston nació sin Pedro, sin conocer a su padre. Todavía dolía... demasiado.


—Mauro se acaba de llevar a Alexis —le contó Zaira, entrando sin llamar—. ¿Qué ha ocurrido para que estés así?


—Nada, peque —se sentó en la cama y se quitó la sudadera—. Voy a ducharme, necesito despejarme un poco. Paula se queda con su madre esta noche. Necesitan hablar —omitió el resto, incluyendo lo mal que se sentía en ese momento.


—¿Por qué no duermes hoy tranquilo? —cogió al bebé en brazos—. Cuidaré de Gaston esta noche. Han pasado demasiadas cosas en poco tiempo y, a partir de mañana, Paula te necesitará más que nunca —sonrió—. Descansa
hoy, Pedro. Gaston dormirá con Caro. No te preocupes.


Pedro asintió lentamente.


—Gracias, peque.


Zai se marchó y él se duchó. Estuvo un buen rato bajo el chorro del agua caliente. Después, se secó sin prisas y se colocó el pantalón del pijama.


El apartamento estaba a oscuras y en silencio cuando se encaminó hacia la cocina. Abrió la nevera. No tenía hambre. Sacó un tercio de cerveza. Frunció el ceño. Guardó de nuevo la bebida y buscó algo mucho más fuerte: whisky.


Dudó, pero al fin abrió la botella y bebió a morro. 


Se sentó en uno de los taburetes de la barra americana.


Su mente rememoró las palabras hirientes, pero certeras, de Howard... Su mente rememoró lo acontecido hacía ya más de un año... Su mente rememoró el día que conoció a Gaston... Su mente rememoró el momento exacto en que se enteró de que era padre... Su mente remomoró demasiados recuerdos dolorosos.


Ariel tenía razón: no se merecía a Paula...


Y, sin darse cuenta, se tomó más de la mitad de la botella, con el estómago vacío. 


Tambaleándose, se levantó para acostarse en la cama. Cuando traspasó la entrada, con mucha dificultad debido al alcohol ingerido, escuchó un golpe proveniente de la puerta principal. Arrugó la frente, extrañado, y abrió.


—Joder... —pronunció, arrastrando las letras. Se apoyó en la madera, intentando mantener los ojos abiertos—. ¿Qué cojones haces tú aquí?


Melisa arqueó las cejas y repasó su aspecto con evidente desdén.


—Le pedí a Eli que me dejara conocer a mi sobrino.


—¿Te presentas a esta hora para conocer a tu sobrino? ¡Tú te crees que soy gilipollas! —gritó, lanzando la botella por los aires, que se estrelló contra la barra de la cocina.


—¿Pedro? —lo llamó Mauro desde el pasillo—. Joder, vaya borrachera llevas... —avanzó hasta que pudo sujetarlo por el brazo y arrastrarlo al interior.


—¡Déjame, joder! —se quejó, procurando soltarse, pero estaba demasiado torpe por culpa del whisky.


Su hermano lo ignoró y lo llevó a la cama. Pedro abrazó la almohada de Paula, que tan bien olía a mandarina, y bajó los párpados, sonriendo.


Sin embargo, ese dulce aroma se mezcló con una fragancia empalagosa, una horrible colonia que solo pertenecía a una persona...