miércoles, 27 de noviembre de 2019

CAPITULO 92 (SEGUNDA HISTORIA)





Estuvo la siguiente media hora con el iPhone pegado a la oreja, organizando la cita y rezando, a la vez, por acertar en el lugar.


Paula y Zaira llegaron dos horas más tarde, pasada la cena. Él ya estaba tumbado en la cama y simuló estar durmiendo. La mandarina lo envolvió un instante después.


—¿Pedro?


Pero Pedro no se inmutó, a pesar de que el corazón se le iba a salir del pecho.


Ella se quitó los tacones y caminó descalza hacia la cuna.


—Dulces sueños, gordito. No he podido venir antes, pero te prometo que mañana, en cuanto termine de trabajar, no me despegaré de ti.


Él reprimió las ganas de sonreír. Le encantaba oírla y verla con el bebé.


Adoraba cuando lo llamaba gordito. Paula era una madre tierna, segura, atenta y, sobre todo, tranquila. El niño podía llorar, darse un golpe o estar enfermo, que ella no se alteraba, sino que lo cuidaba con una preciosa sonrisa apacible y tal cariño que tanto Gaston como Pedro se derretían.


Entreabrió los ojos con cuidado de no ser descubierto. La vio alejarse de la cuna y entrar en el baño. Cambió de postura: bocarriba. A los cinco minutos, su mujer salía del servicio en ropa interior.


¡Joder! ¡Cierra los ojos, campeón!


Obedeció a su inteligente vocecita interior, pero dejó una ranura, incapaz de no admirarla. Su largas piernas eran una belleza aparte... Las pequeñas braguitas de seda blanca y el sujetador a juego lo turbaron. Su erección aumentó sin medida.


Dos minutos más tarde, se unía a él en la cama, pegándose a su cuerpo y besándolo en la mejilla.


—Qué guapo eres, mi guardián —lo besó de nuevo y apoyó la cabeza en su hombro, entrelazando una pierna con las suyas y posando una mano a la altura de su corazón.


Él se mordió la lengua para no jadear de placer y gritar de amor. Y se quedó dormido.


De madrugada, apagó el despertador del móvil, gruñendo. Estaba demasiado a gusto y calentito como para querer levantarse. Entonces, Paula se estiró como una felina demasiado sugerente...


Todos los días igual... Esto es insoportable... 


¿Cómo puede ser tan sexy?


Me va a tocar ducharme con agua helada, ¡como cada jodida mañana!, pero hoy va a merecer la pena... Hoy mi rubia no se va a escapar...


Pedro, todavía con los párpados bajados, arrastró la mano que tenía en las caderas de ella hacia su costado. Aspiró su mandarina, le retiró el pelo del cuello con la nariz y la besó debajo de la oreja. Estaban de perfil, la espalda de Paula se retorcía en su pecho.


Pedro... —gimió, somnolienta.


Él continuó con los ojos cerrados, depositando castos besos en su cuello.


Tenían tiempo suficiente antes de que el bebé reclamase el biberón, por lo que la movió y se tumbó encima, entre sus piernas, agradeciendo en silencio que el camisón se le hubiera arremolinado en los muslos durante la noche. 


Siguió besándola en el cuello, intercalando la lengua con los labios. Lo recorrió entero, cada milímetro, mientras Paula le pasaba las manos por la cabeza y de su garganta brotaban murmullos ininteligibles.


Estoy hambriento...


Pedro respiraba de manera irregular, apoyado en los codos para no aplastarla. Descendió una mano por encima de la seda hacia el dobladillo. La introdujo por dentro y la atrajo hacia sus caderas.


—En la cama... —sollozó ella.


—Sí, rubia —le dijo con la voz ronca sobre la piel de su escote—, en la cama... Te voy a comer enterita en la cama. Hoy sí.


Le subió el camisón y se lo sacó por la cabeza. 


Regresó a su cuello, pidiéndole con la nariz que girara el rostro. No llevaba sujetador, y sus senos erguidos lo sentenciaron al desvarío.


Y cumplió su palabra.


Pedro le besó la clavícula... le mordió el hombro... le lamió el escote... delineó con la lengua sus senos... y los engulló, famélico, sediento y desbocado, temblando. Utilizó los dedos en uno y los dientes en otro, alternando cada poco, devorándolos como un loco. Y su mujer... Su preciosa mujer jadeaba, agitándose tan inquieta por el placer que recibía que él comenzó a resoplar como un animal, conteniéndose para no rugir y despertar al niño.


