viernes, 13 de diciembre de 2019
CAPITULO 144 (SEGUNDA HISTORIA)
Dos horas más tarde, reunieron a las dos familias en el salón principal.
Bruno y Mauro salieron antes del trabajo, por lo que no faltó nadie. Les relataron lo sucedido desde esa maldita noche en que sus vidas se habían desmoronado durante diez semanas. No omitieron nada.
—¿Dónde está Melisa? —preguntó Paula, sentada entre su madre y su suegra.
—Supongo que ya estará en casa —respondió Juana—, cuando me fui, todavía no había llegado y ya es la hora de cenar; aunque es viernes, no sé qué hará.
— ¿Tiene amigos, mamá? —jugueteó entre los dedos con la cadena de oro blanco que colgaba de su cuello, el pequeño halcón de zafiro.
Paula llevaba un pañuelo de seda borgoña en la cabeza, algo por lo que él se culpó, porque, si lo de Melisa no hubiera pasado, si su cuñada no hubiera dormido desnuda con él, si Melisa no le hubiera tendido esa trampa, Pedro no se hubiera distanciado de su rubia las seis semanas que había durado su recuperación completa, como tampoco la habría rechazado en la ducha esa mañana del día que le costaría un triunfo olvidar, y ella no se sentiría tan insegura y falta de autoestima.
No pudo apartar los ojos de ella, como si necesitase cerciorarse de que estaba ahí, de que su mujer y su hijo habían vuelto a casa, de que no era ningún sueño, aunque la pesadilla todavía no terminaba.
—Supongo que sí —dijo Juana, encogiéndose de hombros—, porque los fines de semana desaparece por las noches y llega a casa a la hora del desayuno.
—¿Y qué pasa con su ginecólogo? —le preguntó él.
—Sé quién es —sonrió, con su característica dulzura—. Melisa nunca ha confiado en mí para nada, excepto en cuestiones de salud. Su ginecólogo es el que yo tenía cuando vivía en Nueva York. Ayer, además, hablé con él por teléfono para pedirle que enviara mi historial al doctor Rice.
—El doctor Rice es el mejor —acordó Catalina, después de apurar el refresco que estaba bebiendo—. Trata a Zaira y a tu hija, como trata a mis amigas y a mí. Y estamos muy contentas con Trevor.
—¿Qué clase de relación guardas con tu antiguo ginecólogo, Juana? —la interrogó Pedro
—Se llama Mateo. Sabe que soy enfermera. Me ha ofrecido muchas veces trabajar con él en su clínica. Pero hay una cosa curiosa en la que no había caído... —se quedó pensativa unos segundos—. Melisa es una hipocondríaca, aunque no lo parezca, y siempre me ha pedido que la acompañara a la consulta, pero esta vez, que, supuestamente, se ha quedado embarazada, no me ha dicho nada.
—¿Por qué dices supuestamente? —señaló Samuel, de pie junto a su hijo.
—Porque ayer hablé con Mateo después de seis meses y no me comentó nada acerca de Melisa —gesticuló con las manos mientras hablaba—. Hay cierta confianza y familiaridad entre nosotros. Si Melisa estuviera embarazada —
arqueó las cejas—, Mateo me hubiera felicitado.
En ese momento, la susodicha telefoneó a Juana.
—Es Melisa —anunció la mujer, algo nerviosa, removiéndose en el sofá con el móvil en las manos.
—Todos callados —ordenó Pedro—. Adelante, Juana. Tranquila. Estás cenando con Jorge, ¿de acuerdo?
Su suegra asintió y descolgó:
—Melisa —saludó con sequedad a través de la línea, no se llevaban bien —. ¿Cómo? ¿Adónde? —frunció el ceño—. ¿Hasta cuándo? —escuchó unos segundos y colgó—. Se va unos días a casa de una amiga a Nueva York. Dice que volverá el lunes.
En ese preciso instante, el iPhone de Paula vibró, en la mesita del salón.
Ella lo cogió. Unas horas antes, le había enviado un mensaje a Howard para avisarlo de que dormía en el piso de su madre.
