miércoles, 18 de septiembre de 2019
CAPITULO 34 (PRIMERA HISTORIA)
Pedro se encerró en el baño dando tal portazo que el espejo sobre el lavabo se columpió. La estancia estaba vacía, pero, aún así, se metió en uno de los escusados y se sentó sobre la taza del váter.
Los celos lo machacaban. Tiró de sus cabellos con saña. Jamás se había enfadado tanto.
Respiró hondo varias veces. No se calmaba. ¡No podía ser tan ingenua de caer en las redes de Samuel!
—¡Joder! —rugió, balanceándose hacia adelante y hacia atrás de manera descontrolada.
En ese instante, alguien entró en el servicio. Los tacones resonaron con suavidad, pero eran decididos. Él permaneció en silencio y quieto, para no descubrirse.
—¿En qué momento se me ocurrió aceptar la invitación? —susurró una candente voz femenina.
Paula... ¡Tenía que ser precisamente ella!
—Ay, Dios... —continuó ella—. No puedo, no puedo, no puedo... —abrió el grifo un par de segundos—. Tranquila —se dijo a sí misma—. Solo es el hombre más guapo que has visto en tu vida, no pasa nada. Lo superarás. Te olvidarás de él. Sí... Sí... Sí... ¡Puedes hacerlo!
Pedro quiso matar a Sullivan.
—Pedro...
Su nombre lo paralizó. Se incorporó de un salto.
—¿Por qué eres tan guapo, Pedro? —gimoteó ella—. ¿Por qué no puedo sacarte de mi cabeza? ¡Te odio!
¡No es Samuel, soy yo! ¡Está hablando de mí!
—Lo único que haces es tratarme mal... —prosiguió Paula en voz baja—. Ay, doctor Alfonso... No me extraña que tengas novia... Hacéis muy buena pareja. Ella es impresionante, y tú, también. Pedro... —suspiró.
Los tacones se perdieron en la lejanía. La puerta principal se cerró. Se había ido.
Él estaba clavado en el suelo, incapaz de reaccionar.
Me corresponde... Me corresponde... Me corresponde... se repitió, incrédulo. Ha pronunciado mi nombre... Ha pronunciado mi nombre... Ha pronunciado mi nombre...
Un momento...
¿Novia? No tengo novia. Espera... Alejandra.
Nervioso, atacado, como un condenado adolescente con las hormonas disparadas, se ajustó el nudo de la corbata y volvió a la fiesta.
El ambiente había cambiado favorablemente.
Las lamparitas colgadas de las paredes, situadas entre los ventanales verticales a modo de puertas que daban acceso al jardín, y la araña del techo se habían tornado tenues. La orquesta ya no solo era instrumental, una pareja cantaba canciones, mezclando temas actuales y clásicos. Las sillas estaban apoyadas en las paredes. El podio había desaparecido y, en su lugar, había gente bailando.
Buscó a la pelirroja hasta que dio con ella, al fondo, a la izquierda, junto a la orquesta. Estaba hablando con Catalina, Samuel y un matrimonio amigo de ellos. Reían.
Pedro sonrió lentamente. Se aproximó a la barra. Se situó en el rincón más oscuro y apartado para quedar escondido, pero sin perderla de vista. Sacó el móvil del bolsillo interior de la chaqueta. Pidió una cerveza sin alcohol al camarero. Le escribió un mensaje a Paula, incapaz de contenerse:
Pedro: Últimamente odio mucho a Manuel, pero, hoy, es el mejor hermano del mundo.
La observó con atención. Ella arrugó la frente, alzando la mano que sujetaba su bolsito negro.
Lo abrió y cogió el móvil, cuya pantalla estaba
encendida. Murmuró algo a las otras cuatro personas y se giró para leer el mensaje con discreción. Dio un respingo. Levantó la mirada y buscó entre los presentes. Él se retiró un poco más a la derecha para que no lo descubriera. La vio teclear y... Su móvil vibró.
Paula: ¿Por qué?
Pedro: ¿Por qué lo odio o por qué hoy es el mejor hermano del mundo?
Paula: ¿Por qué hoy es el mejor hermano del mundo?
Pedro se rio.