Por favor, que Gaston no se despierte... Por favor... Por favor... Por favor...


Necesito esto...


Bajó por su abdomen, bordeó su ombligo y continuó hacia su vientre, deslizándose Pedro, a su vez, por el colchón, hacia abajo. Paula tenía los ojos cerrados y la nuca arqueada, no paraba de mover las piernas, doblándolas y estirándolas sin control. Él se incorporó de rodillas y le retiró las braguitas lentamente, tocándola con los dedos, angustiándola aposta. Ella protestó. 


Él sonrió con malicia. Lanzó la seda sin miramientos y se inclinó hacia su tripa con las manos a ambos lados de su distinguida cintura. 


Posó los labios en su piel y los dirigió hacia las caderas, besándolas de izquierda a derecha... de derecha a izquierda...


—Eres increíble... —susurró Pedro, apenas sin voz. Estaba subyugado a su belleza, a su candor, a su entrega...—. Tan suave... Tan condenadamente bonita...


Cuando alcanzó sus ingles, Paula abrió los párpados de golpe.


Pedro... —se tensó, asustada.


Él la miró sin detenerse, porque no iba a parar.


—Confía en mí, rubia.


Siguió rozando su cuerpo con la boca húmeda hacia la cara interior de sus muslos: primero uno... luego otro... Su mujer se relajó, pero ladeó la cabeza en su dirección y entornó su brillante mirada, sin perderlo de vista.


—Solo... en... ti...



CAPITULO 91 (SEGUNDA HISTORIA)




¡Piensa rápido!


Pero no. Se atascó. Ni siquiera respiraba.


Paula, muy colorada, salió del despacho, murmurando una despedida.


—¿Cuánto tiempo lleva ahí, doctor Payne? —le preguntó su secretaria.


—Yo...


Bonnie se rio y lo dejó solo. Pedro se sentó en la silla de piel. Unos minutos antes había entrado en su despacho y había oído la voz de Paula. Se había acercado a la puerta que comunicaba con la habitación vacía y se había paralizado al escuchar su nombre: Pedro es especial... Nunca he conocido a nadie como él... Tiene algo que lo hace diferente a cualquiera, no sé qué es...
Pero cuando lo miro, siento que él me protegerá hasta de mí misma. A pesar de las discusiones o del dolor que me causan las mentiras que oigo de Pedroes mirarlo y querer correr hacia sus brazos...


Esas palabras se tatuaron en su alma... ¿De verdad pensaba eso de él? ¿De verdad se sentía así por él? Respiró hondo infinitas veces para normalizar su acelerado corazón, pero no logró relajarse en todo el día, tampoco concentrarse. En más de una ocasión, alguna enfermera le preguntó si se encontraba bien. Él respondía con monosílabos, escueto y, todavía, aturdido.


No bajó a almorzar a la cafetería por si se cruzaba con su mujer. Era rídiculo, ¿desde cuándo se asustaba?


Cuando recogió la bata y se colocó la chaqueta, su iPhone vibró en el bolsillo. Era un mensaje de ella:
Paula: Estoy con Zaira y tu madre en el taller de Stela. Salí antes de trabajar. Nos vemos en casa.


Pedro gruñó. ¡Y encima huía!


¡Eres tú quien se ha escondido, joder!


Se marchó a casa y se cambió de ropa. 



Después, se llevó a Gaston al salón.


—¿Y esa mirada? —quiso saber Mauro, sentado en el sofá. Caro estaba durmiendo en su cuco, a un lado, y el perro, tumbado sobre la alfombra, junto a la niña—. La he visto antes —entornó los ojos.


—No —musitó él, distraído.


—Es por Paula —adivinó Mauro, alzando una ceja, arrogante—. No te molestes en negarlo. Es la misma mirada que tenías cuando llegaste a casa después de la gala en el hotel Liberty —levantó una mano—. Escúpelo, Pedro.


Pedro se acomodó a su lado y clavó la vista en un punto perdido en la mesa.


—Creo que... Creo... Olvídalo, Pa —se incorporó y fue a la cocina, donde se sirvió un vaso de agua fría.


—¿Qué ocurre, Pedro? —se preocupó su hermano, sentándose en uno de los taburetes de la barra americana.


—¿Cómo te sentiste cuando sospechabas que Zaira estaba embarazada?


—¿Paula está embarazada?


—¡No! —exclamó él—. Contesta a la pregunta.