—Es un mensaje de Ariel —les informó Paula, que se levantó y se acercó a Pedro para tenderle el móvil.
Él la besó en la frente y la rodeó por los hombros, aceptando el teléfono.
En el texto, Howard le decía, entre otras cosas, que ella disponía de plena libertad para moverse en el hotel, que había dejado instrucciones a los empleados.
—Qué casualidad... Se ausentará hasta el lunes por motivos de trabajo — leyó en voz alta el resto del mensaje.
La sala se quedó en tenso silencio.
—¿Ha desaparecido otras veces en este mes que has estado allí, rubia? — giró la cabeza para mirarla.
—Gaston y yo solo lo veíamos un rato antes de cenar, aunque, a veces, he cenado con él, pero
muy pocas.
Él gruñó, aunque se obligó a ignorar los celos.
—Si te sirve de consuelo —le susurró ella para que nadie más la escuchara —, casi no he comido, así que esas cenas duraban diez minutos como mucho.
—Pues no —apuntó con sequedad—, eso no es ningún consuelo.
Paula se sobresaltó ante su tono. Pedro, entonces, la apretó contra su pecho.
—A partir de ahora, te cuidaré —se inclinó y la besó en los labios— y te mimaré —le rozó la oreja con los labios, abstrayéndose de la realidad—, en todo.
Paula gimió sin darse cuenta, contemplándolo con un brillo parpadeante en sus hermosos ojos, provocando, sin querer, que él también gimiera.
CAPITULO 143 (SEGUNDA HISTORIA)
Pedro se sentó, con ella en el regazo, y la meció sobre su pecho con la ternura que esa niña con cuerpo de mujer le inspiraba. Lentamente, le deshizo el nudo del pañuelo.
—¡No! —se asustó Paula, agarrando los extremos de la seda, pálida.
Él se obligó a sonreír, fingiendo alegría.
—Para mí un no es un sí —se lo quitó de un tirón.
Ella se tapó enseguida, procurando levantarse.
Sin embargo, Pedro la agarró de las muñecas y la tumbó, colocándose entre sus piernas.
Mantuvo sus manos por encima de su cabeza, donde se atisbaba pelo rubio blanquecino, tan corto como el suyo. Amplió la sonrisa, ahora de verdad, extasiado por su belleza.
—Tenemos el mismo corte los tres: Gaston, tú y yo —se inclinó y le acarició la nariz con la suya—. Cuando estés a solas conmigo, no quiero ver ningún pañuelo en tu cabeza. Y, en cuanto Gaston se duerma esta noche, tú y yo tenemos una cita pendiente en la ducha. Por cierto —frunció el ceño y bajó una mano a sus costillas—, has adelgazado —chasqueó la lengua—. Te quiero como antes, así que ya puedes ir ahora mismo a la cocina y preparar una de esas especialidades italianas que preparas y poner un buen plato para ti y para mí —se puso en pie y la arrastró consigo.
Paula se le adelantó antes de abrir la puerta del dormitorio. Se mordía el labio y se tiraba de la oreja izquierda con la mano, queriendo decirle algo, pero sin atreverse. Tanto tiempo sin verla hacer eso... Los veintiocho días parecían haber sido veintiocho siglos...
—Por fin... —susurró él, ronco, y la tomó por la nuca para besarla.
—Espera —lo empujó.
Pero Pedro se apoderó de su boca, rodeándole las caderas al instante.
—¡Pedro! —lo empujó de nuevo.
—Ahora no puedo hacer otra cosa que besarte... No me rechaces otra vez, por favor...
Y la besó.
Se metieron en el vestidor, alejados del niño, que se había dormido ya. Se desnudaron con premura y desmaña, mientras se devoraban.
Estaba hambriento de ella, jamás se saciaría...
Fue la segunda vez que hacían el amor en apenas unas pocas horas y resultó igual de extraordinaria, sublime, intensa y desesperada que la anterior...
Unos minutos más tarde, con las piernas entrelazadas y la cara de Paula en sus pectorales, trazándole él formas geométricas en la espalda, besándole la cabeza de manera distraída y natural, ella le preguntó el paso a seguir, ahora que sabían la verdad, aunque no tuvieran pruebas.
