miércoles, 18 de septiembre de 2019
CAPITULO 33 (PRIMERA HISTORIA)
La mansión estaba llena de gente que destilaba riqueza y poder: hombres vistiendo trajes de tres piezas y mujeres luciendo elegantes vestidos se desperdigaban en grupos en una enorme estancia, detrás de la escalera, cuya existencia desconocía. Se imaginaba que la casa era grande, porque en el exterior ocupaba media manzana, pero se quedó impresionada. El salóncomedor, donde había cenado la última vez, estaba cerrado.
La señora Alfonso se colgó de su brazo y atravesaron el lujoso y grandioso hall, entremezclándose con los invitados, hasta llegar a la sala abarrotada de gente.
—¡Qué guapa, Pau! —Bruno le besó la mejilla, contento de verla—. No sabía que escondías a toda una mujer debajo de tus ropas de dibujo animado —bromeó.
Ella le golpeó el hombro, fingiendo enfado, pero se rio.
—¿Una copa? —sugirió Bruno.
Catalina se perdió por el espacio y los tres tomaron una copa de vino tinto que ofrecían los camareros repartidos por la sala, en bandejas de plata.
Se escuchaba una música celestial gracias a una pequeña orquesta, al fondo; a continuación, había un podio con un atril de cristal y un micrófono y, al lado, una mesa con un mantel de terciopelo rojo. Las sillas se disponían hasta la mitad del espacio. Todo estaba preparado: se iba a celebrar una subasta. El dinero recaudado se destinaría a habilitar un edificio para las personas sin techo, construido a las afueras de Boston. Por falta de presupuesto, se hallaba
vacío; carecía de cocinas, baños y mobiliario.
Avanzaron hacia la barra lateral, en una esquina. Paula estaba tan bien escoltada que, curiosamente, se sintió a gusto y decidió inspeccionar a los presentes. Al segundo, se le cortó el aliento.
Pedro...
El doctor Alfonso, de espaldas a ella, en la otra punta, junto al pedestal, conversaba con dos hombres de mediana edad. Tenía una mano metida en el bolsillo del pantalón y con la otra gesticulaba. Reconoció su figura, su traje
gris oscuro, a juego con Pau... Se preguntó si también llevaría la corbata fucsia. Silenció una risita ante tal tontería. Pedro jamás variaba de color, excepto por la camisa, que siempre era blanca, igual que la de los otros dos mosqueteros.
En ese momento, los señores Alfonso se subieron al estrado. Comenzó la puja. Manuel y Bruno la acompañaron a los asientos.
La subasta era de arte y, durante dos horas, los invitados pujaron por cuadros de todo tipo: abstractos, realistas, cubistas, impresionistas, paisajistas, de retrato...
Después, la gente se reunió en grupos, igual que al principio. Ella se encaminó hacia la barra.
La música varió, siguió siendo instrumental, pero las canciones eran conocidas e incitaban a moverse, aunque nadie bailaba aún.
—Paula, cariño —Catalina se acercó a ella—, me gustaría presentarte a alguien —señaló a un hombre a su lado—, Samuel Sullivan. Samuel, te presento a Paula. Por favor —lo apuntó con el dedo a modo de dulce amenaza—, trátala
bien —y se fue.
Le sonaba el apellido, pero no acertaba a ubicarlo.
—Es un placer, Paula —pronunció Sullivan con voz grave, atrayente, a la vez que le tomaba la mano para besarle los nudillos.
—Igualmente... —carraspeó—. Igualmente, Samuel.
Aquel hombre era tan guapo que, por un momento, se tambaleó. Tenía menos de cuarenta años, el pelo rubio y engominado hacia atrás y unos ojos verdes sagaces que la estudiaban sin pudor. Su sonrisa constituía su mayor atractivo. Vestía de color azul marino y la corbata era del mismo tono que su seductora mirada. Se veía que era un mujeriego, aunque no sabía qué pensar de él, al contrario que con Manuel.
La soltó y se colocó frente a ella, apoyando el codo en la barra. Pidió dos copas de vino.
—Me ha dicho Catalina que impartes clases en Hafam —le tendió la bebida.
—Gracias —la aceptó con manos temblorosas—. Sí. ¿Has oído hablar de la escuela? —dio un sorbo.
—Bastante —la observó, divertido—. Yo soy el culpable de que esté a punto de cerrar.
Paula entreabrió los labios. Y se enojó.
Samuel Sullivan era el propietario del terreno donde estaba edificada Hafam.
En realidad, pertenecía a una empresa estatal, pero él era el socio mayoritario.
La secretaria del señor Sullivan había sido quien se había puesto en contacto con su amiga Kendra, la dueña de la escuela, para avisarla de que, pronto, la derrumbarían para construir un bloque de pisos.
—Antes de que me asesines —le previno Samuel, acortando la distancia sin titubear—, te diré que todavía no es definitivo el cierre.
—¿Ah, no?
—No —la sostuvo por la cadera con la mano libre sin que Paula se percatara, porque estaba consternada por la noticia—. Catalina me ha
convencido para que recapacite, pero necesito algo más que sus palabras. ¿Me enseñarías lo que hacéis en Hafam? —arqueó las cejas sin perder la sonrisa —. Si me convences de que la escuela es importante, yo convenceré a mis socios para que no la cierren.
—¿De verdad? —posó una mano en su brazo en un acto reflejo, con la ilusión creciendo en su interior a pasos agigantados.
¡Es mi día de suerte!
—Un momento... —musitó ella, escéptica—. ¿Así de fácil? —bebió más vino.
—Así de fácil —se inclinó.
Pau se dio cuenta, entonces, de que estaban demasiado cerca, por lo que retrocedió en un acto instintivo, pero se chocó con una roca... cálida. Se giró para disculparse, pero el aroma a hierbabuena la enmudeció. Sus ojos se posaron en una preciosa corbata gris claro con diminutos cuadraditos fucsias y ascendieron lentamente hasta...
—Doctor Alfonso—articuló ella en un tono bastante agudo.
Pedro la miraba con rabia.
¿Qué he hecho ahora?, gimoteó Paula en su interior. Solo ha sido un golpecito, tampoco es para enfadarse...
—Paula —la saludó el doctor Alfonso, tensando la mandíbula—. Veo que conoces a Sullivan.
Ambos hombres se estrecharon la mano, pero aquellos dos pares de ojos no sonreían, más bien parecían batirse en duelo.
—Eh... —titubeó ella—. Sí, Samuel es...
—Sé quién es —la cortó, irguiéndose—. Espero que disfrutéis de la fiesta —y se fue.
¿Qué puñetas ha sido eso?
—No sabía que eras amiga de Pedro —le dijo Samuel con seriedad.
—Y yo no sabía que tú no lo eras —le rebatió ella con una fría sonrisa.
Odiaba a Pedro por haberse marchado, pero odiaba más a Samuel porque era obvio la rivalidad entre ambos.
—Digamos que hemos compartido ciertas cosas en el pasado —declaró Sullivan, misterioso.
—¿Cosas? —repitió Paula antes de apurar su copa.
Samuel la miró fijamente.
—Una cosa en particular —se corrigió a sí mismo, señalando con la cabeza un punto a su espalda.
Ella se dio la vuelta y descubrió a una mujer morena, espectacular, que hablaba con los señores Alfonso y con otro matrimonio de la misma edad; una mujer que le resultaba muy familiar, que revoloteaba en su mente desde la
semana anterior, la culpable de que Paula saliera corriendo de la discoteca The Boss: la novia de Pedro Alfonso.
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