Pedro: Porque mi corbata la ha elegido Manuel. Creo que, desde hoy, seré admirador del fucsia.
La miró de nuevo: Paula se mordió el labio inferior, ocultando una sonrisa. Un regocijo se instaló en su estómago.
Paula: ¿Por qué lo odias?
Él sabía lo que quería decirle, pero tenía miedo.
Estaba tuteándolo. Lo último que deseaba era asustarla otra vez. Y se arriesgó:
Pedro: Porque te abraza demasiado y no me gusta.
Su corazón se detuvo cuando ella frunció el ceño.
Paula: No tienes derecho a decirme si te gusta o no que alguien me abrace. Yo, al menos, si abrazo a un amigo delante de ti, no me olvido de que estás al lado...
Pedro: ¿A qué viene eso?
Paula: Tardaste veinte minutos en darte cuenta de que me había ido.
Pedro bebió un largo trago, desesperado. Sabía a qué se refería.
Pedro: Tardé veinte minutos en llegar a tu casa, no en darme cuenta de que te habías ido.
Paula: Olvida lo que te acabo de decir. No tienes que darme explicaciones. Es tu vida y es tu novia.
Pedro: Es mi vida, pero no es mi novia, es una amiga.
Se impacientó. Necesitaba que lo creyese...
Paula: ¿A todas tus amigas las besas en la boca?
El sarcasmo de Paula le provocó una carcajada.
Pedro: Fue ella quien me besó, y duró un segundo. Si te hubieras quedado, me hubieras visto apartarme, cabreado. Terminé con ella. Ya no habrá más besos con amigas.
Paula sonrió de manera radiante. Él la imitó, con el corazón a punto de sufrir ese colapso que se estaba convirtiendo en una costumbre, una deliciosa costumbre.
Paula: Te perdono.
Pedro: No te he pedido perdón.
Paula: Lo sé, doctor Payne, pero te perdono por haberte olvidado de mí esa noche.
Pedro: Estabas celosa.
Paula: ¡Claro que no!
Pedro se echó a reír.
Pedro: Has contestado demasiado rápido.
Ella realizó una mueca de enojo, que le arrancó más carcajadas. Los que estaban a su alrededor lo miraron extrañados, pero él los ignoró.
Paula: Estoy tranquila.
Pedro: A mí tampoco me gusta ver cómo abrazas a Manuel, y mucho menos que hayas venido con él a la fiesta.
Paula se cubrió la boca, sorprendida.
Paula: Pues tu amiga está aquí, así que estamos en paz, doctor Alfonso.
Pedro: He venido solo porque quería venir solo, pero sé con quién quiero irme.
Se arrepintió en el mismo instante en que envió el mensaje. Apuró la bebida y pidió otra cerveza sin alcohol.
Paula: Pues que disfrute del paseo con su amiga, doctor Alfonso.
¡Joder!
Se restregó la cara, pensando con rapidez.
Pedro: Eso espero, pero contigo...
Paula: ¿Por qué?
A Pedro le entraron ganas de reírse de sí mismo por lo patético que estaba siendo.
Pedro: Porque estoy deseando llevarte en mi moto otra vez.
Paula: Lo veo un poco complicado.
Pedro: Si es porque has venido con Manuel, no hay ningún problema, ahora mismo está tonteando con una morena enfrente de ti, así que no le importará que te vengas conmigo.
Ella sonrió.
Paula: No es por eso.
Pedro: ¿Entonces...?
Paula: ¿Tú has visto cómo voy vestida?
Pedro: Te puedo asegurar que no he hecho otra cosa en toda la noche que mirarte... Como cualquier hombre con sangre en las venas.
¡¿Qué demonios le acababa de escribir?!
Bueno, le había dicho la verdad...
El sector masculino al completo se había prendado de la pelirroja; en especial, el mujeriego de Ernesto Sullivan. Le había oído pedirle a Cassandra que se la presentara.
Paula se paralizó unos segundos y le escribió:
Paula: Entonces, te habrás dado cuenta de que mi vestido me impide subirme a una moto.
Él soltó el aire que había retenido.
