miércoles, 27 de noviembre de 2019

CAPITULO 88 (SEGUNDA HISTORIA)




Las palabras de su marido se sucedieron en su mente como un disco de vinilo que no dejaba de girar aunque la música se hubiera silenciado... 


Tú me gustas más, muchísimo más...


Se quedaron dormidos en el chaise longue, con la cara de él entre sus pechos y ella arrullándolo débilmente con los brazos, apreciando su peso, con las lágrimas agolpadas en sus ojos; no se derramaron porque el sueño la atrapó antes de tiempo.


Al despertar, estaba sola en el sofá y cubierta por una manta fina y agradable. Era de noche. 


La habitación se encontraba a oscuras, salvo por la luz que se filtraba a través de la puerta entornada del baño. Se incorporó y sonrió al escuchar la ducha encendida. Se coló en el servicio con sigilo. El vapor la sumió en un mundo mágico.


Pedro estaba de espaldas, ¡y menuda espalda! 


Se le desencajó la mandíbula al admirar su portentosa anatomía. Tenía las palmas apoyadas en los azulejos y la cabeza agachada. 


El chorro del agua caía en su nuca.


Paula corrió la mampara todo lo despacio que pudo para que no se diera cuenta. Acortó la distancia y le rodeó la cintura. Su marido se sobresaltó, pero permaneció en la misma posición. Lo besó en la columna y se movió para quedar encerrada frente a él. Enseguida, se mojó. Sonrió, extasiada por lo atractivo que era; la contemplaba con la mirada cargada de... ¿admiración?, ¿devoción? ¿Será posible?, se preguntó, esperanzada, ¿conseguiré que me ame, aunque solo sea una pizca de lo que lo amo yo? Solo me conformo con eso...


Le acarició el rostro. Pedro se inclinó muy despacio y la besó con suavidad.


Paula lo abrazó por el cuello y él a ella, por las caderas, alzándola en el aire sin dejar de besarla. Y no hicieron más que besarse, pero aquel beso fue diferente, los aisló del resto del mundo, desintegró el corazón de Paula al sentir que los labios de su marido le transmitían mucho más que lujuria.


Ella detuvo el beso y lo sujetó por la nuca para obligarlo a mirarla.


Respiraban de manera intermitente. La expresión de suplicio de Pedro la aguijoneó.


—¿Pedro?


Él agachó la cabeza y la escondió en su cuello, besándola debajo de la oreja.


—Paula... —la estrechó entre sus protectores brazos—. Mi Paula...


Mi nombre... Oh, Pedro... Me amas... Ahora lo sé...


Sus lágrimas se mezclaron con el agua que bañaba sus cuerpos. Tragó saliva. Era la quinta vez que la llamaba por su nombre...


Pedro, ajeno a la felicidad que embargaba a Paula, la bajó al suelo, cogió el champú y le enjabonó los cabellos. Ella, sonriendo, lo imitó. Disfrutaron de caricias y de besos hasta que la ducha se enfrió. Se secaron y se arreglaron para recoger a Gaston de casa de sus suegros. Se quedaron a cenar con Catalina y Samuel.


—Organizamos una subasta benéfica dentro de dos semanas —anunció su suegra—. Cuento con vosotros, ¿no?


Estaban en el salón-comedor. Acababan de servirles el primer plato, verduras salteadas con jamón y patata cocida.


—Claro, mamá —contestó Pedro, antes de dar un largo trago a la cerveza—. ¿Dónde?


—En el hotel Liberty.


La joven pareja estalló en carcajadas: su secreto...


La cena transcurrió de manera agradable. El café se lo tomaron en los sofás.


—¿Qué tal la cita anoche? —les preguntó Catalina, sonriendo con travesura.


—Bueno... Me sentó mal la comida —declaró Paula, abatida—. Nos tuvimos que ir a casa. Estropeé la cita.


—No estropeaste nada, rubia —él la besó en la frente.


Ella sintió un regocijo en su interior. Pedro no se estaba dando cuenta, pero la estaba tratando con mucho cariño en presencia de sus padres, que los contemplaban con un brillo especial en los ojos y una sonrisa de satisfacción.


—Podéis arreglarlo hoy tomando una copa en algún club —sugirió su suegro, con las cejas alzadas—. Nosotros estamos encantados con Gaston. Y así no lo movéis ahora de noche que está dormidito. ¿Qué os parece?


—No sé... —dudó Paula—. Desde que empecé a trabajar, he estado poco con Gaston.


—Solo es una copa —la tranquilizó Pedro—. Yo también quiero estar con él, pero no te niego que me apetece un rato a solas contigo —le guiñó el ojo.


—No estoy vestida para salir a tomar una copa —masculló ella, agitada—. Voy en vaqueros.


—Mírame —le ordenó con suavidad en el oído.


Ella así lo hizo. Y se derritió ante el escrutinio llameante que le dedicó el hombre más guapo que había conocido en su vida...


En ese instante, un sinfín de imágenes de las últimas semanas poblaron su mente. Recordó cuando estaban preparando el equipaje para la luna de miel en Los Hamptons: Lo que sea que tengamos será solo nuestro, de nadie más. Nuestro secreto, rubia. Esas fueron sus palabras...


Analizó detalles. Por ejemplo, no la halagaba porque Paula lo detestaba, y las dos veces que lo había hecho, le había pedido disculpas de antemano, lo que significaba que la respetaba porque sabía que, para ella, las palabras se marchitaban como las flores, que una mirada fundía el hielo, como ahora...


También estaba el pormenor del calcetín que le había regalado por la boda, en cuyo interior había encontrado la llave del BMW, justo después de que Paula le dijera que, para ella, ganarse el dinero, esforzarse, era importante
hasta para comprarse un mero calcetín. Y esa misma palabra, calcetín, había sido elegido por él para que, cuando ella se agobiase por las arpías del hospital, lo escribiera en un mensaje y así él la rescataría de un posible ataque de llanto, pánico o ansiedad.


Y si a todo eso se añadía el tormento que había atisbado en sus preciosos ojos oscuros cuando le había pedido tiempo y espacio para asimilar su pasado de mujeriego o, incluso, el día de la boda, al defenderla frente a su padre, o también al pelearse con la sanguijuela del club en Long Island, y con Mario...


¿Así se comportaba un hombre que solo sentía deseo físico? No. Quizás, él no lo sabía, pero la amaba... O tal vez sí lo sabía, pero le daba miedo sincerarse.


Pues yo te ayudaré, soldado. Porque yo también te amo y te mostraré el camino hacia mi corazón, porque es tuyo, aunque no lo sepas todavía...


Al final, la convencieron.


Pedro telefoneó a un amigo que era relaciones públicas de la discoteca más famosa entre la clase alta de Boston: The Boss. Condujeron hasta la misma puerta, donde un aparcacoches se encargó del Audi. No esperaron la cola, sino
que entraron por la puerta principal, cogidos de la mano. Su marido saludó a los porteros, que le sonrieron y le palmearon la espalda con confianza.




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