lunes, 23 de septiembre de 2019

CAPITULO 47 (PRIMERA HISTORIA)




La semana transcurrió volando para Pedro, en modo automático. Se levantaba de madrugada, corría en el parque, desayunaba chocolate caliente y acudía al trabajo. Si había hablado con sus hermanos, no se acordaba. Y menos mal que no había operado a nadie...


Desde la franca respuesta de Paula, el mundo a su alrededor se había desvanecido. No se había enfadado, pero la decepción lo había engullido de la manera más despiadada, y eso era peor, mucho peor... Y la desilusión no era hacia ella, sino hacia sí mismo. Si Paula pensaba así de Pedro, era por la imagen que este ofrecía. No la conocía, pero ella tampoco a Pedro.


Ese era el problema, y no tenía solución, porque ni siquiera él se reconocía.


Aquella pelirroja no había abandonado su mente ni mientras dormía. No importaba, ojos abiertos o cerrados, recordaba su cuerpo y le temblaban las manos... Recordaba sus besos y le temblaban los labios... Recordaba su entrega, su confianza, su respuesta, y temblaba... Recordaba su huida y temblaba... Recordaba su cicatriz y temblaba... Recordaba sus palabras y temblaba...


Y no dejaba de recordar, una y otra vez, una y otra vez, una y otra vez...


El jueves no se movió de su despacho, rellenó formularios y se reunió con la enfermera Moore, nada más. Escuchó el jaleo, las risas que ella provocaba. Pedro se estremeció, bajó los párpados y se recostó en la silla de piel. 


Cruzó las manos detrás de la nuca, frustrado.


Había luchado consigo mismo por no escribirle un mensaje, para no presentarse frente a su portal y observar la ventana de su cuarto, para no buscarla en el parque cada mañana, para no telefonear a su madre y saber algo de ella.


Se revolvió los cabellos y se incorporó de un salto. Se quitó la bata y se colocó la chaqueta. 


Necesitaba salir de allí. Una cerveza le vendría bien.


Llevaba el busca en el bolsillo del pantalón; si hubiera alguna emergencia, le avisarían de inmediato. Además, esa semana había trabajado casi las veinticuatro horas del día.


Sin embargo, en cuanto puso un pie en el pasillo, lo sacudió una fragancia primaveral. Se quitó las gafas un segundo para pellizcarse el puente de la nariz y relajarse, pero no sirvió de nada. Enfiló hacia las escaleras, sin detenerse, sin desviar la mirada, pero se topó con su madre en la recepción.


—¿Mamá?


—¡Hola, cariño! —lo abrazó y le besó la mejilla—. Iba ahora mismo a verte.


—¿Qué haces aquí?


Catalina lo analizó de la cabeza a los pies.


—Pues venía a pedirte que nos acompañaras a dar los últimos retoques a la gala —le explicó su madre—. ¿Tenías planes?


—Ya estoy, Ca... —anunció Paula, que se calló de golpe al verlo a él.


El corazón de Pedro se aceleró tanto que creyó que explotaría en cualquier momento. Era la mujer más hermosa del mundo... Llevaba un vestido camisero con dos pequeñas aberturas a los lados de sus muslos, de rayas muy finas, blanco y azul claro, con el cuello mao, las mangas por debajo de los codos y un trozo blanco con botones diminutos, simulando un babero, en el escote. Un cinturón trenzado de color beis se anidaba a sus caderas. Medias tupidas azul oscuro. Los botines que tanto le gustaban a él, planos, de ante y con hebillas, completaban su atuendo. No estaba hermosa, se corrigió, estaba... sexy, incluso a pesar de la sencillez y la ternura que irradiaba.


Las ondas suaves de sus cabellos eran naturales, perfectas. Se había colocado una horquilla en el lateral contrario a la raya para que no le molestasen los mechones, algo que Pedro aplaudió —odiaba que obstaculizasen las impresionantes gemas turquesas de sus ojos, muy tristes, por cierto, demasiado—. Un instinto protector se adueñó de su cuerpo.


—Paula —pronunció, áspero.


—Doctor Alfonso —correspondió con la voz quebrada.


—¿Nos acompañas, hijo?


Pedro aceptó sin reservas, por el mero hecho de estar cerca de su preciosa bruja, porque era preciosa y también era suya, aunque le quemase por dentro reconocerlo, aunque ella aún no lo supiera.




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