Pedro: Tu vestido tiene una abertura lateral y es elástico. Y yo te taparé porque iré delante de ti, entre tus preciosas piernas.
Ambos desorbitaron los ojos.
Seré imbécil, pensó Pedro, antes de dar un trago a la bebida. Le mandó otro texto seguido:
Pedro: Perdona por el comentario.
La vio sonreír y caminar unos pasos hacia adelante y hacia atrás, nerviosa.
Paula: Se te da fatal mentir. No lo sientes en absoluto.
Pedro: Tienes razón. Tus piernas son preciosas, pero ten cuidado, si no paras quieta, puedes sufrir un percance y no me gustaría que les pasara algo.
Paula: Si les pasara algo a mis piernas, ¿crees que tendría la suerte de toparme con algún médico en la sala que me auxiliara?
Pedro: Puedes elegir entre mi padre, amigos de mi familia, Manuel, Bruno y yo. Creo que el 80% de los invitados somos médicos.
Paula: ¿Puedo elegir?
La respiración de Pedro se aceleró.
Pedro: Sí.
Paula: Pues elegiré a Bruno, porque Manuel y tu padre están ocupados en estos momentos y no conozco a los amigos de tu familia.
Pedro: ¿Por qué yo no?
Paula: Porque me pones nerviosa... Prefiero la tranquilidad que inspira Bruno.
Pedro suspiró.
Pedro: Ya somos dos, porque tú también me pones muy nervioso.
Paula: Lo sé. No me soporta, es más que evidente. Discúlpeme, doctor Alfonso, pero prefiero regresar a casa con Manuel.
Aquella respuesta lo dejó atónito. Paula guardó el teléfono en el bolso y retomó la conversación con sus padres, pero él insistió:
Pedro: Eso no es verdad.
Ella sacó el móvil por segunda vez y arrugó la frente al leer el mensaje.
Paula: Al menos sea sincero, doctor Alfonso. Soy catorce años menor que usted, pero no soy ninguna tonta.
Pedro decidió lanzarse al vacío...
Pedro: ¿Quieres que sea sincero?
Paula dudó un instante, a juzgar por su expresión incierta.
Paula: Sí.
Pedro: Mi segunda pasión en la vida es mi moto. Eres la primera persona que monta en ella y quiero que seas la única que lo siga haciendo.
Ella observó el móvil, boquiabierta, aunque enroscándose un mechón de pelo entre los dedos de forma distraía.
Paula: ¿Por qué yo?
Pedro: Sinceramente, no lo sé... Podríamos averiguarlo juntos.
Paula: ¿Cómo?
Pedro: Déjame llevarte a casa.
Paula: ¿Hoy también irás despacio?
Pedro: He traído dos cascos.
Pedro sonrió. Era cierto, y lo había hecho porque quería llevarla a casa desde que se había enterado de que acudiría a la fiesta. Manuel estaba avisado.
Su hermano mediano había aceptado enseguida, no sin antes haberse reído un rato de él. En realidad, había comprado un casco para ella esa misma mañana, negro y mate, igualito que el suyo.
Paula: Me gusta mucho tu moto, doctor Alfonso.
La vio morderse el labio y balancearse sobre sus pies. Pedro caminó despacio entre la multitud, en su dirección. Se situó a su espalda. El aroma primaveral le erizó la piel. Le escribió un último mensaje:
Pedro: Date la vuelta y di mi nombre, por favor...
Acababa de rogar... Jamás le había suplicado a una mujer.
¿Qué estás haciendo conmigo?
La pelirroja se volvió lentamente. Estaba ruborizada, deliciosamente ruborizada... Apenas un par de centímetros los separaban. Él estiró una mano y le rozó los cabellos para retirárselos de la frente, le molestó que le tapara uno de sus extraordinarios ojos turquesa. Ella bajó los párpados ante la caricia y Pedro aprovechó y contempló sus labios ligeramente carnosos, sobre todo el inferior. Su anatomía tembló. No le importaría besarla, deseaba con locura apoderarse de esa boca, raptar esos labios y no dejarlos escapar nunca, ni despegarlos de los suyos... No los había probado, pero algo tan hermoso solo podía resultar celestial. Pero no lo hizo, porque la inocencia de Paula lo cautivaba, se merecía el cielo.
