lunes, 23 de septiembre de 2019
CAPITULO 49 (PRIMERA HISTORIA)
Pedro rumió incoherencias y maldiciones el resto del día, encerrado en su habitación, elucubrando sobre qué paso dar, porque estaba decidido: acudiría al Bristol Lounge para recriminarle sus malditas palabras. Era una embustera.
La única que había jugado había sido ella.
A medianoche, desquiciado, rabioso, con el pelo revuelto, su móvil vibró.
Paula: Buenas noches, doctor Alfonso. Nos veremos directamente en la sala correspondiente y a la hora estipulada para la conferencia.
Atentamente, Paula.
—¡Joder! —exclamó Pedro, lanzando el teléfono contra el cabecero—. Condenada bruja... —se dirigió al baño—. ¡Seré imbécil! —corrió la mampara y accionó la ducha. Se quitó los calzoncillos y se percató de la gloriosa erección que tenía—. ¡Joder! —repitió, con el cuerpo ardiendo de furia... y de excitación.
Se heló de frío, literalmente, porque, al instante, había cerrado el agua caliente y había abierto la fría para espabilarse, pero no sirvió de nada, se fue a dormir dolorido y encrespado.
Y tampoco se calmó al día siguiente.
El seminario resultó una tortura. Paula ya no era un dibujo animado; se había convertido, como decían las niñas, en Cenicienta, aunque para él seguía siendo una bruja, única y especial, una bruja adorable, preciosa, dulce, buena y muy sexy... Estaba totalmente embrujado, ya era un caso perdido.
Procuró no mirarla, pero era inevitable. Sus ojos poseían vida propia y contemplaron a aquella pelirroja las dos eternas horas que duró la conferencia. Estuvo tan ensimismado que, incluso, se trabó varias veces cuando le tocó exponer su parte. Un ridículo absoluto.
Y así, celoso y alarmado a partes iguales, llegó la noche del sábado. Se arregló a conciencia.
Había telefoneado a Alejandra para invitarla a cenar en el Bristol Lounge. Se estaba comportando fatal con la decoradora, y más después de que ella le confesara la semana anterior que estaba enamorada de él.
El sábado había salido con unos amigos, obligado; lo que le había apetecido había sido quedarse en casa y pensar en Paula, pero Alejandra le había pedido con la voz rota que, por favor, se tomara una copa con ellos. Pedro no podía ver u oír a una mujer llorar, y la decoradora lo sabía, así que no le había quedado más remedio que aceptar.
Y había caído en la trampa... Se había bebido un par de cervezas con sus amigos, con los que no coincidía desde hacía unas semanas, y, luego, había acompañado a Alejandra a su casa; ella lo había invitado a subir, pero él se había negado. La imagen de Paula, su mensaje hiriente, el beso... Paula,Paula, Paula... Pedro se había sentido culpable por el simple hecho de estar a solas con Alejandra. Como último recurso, la decoradora le había declarado sus sentimientos, entre lágrimas, en mitad de la calle, y, mientras eso sucedía, sus amigos le mandaban mensajes riéndose porque sabían lo que estaba pasando en ese momento. Alejandra admitió que lo había embaucado con el llanto adrede, y él se enfureció y se marchó.
Ella había estado toda la semana pidiéndole perdón. Y ahí estaba él, en el bar del hotel Four Seasons esperándola. Se había vestido con un pantalón de pinzas negro, una camisa blanca, una corbata fina y un jersey de pico, ambos gris claro; además, se había puesto las lentillas, recordando que Paula no lo reconocía con ellas.
Se sentó en uno de los taburetes de la barra y esperó a su acompañante.
Pidió una cerveza a uno de los camareros y cometió el error de trastear con el teléfono... Los mensajes de Paula se abrieron ante sus ojos. Los releyó por enésima vez, desde el primero hasta el último.
—¿Y esa sonrisa? —lo interrumpió Alejandra, besándolo en la mejilla.
Pedro bloqueó el iPhone en un acto reflejo y se levantó.
—Hola, Alejandra —la saludó, serio.
