miércoles, 27 de noviembre de 2019

CAPITULO 89 (SEGUNDA HISTORIA)




El local era enorme, de techos altos y una barra cuadrada en el centro. La música actual retumbaba en el suelo; la pared de la derecha era un espejo y tenía taburetes donde estaban sentados los que preferían charlar; no había pista, casi todos movían las caderas por el espacio. Avanzaron hasta unos sillones blancos sin respaldo que había al fondo, subidos en un podio más alto que el resto.


Caminaron entre el gentío hacia los sofás, pero, antes de llegar a la barra, dos hombres, vestidos con vaqueros, camisas y americanas, atractivos y altos, los detuvieron.


—¡Pedro! —saludó uno de ellos, de pelo rubio muy corto y delgado.


Él esbozó una gran sonrisa.


—¿Qué tal, tíos? —les estrechó la mano sin soltar la de Paula.


—¡Cuánto tiempo, Alfonso! —convino el otro, también rubio, pero los cabellos le llegaban a los hombros—. Ya creíamos que te había secuestrado tu mujer —observó a Paula con una sonrisa seductora—. ¿Dónde has dejado el vestido rojo, señora Alfonso?


Ella frunció el ceño. No los recordaba.


—Soy Carlos—dijo el del pelo largo, adivinando su pensamiento—. Él es Adrian —señaló con la cabeza al otro—. ¿Y el vestido rojo? —insistió, divertido.


—¿No te gustan mis vaqueros? —rebatió Paula, ocultando una risita.


—Nunca he dudado del buen gusto de Alfonso, pero tú te llevas el primer puesto, y con diferencia. Me dejaste impactado con tu vestido de novia —hizo una cómica reverencia.


Los cuatro se rieron. Pedro tiró de ella y siguieron a sus dos amigos hasta los sillones blancos. Se reunieron con un grupo que saludó a su marido con gran cariño, pero cuatro chicas los obligaron a separarse y rodearon a Pedro como lobas en celo. Paula se cruzó de brazos y emitió un gruñido nada femenino.


—¿Qué te apetece beber? —le preguntó Carlos a ella al oído, llamando a un camarero.


Pero Paula no respondió, los celos ganaron la batalla. Su nuevo amigo soltó una carcajada y la agarró del codo.


Pedro solo tiene ojos para ti, puedes estar tranquila. Lo conozco desde que éramos unos críos —sonrió.


—En quien no confío es en ellas —apuntó con acritud—. Además —lo miró, arrugando la frente—, ¿cómo sabes que solo tiene ojos para mí?


—Porque eres rubia —se encogió de hombros.


Paula se ruborizó y Carlos se rio.


—¿De verdad que nunca ha estado con ninguna rubia? —se interesó ella.


—Nunca —negó despacio con la cabeza—. Y de ti habla desde hace un par de años. Eso ya dice mucho de él en lo que a ti respecta.


—¿Y qué decía? —solicitó un gin-tonic.


—Decía que había una rubia en el hospital que trabajaba con su hermano Mauro que le ponía muy nervioso. Y Pedro es un experto en controlar sus emociones —bebió de la copa que tenía en las manos—. Cuando le pedimos que nos dijera cómo eras, dijo que no podía describirte, que había que conocerte para que entendiéramos a qué se refería.


—¿Y a qué se refería? —aceptó el gin-tonic que le trajo el camarero.


—Es obvio. Eres una belleza.


Paula se sonrojó aún más y dio un largo trago a la bebida, no por las palabras de Carlos, sino porque el no halago provenía de Pedro. Su corazón salió despedido hacia el firmamento sin retorno posible.


De repente, unos brazos cercaron su cintura, pegándola a una roca cálida, dura y flexible que olía a madera acuática.


—¿Me das un poco? —le pidió su marido.


Ella le aproximó la copa a los labios. Él tragó y se los humedeció, saboreando la bebida. Carlos sonrió y los dejó solos.


—Perdona por lo de antes —se disculpó Pedro en su oreja, rozándosela adrede.


Ella se giró entre sus brazos y lo besó en la mejilla.