Alguien carraspeó, devolviéndolos a la realidad.
—¿Nos vamos? —le susurró Pedro, incapaz de alzar la voz.
Ella asintió. Él, entonces, se dio la vuelta para despedirse de sus padres y los encontró mirándolos con tal expresión de embeleso que se sintió incómodo.
—Tened cuidado a la vuelta —les pidió Catalina, antes de besarlos en la mejilla.
Pedro tomó de la mano a la pelirroja, quemándose por el contacto, y la condujo hacia el recibidor para recoger las chaquetas.
Después, se dirigieron al garaje por una puerta que había al lado del baño, en una esquina del hall, al fondo y a la derecha.
CAPITULO 33 (PRIMERA HISTORIA)
La mansión estaba llena de gente que destilaba riqueza y poder: hombres vistiendo trajes de tres piezas y mujeres luciendo elegantes vestidos se desperdigaban en grupos en una enorme estancia, detrás de la escalera, cuya existencia desconocía. Se imaginaba que la casa era grande, porque en el exterior ocupaba media manzana, pero se quedó impresionada. El salóncomedor, donde había cenado la última vez, estaba cerrado.
La señora Alfonso se colgó de su brazo y atravesaron el lujoso y grandioso hall, entremezclándose con los invitados, hasta llegar a la sala abarrotada de gente.
—¡Qué guapa, Pau! —Bruno le besó la mejilla, contento de verla—. No sabía que escondías a toda una mujer debajo de tus ropas de dibujo animado —bromeó.
Ella le golpeó el hombro, fingiendo enfado, pero se rio.
—¿Una copa? —sugirió Bruno.
Catalina se perdió por el espacio y los tres tomaron una copa de vino tinto que ofrecían los camareros repartidos por la sala, en bandejas de plata.
Se escuchaba una música celestial gracias a una pequeña orquesta, al fondo; a continuación, había un podio con un atril de cristal y un micrófono y, al lado, una mesa con un mantel de terciopelo rojo. Las sillas se disponían hasta la mitad del espacio. Todo estaba preparado: se iba a celebrar una subasta. El dinero recaudado se destinaría a habilitar un edificio para las personas sin techo, construido a las afueras de Boston. Por falta de presupuesto, se hallaba
vacío; carecía de cocinas, baños y mobiliario.
Avanzaron hacia la barra lateral, en una esquina. Paula estaba tan bien escoltada que, curiosamente, se sintió a gusto y decidió inspeccionar a los presentes. Al segundo, se le cortó el aliento.
Pedro...
El doctor Alfonso, de espaldas a ella, en la otra punta, junto al pedestal, conversaba con dos hombres de mediana edad. Tenía una mano metida en el bolsillo del pantalón y con la otra gesticulaba. Reconoció su figura, su traje
gris oscuro, a juego con Pau... Se preguntó si también llevaría la corbata fucsia. Silenció una risita ante tal tontería. Pedro jamás variaba de color, excepto por la camisa, que siempre era blanca, igual que la de los otros dos mosqueteros.
En ese momento, los señores Alfonso se subieron al estrado. Comenzó la puja. Manuel y Bruno la acompañaron a los asientos.
La subasta era de arte y, durante dos horas, los invitados pujaron por cuadros de todo tipo: abstractos, realistas, cubistas, impresionistas, paisajistas, de retrato...
Después, la gente se reunió en grupos, igual que al principio. Ella se encaminó hacia la barra.
La música varió, siguió siendo instrumental, pero las canciones eran conocidas e incitaban a moverse, aunque nadie bailaba aún.
—Paula, cariño —Catalina se acercó a ella—, me gustaría presentarte a alguien —señaló a un hombre a su lado—, Samuel Sullivan. Samuel, te presento a Paula. Por favor —lo apuntó con el dedo a modo de dulce amenaza—, trátala
bien —y se fue.
Le sonaba el apellido, pero no acertaba a ubicarlo.
—Es un placer, Paula —pronunció Sullivan con voz grave, atrayente, a la vez que le tomaba la mano para besarle los nudillos.
—Igualmente... —carraspeó—. Igualmente, Samuel.