—Bueno... —se encogió de hombros—. Zaira tardó un mes en decirme que estaba embarazada porque tenía miedo de que yo me viera obligado a estar con ella por el bebé. Cuando lo sospeché —sonrió—, me sentí muy feliz, pero —arrugó la frente— también nervioso. ¿Por qué quieres saber todo esto?


—Esta mañana, escuché a Paula decirle a Bonnie que... —se ruborizó—, que yo... que ella...


—Está enamorada de ti.


—¡No! Bueno... No lo dijo con esas palabras, pero...


—¿Qué fue lo que dijo? —se cruzó de brazos.


—Se siente segura conmigo —sonrió sin darse cuenta—. Dijo que, a pesar de nuestros enfados o del daño que le causan sus compañeras, me necesita...


—Eso es bueno, ¿no?


Pedro permaneció callado. Suspiró, suspiró, suspiró...


—¿Cuál es el problema? —dijo Mauro, dando una palmada en el aire para que se espabilara—. Un momento... —entrecerró los ojos—. ¿De verdad nunca has sospechado que Paula estuviera enamorada de ti?


—No está enamorada de mí... —lo corrigió él, sin convicción.


—Lo está. ¿Cómo es posible que el mayor mujeriego de Boston no lo supiera hasta ahora y porque se lo ha escuchado a escondidas a la aludida? — soltó una carcajada y se levantó—. A mí me sucedió lo mismo con Zaira, si te sirve de consuelo. Creía que ella no me amaba. ¿De qué tienes miedo, Pedro?


—¡No lo sé! —se desesperó. Caminó hacia el salón y tumbó a Gaston en su cuco, al lado del de su sobrina—. Supongo que... Me asusté... ¡Y no sé por qué, joder! —se pasó las manos por la cabeza.


—La amas.


—¡Por supuesto que la amo! —se derrumbó en el sofá.


—Vaya... Por fin lo reconoces en voz alta —Mauro sonrió, frente a él.


—Estoy aterrado, joder... —apoyó los codos en las rodillas y la barbilla en las manos—. No quiero perderla... —se le formó un nudo en la garganta—. Es como si ahora tuviera una gran responsabilidad para la que creía que estaba preparado, pero... ¡Joder!


—¿Por qué no le confiesas lo que sientes por ella?


—¿Y si he malinterpretado sus palabras? —las dudas lo asaltaron—. ¿Y si lo que he escuchado hoy solo responde a un sentimiento especial porque soy el padre de su hijo? —frunció el ceño. Se incorporó de un salto y soltó varias palabrotas—. Esto es una mierda... ¡Con lo fácil que es estudiarse un puto libro de Medicina! —alzó los brazos, implorando una respuesta.


—¿Por qué te resulta tan complicado? —rebatió su hermano, observándolo con diversión—. Estáis locos el uno por el otro, es un hecho para todo el mundo menos para vosotros, y desde hace mucho tiempo, Pedro. Mira, conozco
ese miedo —sonrió con suavidad—. Lo sé porque yo siento ese miedo por Zaira.


—¿Todavía? —preguntó Pedro, extrañado y asustado a partes iguales—. ¿Y la presión en el pecho? —se estrujó la camisa a la altura del corazón—. ¡Es horrible, joder! Cuando la miro, cuando pienso en ella, cuando me sonríe... ¡Joder! —se pasó las manos por la cabeza de nuevo—. ¿Y si me abandona otra vez? —paseó sin rumbo por la estancia—. ¿Y si no es suficiente para ella lo que yo siento? ¿Y si en el hospital consiguen que se aleje de mí otra vez? ¿Y si no soy lo suficientemente bueno para ella? ¿Y si me equivoco? ¿Y si lo fastidio? ¿Y si...?


—Tan inteligente para unas cosas y tan estúpido para otras —sonrió con suficiencia—. Si existiera el manual perfecto del amor, ya te lo hubieras empollado y ahora no estarías así —se rio abiertamente.


—Eso seguro... —jadeó, recostándose sobre la pared.


—Vas a tener ese miedo siempre, Pedro. Es inevitable. Pero tendrás que arriesgarte, porque el amor es eso.