Él apuró la bebida, pagó y se encaminaron hacia el restaurante. Gracias a sus influencias, tanto por su profesión como por ser un Alfonso, había podido reservar una mesa alejada, en un rincón, pero en un lugar estratégico para poder ver al resto de los comensales.
—Por aquí, doctor Alfonso —le indicó el maître.
Los acomodaron en una esquina. La mitad de la mesa estaba cubierta por una cortina de terciopelo rojo. Pedro se sentó en esa parte, de frente al resto del local.
—Gracias por aceptar mis disculpas, Pedro —le dijo Alejandra, con una deslumbrante sonrisa.
—No te preocupes —le contestó sin reparar en ella. Aparentemente, hojeaba la carta, pero, en realidad, vigilaba de reojo la entrada del restaurante.
Encargaron la cena y, justo cuando les servían las bebidas, Ernesto Sullivan hizo su aparición, seguido de... Paula.
A Pedro le costó un esfuerzo sobrehumano no incorporarse en ese momento, darle un buen gancho de derecha a la cara de Sullivan y arrastrar a la pelirroja fuera de allí por ser tan inconsciente como para quedar con un hombre como Ernesto.
La pareja se sentó enfrente de ellos, en un apartado privado. Se le revolvieron las tripas. Perdió el apetito, la voz y el color del rostro.
—¿Estás bien? —se preocupó Alejandra, posando una mano sobre su puño cerrado encima de la mesa.
—Sí —gruñó, sin poder evitarlo. Carraspeó—. ¿Me disculpas un segundo? —se levantó y se encaminó hacia los servicios.
No entró, solo permaneció en el pasillo, apenas iluminado. Sacó su móvil del bolsillo del pantalón y le escribió un mensaje a la culpable de su malestar.
Pedro: Parece que sí sales con hombres y que sí sales de tu burbuja de dibujo animado, donde supuestamente estabas cómoda y tranquila.
Atentamente, Pedro.
¡Así aprenderás!, pensó, satisfecho.
Esperó, golpeando el iPhone en la pierna y asomándose con discreción por si la veía aparecer. Y a los dos segundos...
Pedro: No te interesa lo que hago o dejo de hacer con mi vida. Atentamente, Paula.
Pedro se mordió la lengua para reprimir un rugido.
Pedro: Sí me interesa, si me mientes. Al menos, la próxima vez, sé sincera desde el principio.
Atentamente, Pedro.
Paula: No soy ninguna embustera, pero está claro que tú, sí. Atentamente, Paula.
Pedro: ¿Y en qué te he mentido, si puede saberse? Atentamente, Pedro.
Paula: Tú sabrás con quién compartes tus noches de fin de semana. Atentamente, Paula.
¿Sus noches de fin de semana? Sonrió.
Pedro: Parece que además de embustera, también eres agente secreto, aunque no me sorprende, ya me espiaste una vez. Atentamente, Pedro.
Paula: ¡Claro que no!
Pedro: Demasiado rápido, Paula, has contestado demasiado rápido... Atentamente, Pedro.
Paula: Salí de trabajar del taller de Stela y te vi por casualidad. Atentamente, Paula.
Pedro: Sí, qué casualidad... Estuve con mis amigos lejos de tu casa. Inténtalo de nuevo, prueba una excusa mejor. Atentamente, Pedro.
Paula: ¡Te estoy diciendo la verdad! Además, ibas muy bien acompañado... Tú sí puedes salir con tu supuesta amiga, pero, si yo tengo una cita, me pides explicaciones. ¡Déjame en paz! Atentamente, Paula.
Pedro: ¡No pienso dejarte en paz cuando me mientes! ¿Quién juega con quién, Paula? Me dijiste que éramos de dos mundos diferentes y que si yo te había besado había sido para escapar de mi rutina. ¡Y una mierda! No tienes ni idea de nada, ni siquiera me conoces, ¡joder! Pero, una semana después, te citas con Sullivan en un hotel de lujo. Perdona que no crea tus palabras. Tenías razón, solo eres una niña; primero, has probado conmigo y, como no te ha gustado, has ido a por Sullivan. Atentamente, Pedro.