Aquel hombre era tan guapo que, por un momento, se tambaleó. Tenía menos de cuarenta años, el pelo rubio y engominado hacia atrás y unos ojos verdes sagaces que la estudiaban sin pudor. Su sonrisa constituía su mayor atractivo. Vestía de color azul marino y la corbata era del mismo tono que su seductora mirada. Se veía que era un mujeriego, aunque no sabía qué pensar de él, al contrario que con Manuel.
La soltó y se colocó frente a ella, apoyando el codo en la barra. Pidió dos copas de vino.
—Me ha dicho Catalina que impartes clases en Hafam —le tendió la bebida.
—Gracias —la aceptó con manos temblorosas—. Sí. ¿Has oído hablar de la escuela? —dio un sorbo.
—Bastante —la observó, divertido—. Yo soy el culpable de que esté a punto de cerrar.
Paula entreabrió los labios. Y se enojó.
Samuel Sullivan era el propietario del terreno donde estaba edificada Hafam.
En realidad, pertenecía a una empresa estatal, pero él era el socio mayoritario.
La secretaria del señor Sullivan había sido quien se había puesto en contacto con su amiga Kendra, la dueña de la escuela, para avisarla de que, pronto, la derrumbarían para construir un bloque de pisos.
—Antes de que me asesines —le previno Samuel, acortando la distancia sin titubear—, te diré que todavía no es definitivo el cierre.
—¿Ah, no?
—No —la sostuvo por la cadera con la mano libre sin que Paula se percatara, porque estaba consternada por la noticia—. Catalina me ha
convencido para que recapacite, pero necesito algo más que sus palabras. ¿Me enseñarías lo que hacéis en Hafam? —arqueó las cejas sin perder la sonrisa —. Si me convences de que la escuela es importante, yo convenceré a mis socios para que no la cierren.
—¿De verdad? —posó una mano en su brazo en un acto reflejo, con la ilusión creciendo en su interior a pasos agigantados.
¡Es mi día de suerte!
—Un momento... —musitó ella, escéptica—. ¿Así de fácil? —bebió más vino.
—Así de fácil —se inclinó.
Pau se dio cuenta, entonces, de que estaban demasiado cerca, por lo que retrocedió en un acto instintivo, pero se chocó con una roca... cálida. Se giró para disculparse, pero el aroma a hierbabuena la enmudeció. Sus ojos se posaron en una preciosa corbata gris claro con diminutos cuadraditos fucsias y ascendieron lentamente hasta...
—Doctor Alfonso—articuló ella en un tono bastante agudo.
Pedro la miraba con rabia.
¿Qué he hecho ahora?, gimoteó Paula en su interior. Solo ha sido un golpecito, tampoco es para enfadarse...
—Paula —la saludó el doctor Alfonso, tensando la mandíbula—. Veo que conoces a Sullivan.
Ambos hombres se estrecharon la mano, pero aquellos dos pares de ojos no sonreían, más bien parecían batirse en duelo.
—Eh... —titubeó ella—. Sí, Samuel es...
—Sé quién es —la cortó, irguiéndose—. Espero que disfrutéis de la fiesta —y se fue.
¿Qué puñetas ha sido eso?
—No sabía que eras amiga de Pedro —le dijo Samuel con seriedad.
—Y yo no sabía que tú no lo eras —le rebatió ella con una fría sonrisa.
Odiaba a Pedro por haberse marchado, pero odiaba más a Samuel porque era obvio la rivalidad entre ambos.
—Digamos que hemos compartido ciertas cosas en el pasado —declaró Sullivan, misterioso.
—¿Cosas? —repitió Paula antes de apurar su copa.
Samuel la miró fijamente.
—Una cosa en particular —se corrigió a sí mismo, señalando con la cabeza un punto a su espalda.
Ella se dio la vuelta y descubrió a una mujer morena, espectacular, que hablaba con los señores Alfonso y con otro matrimonio de la misma edad; una mujer que le resultaba muy familiar, que revoloteaba en su mente desde la
semana anterior, la culpable de que Paula saliera corriendo de la discoteca The Boss: la novia de Pedro Alfonso.
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