—¿Sabes por qué tengo tanto miedo? —lo miró, atormentado—. Porque con Paula no sirven las palabras, ni siquiera un te amo... ¿Cómo le dices a un mujer así que la amas? Y tampoco valen los clásicos —enumeró con los dedos —: odia los piropos, las flores, los bombones y las citas —dejó caer los hombros, derrotado—. Y, claro, con una mujer así, el riesgo es mil veces mayor, y eso es proporcional al miedo. Bueno, ahora sí quiere citas, pero solo hemos tenido una y salió mal —sonrió—. Es única. No hay nadie como ella. No es normal ni siquiera vestida de novia.


Ambos se rieron.


—¿Por qué no os escapais un fin de semana? —le sugirió Mauro—. Nosotros cuidamos de Gaston. Os lo merecéis. 


Pedro lo pensó. Todo en su relación había sido planificado por terceras personas. No se arrepentía de nada, pero la realidad era la que era. Y cada vez que avanzaban entre ellos, siempre surgía algo que los desestabilizaba.


Su mujer quería una cita, pero Paula era diferente, así que la cita debía de ser diferente. Abrazó a Mauro en un arrebato de felicidad, sacó el móvil del bolsillo del pantalón y telefoneó a Bruno.


—¿Qué quieres, Pedro? —su saludo de siempre.


—Oye, Bruno, ¿podrías decirme si el fin de semana que viene lo tiene libre Paula?


—Perdona... ¿Quién?


—Paula.


—¿Quién? —repitió en un tono irónico.


—¡Paula, joder! ¡Te estoy hablando de Paula!


Su hermano pequeño soltó una sonora carcajada.


—¿Se puede saber de qué te ríes?


—¿Tienes fiebre?


—Que si tengo... —se pellizcó el puente de la nariz—. ¿Me lo dices tú o tendré que averiguarlo yo?


—Es la primera vez que te oigo llamarla por su nombre —suspiró, teatrero—. Qué pena que no lo esté grabando...


Pedro se ruborizó y le dio la espalda a Mauro, porque estaba escuchando la conversación y también se estaba riendo sin disimulo.


—Contéstame, Bruno —le exigió en un gruñido.


—¿Por qué no se lo preguntas tú? Hoy ha estado distraída, no sabrás tú la razón, ¿verdad?


—Quiero darle una sorpresa y necesito saber si el fin de semana que viene lo tiene libre sin que ella se entere.


Bruno permaneció en silencio unos segundos.


—El fin de semana que viene lo tiene libre; el de la gala, creo que no.


—¡Perfecto! —exclamó Pedro, efusivo—. Gracias, Bruno —colgó.



CAPITULO 90 (SEGUNDA HISTORIA)




Charlaron, bailaron y se divirtieron durante unas horas. Cuando ella ya no podía más del cansancio, se despidieron de Carlos y de los demás y partieron rumbo al apartamento. Cayó rendida en la cama antes de desnudarse.


A la mañana siguiente, recogieron a su hijo y, como hacía sol a pesar del frío, pasearon los tres por la ciudad. Almorzaron en un restaurante muy bonito y acogedor. Hablaron sobre la gala y acordaron que fuese Catalina quien se comunicara directamente con su madre, Jane.


Paula desbordaba felicidad. Se reía por tonterías y se quedaba embobada en Pedro todo el tiempo, en especial cuando cogía al niño y lo acunaba en el pecho. La población femenina se giraba al verlo. Sentía celos, era inevitable, pero también un profundo orgullo porque ese hombre tan atractivo y atento era suyo.


Por la noche, cenaron con Zaira, Mauro y Bruno, en el salón. Los cinco vieron una película con palomitas en el sofá, Paula en el regazo de Pedromientras él le acariciaba el rostro con los labios de vez en cuando de forma distraída.


Fue un día perfecto.


No obstante, la vuelta a la rutina, al hospital, aunque la relación entre ellos se había fortalecido ese maravilloso fin de semana, retornó su angustia hacia determinadas compañeras.


Su marido la besó en los labios al despedirse en la quinta planta, frente a todo el mundo, sin esconderse. Emma y las demás no ocultaron su desagrado ante la escena.


—Recuerda —le susurró él al oído—, mándame un calcetín antes de desaparecer.


Ella asintió, poco convencida, y se dirigió al vestuario para cambiarse de ropa.


Comenzó su ronda con la repelente de Sabrina. Su jefa seguía sin permitirle hacer nada que no fuera acatar las órdenes de su compañera. En el turno de noche, se había sentido útil y tranquila, pero, desde que se había cambiado de nuevo, la jornada resultaba tediosa y eterna de nuevo.


A las once, hicieron un descanso, que Paula aprovechó para visitar a PedroIlusionada por sorprenderlo, llamó a su despacho. Le abrió la puerta Bonnie.


