miércoles, 18 de septiembre de 2019

CAPITULO 30 (PRIMERA HISTORIA)




—¡Bájame! —gritó Paula, entre risas.


—¡Lo has hecho genial, peque! —Manuel obedeció y le besó la mejilla sonoramente.


—Pero que muy bien —convino Bruno, abrazándola por los hombros.


Pau se despidió de los asistentes a la conferencia. Buscó al jefe de Pediatría, pero ya se había ido. Una punzante desilusión le aprisionó el pecho.


—¿Te llamó mi madre? —le preguntó su amigo.


—Sí —suspiró ella, desviando la mirada.


—¿Y? —Manuel la agarró del brazo, para impedir su huida.


Paula arrugó la frente y respiró hondo. 


Catalina la había telefoneado la noche anterior para invitarla a una pequeña fiesta de beneficencia que se llevaría a cabo el sábado en la mansión de la familia Alfonso. La señora Alfonso había sido tan insistente y, a la vez, tan cariñosa, que le resultó imposible rechazar la invitación.


—¡Bien! —exclamaron los dos mosqueteros, adivinando su respuesta.


El busca de Bruno sonó y se marchó al instante.


—Manuel... —se retorció los dedos, con la cabeza agachada—. Necesito pedirte un favor.


Él frunció el ceño, preocupado, y asintió.


—Verás... —ella paseó por el espacio, nerviosa—. No sé... Nunca he ido a una fiesta y no sé qué ponerme —confesó en un hilo de voz.


Manuel sonrió, recogió las pertenencias de Paula, incluido su bolso, y la instó a que se colgara de su brazo.


—Ya he terminado por hoy, peque —sonrió Manuel con dulzura—. ¿Adónde vamos?


Salieron del hospital y caminaron, en cómodo silencio, hacia su casa. Su abuela los recibió con entusiasmo.


—¡Muchacho, qué alegría! —exclamó Sara, abrazándolo.


El joven se rio y la correspondió, encantado.


La anciana preparó chocolate caliente y puso unas pastas de acompañamiento. Se sentaron en el sofá de tres plazas y degustaron el tentempié, mientras charlaban sobre el seminario. Después, Pau y Manuel se dirigieron a su habitación. Al pasar la cocina y el salón, a la derecha, había un corto pasillo que conducía a los dormitorios, enfrentados, y al único baño, entre ambas estancias.


El cuarto de Paula era igual que el resto de la vivienda, pequeño y acogedor, y bicolor, en tonos blancos y crema. Había una cama de matrimonio, debajo de la única ventana, al fondo y a la derecha, clavado el cabecero a la pared; una alfombra a los pies del lecho y otra en el lateral, las dos, rectangulares con flecos en los extremos; el armario empotrado, de puertas de acordeón, se situaba a la izquierda.


—Acabo de entrar en... ¿Dónde estamos? —ironizó su amigo.


—¡Qué tonto eres! —abrió el armario.


—¿Y tus colorines? —se desabrochó la chaqueta del traje y se sentó encima de la cama.


—¿Mis colorines? —lo miró, atónita.


—Bueno —arqueó las cejas y se recostó sobre los codos—, perdona, pero este dormitorio pertenece a otra persona, no a ti. ¿Sabes a quién? —sonrió, travieso—, a la mujer que conocí la semana pasada en mi casa. Seguro que te suena de algo —se incorporó y gesticuló—. Era pelirroja y llevaba un bonito vestido de cuadros. Ah, y estaba ligando con mi hermano mayor.


—¡Oh! —se sonrojó—. Yo no estaba ligando con tu hermano.


Manuel emitió una carcajada.


—Y me muero por saber qué escondes en tu armario —lo apuntó con el dedo—. Vamos, peque —se tumbó con los brazos en cruz y cerró los ojos—. Empieza a probarte vestidos.


Ella arrugó la frente.


—Podrías esperarme fuera, Manuel —le pidió, incómoda.


Él levantó la cabeza.


—Lamento decirte que yo respeto una norma básica entre los tíos —le dijo Manuel, sin perder la alegría—: no toco lo que le pertenece a otro.


—¿A qué viene eso? —colocó los puños en la cintura.


—No me pienso mover de aquí —señaló su amigo, que se recostó de nuevo, ignorando su pregunta.


—No mires —sentenció ella.


Él hizo un ademán con la mano a modo de respuesta.


—¿Cómo tiene que ser el vestido? —quiso saber Pau, pasando las perchas.


—Corto. Si fuera una gala, sería largo, pero no es el caso.


—¿Lentejuelas, brillantes, colores sobrios...?


—De tu estilo.


—Genial... —farfulló, malhumorada—. Nunca he asistido a una fiesta, lo que significa que no tengo estilo.


—A ver... —suspiró Manuel, acercándose al armario—. ¡Joder! ¿Se puede saber por qué no usas esta ropa? —dijo, de pronto, sorprendido. Cogió una camisa al azar y la analizó, maravillado—. ¿Stela Michel?


—Desde que trabajo para Stela, me regala diseños suyos —se encogió de hombros, despreocupada—. El vestido de cuadros que llevaba el otro día en tu casa era de Stela.


—¡Joder! —repitió, atónito, examinando cada prenda colgada o lo que estaba colocado en las baldas inferiores y superiores de la barra—. Todo es de Stela Michel... ¿Sabes cuántas mujeres desearían ser tú? —entrecerró los ojos—. Es que no entiendo por qué vistes así —tiró de su camiseta amarillo chillón—, cuando tienes todo esto —abarcó el armario con la mano.


—¿Me ayudas o no? —se impacientó Paula.


—Joder... —susurró él, agachándose—. ¿Esto
 es encaje? —sacó uno de sus sujetadores.


—¡Manuel! —lo regañó, con las mejillas ardiendo sobremanera. Le quitó la prenda y la guardó en su correspondiente lugar—. He cambiado de idea, espérame en el salón y salgo con los vestidos puestos. Nunca me he desnudado delante de un hombre y no lo voy a hacer contigo. Y deberías controlar los tacos —le clavó los ojos, enojada—, hablas fatal, ¿no te lo han dicho nunca?


—Sí, mi madre me regaña continuamente —ladeó la cabeza—. ¿Nunca te has acostado con nadie?


—¡Manuel! —se desesperó y le dio la espalda—. No... —confesó—. Ahora ya puedes reírte —se le formó un nudo en la garganta.


—Peque... —la abrazó por los hombros—. Jamás me reiría de algo así — le besó la coronilla—. Venga, empieza a probarte —se separó de ella y escogió ocho vestidos—. No miraré —se tumbó en la cama y cerró los ojos. 


Pero sí miró...


Nada más quedarse Paula en ropa interior, esta escuchó una palabrota.


Ella se giró y lo descubrió contemplándola con demasiada fijeza. Se tapó con las manos, sonrojándose hasta límites insospechados.


—¡Para ya! —le gritó ella.


—Perdona... —parpadeó, aturdido, y se cubrió el rostro con un brazo flexionado.


Pau se probó el primer modelo.


—Mi hermano tenía razón —murmuró él desde la cama—, eres preciosa, Paula.


Aquel comentario le pinchó el vientre, pero no porque se lo hubiera dicho Pedro, sino porque recordó las palabras de Manuel cuando, en su casa, él corrigió a su hermano mediano diciendo que ella no estaba preciosa, sino que lo era. Sonrió al acordarse.


—Ya puedes mirar —le avisó cuando se subió la cremallera.


Su amigo obedeció y arrugó la frente.


—Pruébate otro —se recostó de nuevo.





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