Guardó el móvil en el pantalón y regresó a su mesa.
—Perdona —se disculpó con Alejandra, antes de beberse de un trago su cerveza y pedir otra.
—Tranquilo —sonrió ella.
Su teléfono vibró de nuevo. Se recostó en el asiento y leyó un nuevo mensaje de Paula, con cuidado de que su acompañante no lo viera:
Pedro: Si eso es lo que piensas de mí, no tenemos nada más de qué hablar, doctor Alfonso. Atentamente, Paula.
Pedro maldijo, sin darse cuenta, y tecleó, olvidándose por completo de la cena, de Alejandra; de todo, menos de Paula.
Pedro: No es lo que pienso, es lo que tú haces que piense. Una de dos: cobarde o embustera. Te doy a elegir. Atentamente, Pedro.
Un camarero les sirvió el primer plato.
Y su móvil tembló otra vez, en su mano.
Paula: ¿Qué puñetas te he hecho para que me insultes? Atentamente, Paula.
Pedro: Esa boca, Paula, esa boca... Atentamente, Pedro.
Paula: Perdona... ¿Qué te he hecho para que me insultes, doctor Alfonso? Atentamente, Paula.
Pedro ocultó una risita, carraspeando.
Pedro: O me mentiste, o te acobardaste. O no te gustó el beso y por eso me dijiste esas tonterías, o sí te gustó pero no te atreves a reconocerlo. Atentamente, Pedro.
Paula: Ni soy una embustera ni soy una cobarde, doctor Alfonso. Atentamente, Paula.
Pedro: Entonces, ¿por qué estás cenando con Ernesto, joder? Atentamente, Pedro.
Paula: ¿A quién hay que lavarle la boca con jabón ahora, doctor Alfonso? Atentamente, Paula.
Su cuerpo hirvió de furia.
Pedro: ¡Me llamo PEDRO! ¡Deja de llamarme DOCTOR ALFONSO, JODER! Atentamente, Pedro.
Paula: ¡Y tú deja de decir «atentamente», PUÑETAS!
Pedro: ¡BRUJA!
Paula: ¡DOCTOR ALFONSO, DOCTOR ALFONSO, DOCTOR ALFONSO, DOCTOR ALFONSO, DOCTOR ALFONSO, DOCTOR ALFONSO, DOCTOR ALFONSO, DOCTOR ALFONSO!
—Perdona, Alejandra —le dijo él, respirando con dificultad; aunque intentaba que no se le notase, le resultaba imposible—. Hay un problema en el hospital. Tengo que hacer una llamada —se incorporó y se fue al pasillo de los servicios.
Su enfado era tal, que recorrió el estrecho espacio un sinfín de veces, pero no se calmó, así que le contestó al último mensaje:
Pedro: ¿Te gusta Sullivan?
Paula: No.
El alivio lo inundó. Soltó el aire que había retenido.
Pedro: ¿Y qué haces con él?
Paula: ¿Cómo sabes que estoy cenando con Ernesto?
Pedro: Eso no importa. Responde. ¿Qué haces con él?
Si doctor Alfonso aparecía de nuevo en la pantalla de su iPhone, perdería la cabeza.
Paula: No soy ninguna de tus enfermeras o de tus niños para que me ordenes o exijas nada, doctor Alfonso.
Su paciencia se agotó.
Pedro: Levanta tu culo de la silla y ven ahora mismo al baño.
Paula: ¡¿Qué?!
Pedro: Ya me has oído. Bueno... leído. Ven. Ya.
Paula: ¡¿Estás aquí?!
Dejó caer los hombros, derrotado. No tenía remedio...
Pedro: Sí, Paula, estoy aquí, porque ya no me reconozco... Por favor, ven...
No recibió respuesta.
CAPITULO 48 (PRIMERA HISTORIA)
El chófer de sus padres los esperaba a la salida del hospital. Catalina no paraba de cotorrear, era la única que hablaba. Paula y Pedro, en cambio,
estaban sumidos en un silencio sepulcral. Él iba sentado en el asiento del copiloto, observando las calles a través de la ventanilla, luchando contra las ganas de mirarla por el espejo retrovisor.