—No importa, soldado. Eres mío.


Pedro le dedicó una sonrisa devastadora, debilitando las rodillas de Paula, y se inclinó.


—Permiso para piropearte, rubia —descendió las manos a su trasero.


—Permiso concedido, soldado —su interior se revolucionó. Sonrió.


—Me encantan estos vaqueros —le apretó las nalgas. Sus ojos relampaguearon—. Así puedo tocarte el culo siempre que quiera.


—¡Eso no es un piropo!


—¿Mi rubia —ladeó la cabeza—, la que supuestamente odia los halagos, se ha enfadado porque he piropeado a su culo y no a ella?


—Tus halagos me gustan porque son tuyos —jugueteó con el cuello de su camisa—. Y, por tu culpa, ahora quiero que me halagues todo el tiempo... — suspiró de forma discontinua.


Su marido la sujetó por las mejillas y depositó un dulce beso en sus labios entreabiertos. Se estremeció...


—Ahora quieres citas y halagos —le acarició el rostro, retirándole los mechones hacia atrás—. ¿Y las flores, los besos de despedida y los bombones?


—Eso todavía no.


—¿Los besos de despedida tampoco?


—Prefiero los besos... secretos.


Pedro la atrajo hacia él y la besó entre risas. 


Paula se arrojó a su cuello. La emoción le impidió seguir hablando. Él la abrazó, levantándola del suelo unos centímetros para estrujarla bien fuerte y robarles carcajadas a ambos.


—¿Sabes? —le dijo ella, acomodándose en uno de los sofás—. Nunca he estado en ninguna discoteca.


—¿Nunca? —frunció el ceño, extrañado.


—Mi primera y única fiesta fue cuando mi hermana... —agachó la barbilla —. Ya sabes.


Él gruñó y la rodeó por los hombros.


—Echo de menos a mamá... —Paula se recostó en su pecho.


—¿Te gustaría verla? —la besó en la cabeza.


—La invitaría a la gala, pero no vendrá sola.


—Invita a tu familia —asintió Pedro, decidido—. Hazlo. No permitiré que te hagan daño. Puedes estar segura de eso —añadió con rudeza, tensando la mandíbula.


Ella sonrió, dejó el gin-tonic en una mesita que había frente a ellos y lo besó en un arrebato de felicidad. Cuando se apartó, él la sujetó con fuerza de las caderas.


—Bésame en condiciones —le provocó Pedro, con un brillo travieso en la mirada—. Marca territorio —giró el rostro y señaló a las cuatro chicas que no les quitaban los hambrientos ojos de encima.


—Ya decía yo que tu ego tardaba en aparecer... —ironizó Paula.


Su marido soltó una carcajada, que se bebió ella al besarlo de inmediato y sin disimular el anhelo que sentía por él. El deseo creció como un huracán al instante, pero Pedro se apartó, se puso en pie y le ofreció una mano. Paula aceptó el gesto, desorientada. La guio hacia los servicios por un pasillo que había a la derecha de los sillones. Entraron en uno vacío y echó el pestillo. La empujó contra la puerta y capturó su boca con un ardor... brutal. Y se besaron como locos, aplastándose el uno al otro durante una eternidad.


Sin embargo, cuando él introdujo las manos por dentro de su blusa, ella se puso rígida. Él lo notó, paró y la observó.


—¿Estás bien? —se preocupó.


—Yo... —respiró hondo—. No quiero aquí —desvió la mirada—. No quiero ser una más, Pedro.


—Nunca serás una más, Paula —la besó en la frente—. Perdóname... No pretendía hacerte sentir incómoda —su voz se quebró—. Lo siento... —le costaba hablar. Estaba inquieto—. Contigo pierdo el control, ya lo sabes. No volverá a ocurrir, te lo prometo.


Ella le acarició la cara y lo besó con ternura.


—No sé si quiero preguntártelo, pero necesito saberlo... —musitó ella.


—Nunca —sonrió, adivinando su muda pregunta—. Contigo todo es una primera vez.


Paula suspiró, aliviada y emocionada, y regresaron con sus amigos.




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