—¡Hola! —la saludó la secretaria con una amplia sonrisa—. Se acaba de marchar, lo siento.


—No importa —mintió ella.


—¿Te apetece un café?


—Claro.


Bonnie preparó café para las dos en una sala que comunicaba con el estudio. Estaba prácticamente vacía. Era muy amplia y la luz entraba a raudales por el ventanal que ocupaba la pared de la derecha.


—Hoy lo he visto más contento que nunca —le comentó la secretaria—. ¿Las cosas están mejor entre vosotros?


Paula sonrió, ruborizada.


—Me alegro —continuó Bonnie antes de dar un sorbo a su taza—. Los días que estuviste en el turno de noche... —adoptó una actitud grave—. Estaba hecho polvo. Jamás lo había visto tan mal.


—Es duro... —confesó, con la cabeza agachada—. Creo que nunca me acostumbraré a los comentarios. Son malas.


—Las mujeres somos arpías por naturaleza —se rio con dulzura—. Lo amas.


Paula la miró y suspiró, entrecortada. Las lágrimas se agolparon en sus ojos y no tardaron en mojar sus mejillas.


—¡Oh, cariño! —exclamó la secretaria, abrazándola—. Perdóname. Mi intención no era que lloraras.


—No te preocupes... —se sentaron en las dos únicas sillas que había pegadas a la mesa donde estaba la cafetera, junto a una nevera pequeña—. El día que lo conocí, cuando me miró... —se mordió el labio inferior—. Suena cursi, pero... me derretí —respiró hondo—. Siempre lo veía rodeado de mujeres que babeaban por él. Escuchaba historias y me enfadaba. No quería ser como ellas, quería ser diferente, que me viera diferente —se corrigió, estrujándose el uniforme en el pecho con la mano libre, con la otra sujetaba el café que todavía no había probado—. Empecé a tener citas con hombres con la esperanza de poder olvidarme de él.


—Pero ninguno de ellos era él.


—Ninguno —clavó los ojos en un punto infinito—. Perdí la cuenta de la cantidad de veces que me dormía llorando al recordar lo que contaban sobre Pedro. Era horrible... —sintió un escalofrío—. Y ahora... —resopló— es peor aún... Él me dice que no haga caso, que las ignore, pero es difícil...


—¿Por qué no trabajas en esta planta con él? Así estarías con Pedro, y lejos de Sabrina y Emma—le sugirió Bonnie—. Me ha contado que te gusta la Oncología y Pedro es uno de los mejores oncólogos del estado. Aprenderías mucho con él, sobre todo porque le apasiona su trabajo y es un gran jefe. Los residentes están encantados. Y trata muy bien a todos.


—Están prohibidas las relaciones personales entre compañeros de la misma sección. Y es una pena, porque me encantaría trabajar con él —sonrió —. Las dos únicas veces que hemos coincidido por un paciente de Bruno, me he sentido más cerca de Pedro y lo he sentido a él distinto... He sentido una conexión. No sé cómo explicarlo... —apoyó la taza en la mesa—. Pedro es todo lo contrario a lo que muestra en su fachada de mujeriego —gesticuló mientras hablaba—. Es muy detallista, considerado y cariñoso, pero solo a escondidas, como si pretendiera ocultarse del mundo, porque de cara a la galería finge ser despreocupado e interesado en cosas vanas. Y en el trabajo lo he visto como realmente es. Han sido unos minutos escasos los que hemos coincidido, pero... —inhaló una gran bocanada de aire y lo expulsó de forma sonora—. Lo adoro... —meneó la cabeza entre carcajadas—. Lo amo tanto que necesito aferrarme a cualquier cosa de él, sobre todo a esa conexión...


Bonnie sonrió.


Pedro es especial —añadió Paula, con la mirada ausente—. Nunca he conocido a nadie como él. Tiene algo que lo hace diferente a cualquiera, no sé qué es... pero, cuando lo miro, siento que él me protegerá hasta de mí misma. A pesar de las discusiones o del dolor que me causan las mentiras que oigo de Pedro, es mirarlo y querer correr hacia sus brazos —se levantó para regresar al trabajo. Suspiró y sonrió—. Gracias por el café, Bonnie. Tengo que volver — abrió la puerta para salir por el despacho y se alarmó—. ¡Pedro!


Sí, Pedro Alfonso estaba frente a Paula y no parecía que acabara de llegar...