Alcanzaron el hotel Liberty, en el centro de Beacon Hill, donde se llevaría a cabo la gala que estaba organizando Alfonso & Co. Había sido Catalina quien había creado la asociación, sola y dispuesta a luchar por un mundo mejor, o purificar el existente en la medida de lo posible, según sus palabras.
El gran salón de baile del hotel ya estaba decorado, aunque los miembros de la asociación habían decidido que la gala fuera una mascarada: doscientos noventa invitados asistirían al baile de disfraces, en el que cenarían aperitivos fríos y calientes, beberían champán y vino y disfrutarían del baile hasta el amanecer.
Pedro estuvo dos horas acatando las órdenes de su madre —revisaron el espacio infinidad de veces, imaginándose dónde pondrían el mobiliario— y Paula se dedicó a realizar llamadas telefónicas, aunque Pedro no sabía a quién porque se esforzaba en mantenerse alejada de él. Resultaba insoportable, en especial cuando sus ojos se cruzaban una milésima de segundo. La tristeza persistía en los de Paula. No había enfado, solo una profunda desilusión. ¡Y cómo deseaba Pedro borrarle tal suplicio a base de besos, caricias y abrazos! Lo que más ansiaba era estrecharla entre sus brazos...
Se había vuelto loco. Ya era una realidad. Loco por Paula, a secas.
—Bueno, por hoy, hemos terminado —anunció Catalina, en la doble puerta abierta del gran salón.
Los jóvenes asintieron y salieron los tres al exterior. Se subieron en el coche y el chófer condujo hacia la casa de Paula. Se detuvieron en la misma acera del portal.
—¿Por qué no vienes el sábado a cenar a casa? —le sugirió la señora Alfonso.
—Lo siento, pero no puedo —le respondió Paula—. Ya tengo un compromiso. Gracias por traerme.
¿Un compromiso? ¿No se supone que nunca sales de tu burbuja de dibujo animado donde estás cómoda y tranquila?
Él se enfureció. Apretó el puño donde descansaba el mentón.
—Gracias a ti por ayudar, cariño —Catalina la besó en la mejilla—. ¿Algún hombre guapo? ¿Es una cita? —insistió con una sonrisa pícara.
—Bueno, yo... —carraspeó, nerviosa—. No es exactamente una cita, pero es importante.
¿Qué demonios significa eso? ¿Y su titubeo? ¿Una cita?
Pedro se contuvo para no exigirle explicaciones, porque no tenía ningún derecho, pero los celos lo estaban devorando sin piedad.
—Espero que te lleve a un sitio a tu altura —se preocupó su madre con cariño—. Dicen que un hombre se define por el lugar al que lleva a cenar a una mujer en la primera cita —se rio.
A Pedro se le escapó una carcajada espontánea por ese comentario. Su única cena con Paula había acabado metida en la nevera y ella, corriendo en dirección contraria. Fracaso rotundo antes de empezar.
—En realidad... —dudó Paula—. Es en el Bristol Lounge.
Bastian dejó de respirar. El Bristol Lounge era el restaurante del lujoso hotel Four Seasons, ubicado al otro lado del Boston Common. ¿Qué diantres hacía ella en un edificio frecuentado por gente que se movía en círculos tan opuestos al suyo, gente con la que Paula, a secas no encajaba, según ella?
Gruñó.
Las dos mujeres le oyeron y se callaron. A continuación, él se bajó del coche y le abrió la puerta a Paula. La miró, pero la pelirroja no le devolvió el gesto y huyó lo más rápido que pudo hacia la preciada torre de marfil que era su casa.
—Gracias de nuevo —le dijo Paula a Catalina, agitando la mano en el aire.— Te llamaré, cielo. ¡Que disfrutes de tu no cita!
CAPITULO 47 (PRIMERA HISTORIA)
La semana transcurrió volando para Pedro, en modo automático. Se levantaba de madrugada, corría en el parque, desayunaba chocolate caliente y acudía al trabajo. Si había hablado con sus hermanos, no se acordaba. Y menos mal que no había operado a nadie...
Desde la franca respuesta de Paula, el mundo a su alrededor se había desvanecido. No se había enfadado, pero la decepción lo había engullido de la manera más despiadada, y eso era peor, mucho peor... Y la desilusión no era hacia ella, sino hacia sí mismo. Si Paula pensaba así de Pedro, era por la imagen que este ofrecía. No la conocía, pero ella tampoco a Pedro.
Ese era el problema, y no tenía solución, porque ni siquiera él se reconocía.
Aquella pelirroja no había abandonado su mente ni mientras dormía. No importaba, ojos abiertos o cerrados, recordaba su cuerpo y le temblaban las manos... Recordaba sus besos y le temblaban los labios... Recordaba su entrega, su confianza, su respuesta, y temblaba... Recordaba su huida y temblaba... Recordaba su cicatriz y temblaba... Recordaba sus palabras y temblaba...
Y no dejaba de recordar, una y otra vez, una y otra vez, una y otra vez...
El jueves no se movió de su despacho, rellenó formularios y se reunió con la enfermera Moore, nada más. Escuchó el jaleo, las risas que ella provocaba. Pedro se estremeció, bajó los párpados y se recostó en la silla de piel.
Cruzó las manos detrás de la nuca, frustrado.
Había luchado consigo mismo por no escribirle un mensaje, para no presentarse frente a su portal y observar la ventana de su cuarto, para no buscarla en el parque cada mañana, para no telefonear a su madre y saber algo de ella.
Se revolvió los cabellos y se incorporó de un salto. Se quitó la bata y se colocó la chaqueta.
Necesitaba salir de allí. Una cerveza le vendría bien.
Llevaba el busca en el bolsillo del pantalón; si hubiera alguna emergencia, le avisarían de inmediato. Además, esa semana había trabajado casi las veinticuatro horas del día.
Sin embargo, en cuanto puso un pie en el pasillo, lo sacudió una fragancia primaveral. Se quitó las gafas un segundo para pellizcarse el puente de la nariz y relajarse, pero no sirvió de nada. Enfiló hacia las escaleras, sin detenerse, sin desviar la mirada, pero se topó con su madre en la recepción.
—¿Mamá?
—¡Hola, cariño! —lo abrazó y le besó la mejilla—. Iba ahora mismo a verte.
—¿Qué haces aquí?
Catalina lo analizó de la cabeza a los pies.
—Pues venía a pedirte que nos acompañaras a dar los últimos retoques a la gala —le explicó su madre—. ¿Tenías planes?
—Ya estoy, Ca... —anunció Paula, que se calló de golpe al verlo a él.
El corazón de Pedro se aceleró tanto que creyó que explotaría en cualquier momento. Era la mujer más hermosa del mundo... Llevaba un vestido camisero con dos pequeñas aberturas a los lados de sus muslos, de rayas muy finas, blanco y azul claro, con el cuello mao, las mangas por debajo de los codos y un trozo blanco con botones diminutos, simulando un babero, en el escote. Un cinturón trenzado de color beis se anidaba a sus caderas. Medias tupidas azul oscuro. Los botines que tanto le gustaban a él, planos, de ante y con hebillas, completaban su atuendo. No estaba hermosa, se corrigió, estaba... sexy, incluso a pesar de la sencillez y la ternura que irradiaba.
Las ondas suaves de sus cabellos eran naturales, perfectas. Se había colocado una horquilla en el lateral contrario a la raya para que no le molestasen los mechones, algo que Pedro aplaudió —odiaba que obstaculizasen las impresionantes gemas turquesas de sus ojos, muy tristes, por cierto, demasiado—. Un instinto protector se adueñó de su cuerpo.
—Paula —pronunció, áspero.
—Doctor Alfonso —correspondió con la voz quebrada.
—¿Nos acompañas, hijo?
Pedro aceptó sin reservas, por el mero hecho de estar cerca de su preciosa bruja, porque era preciosa y también era suya, aunque le quemase por dentro reconocerlo, aunque ella aún no lo supiera.
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