—¿Crees que Ariel sabe todo esto? —quiso saber Paula.
—Es extraño que a mí Howard me amenace y a ti te diga que hables conmigo, que soy inocente, que lo solucionemos —flexionó el brazo libre
detrás de la nuca—. A lo mejor, es así contigo porque en el fondo no quiere que recurras a él cuando tengas problemas conmigo. Las dos veces, lo has hecho por mí y, las dos veces, Howard te ha abierto las puertas de su vida sin cuestionarte.
—Y las dos veces, me alentó para hablar contigo, porque también lo hizo en Europa.
—Entonces, quizás sea por orgullo. A nadie le gusta que lo utilicen como segundo plato. Y no me soporta porque está enamorado de ti, pero tú lo estás de mí.
—¡Yo no lo he utilizado como segundo plato! —le pellizcó el costado.
—¡Ay! —exclamó él, entre risas por las cosquillas—. Pero Howard puede sentirse así, porque no correspondes sus sentimientos, pero cuando estás triste o enfadada recurres a él. ¿No te dijo que tú lo habías usado y tirado a la basura? No te estoy tachando de nada —aclaró, al atisbar cierta rigidez en ella —. Te conozco y sé que lo quieres como a un gran amigo, pero deberías empezar a replantearte tu relación con él. Si fuera yo quien hubiera vivido contigo diez meses en otro continente, solos los dos, queriéndote, pero tú a mí, no, te aseguro que me sentiría como una puta mierda.
Paula se limpió las lágrimas que había derramado al escucharlo.
—Nunca lo toqué, casi nunca lo abracé, nunca le besé la mejilla siquiera, nunca... Solo hablaba de ti, Pedro. Y fui sincera desde el principio.
Permanecieron unos segundos callados.
—Pedro —Paula apoyó la barbilla en su pecho, observándolo con atención —, el único modo de averiguar lo de Melisa es hablar con su ginecólogo. ¿Es el doctor Rice?
—Eso es lo gracioso —sonrió sin humor—. Le propuse que acudiera al doctor Rice para que llevara su embarazo, pero se negó. La semana pasada, se marchó a Nueva York a una supuesta revisión con su ginecólogo particular. Estuvo dos días allí y regresó con una nueva ecografía.
—Seguramente, mi madre sepa qué ginecólogo es. Tenemos que hablar con ella, con todos, y contarles esto, Pedro. Necesitamos la máxima ayuda posible —se levantó y procedió a vestirse—. Cualquier idea será bien recibida, ¡lo que sea!
Él, cautivado, admiró su voluptuoso cuerpo desnudo, sus pecaminosos senos, su trasero...
Se arrodilló y besó su ombligo, rozando la piel de detrás de sus gloriosos muslos con las manos. Había adelgazado, pero seguía siendo su fascinante mujer con curvas.
—Eres perfecta, joder.
—Pedro, por favor... —se quejó, aunque sin convicción porque sus mejillas se acaloraron a una velocidad supersónica.
—No me sacio de ti, rubia... —susurró, ronco—. Te necesito otra vez...
Paula se rio y, con esfuerzo, se alejó de su agarre.
—Vístete, que tenemos mucho que hacer.
Pedro obedeció a regañadientes.
CAPITULO 142 (SEGUNDA HISTORIA)
Pedro se dejó caer en el colchón, se cubrió los ojos con el antebrazo y rememoró aquella fatídica mañana.
—Me desperté al amanecer por culpa del dolor de cabeza. Estaba acostado en tu lado de la cama. Recuerdo que abracé tu almohada cuando Mauro me tumbó, que olí tu mandarina... Soñé contigo... —se detuvo unos segundos—. No era exactamente un sueño, era de esas veces que te encuentras entre la realidad y el sueño. Otro olor se mezcló con el tuyo.
—¿Un olor empalagoso?
—Sí. La colonia de tu hermana.
—¿Sabías que era ella? ¿Qué sentiste? —su voz era apenas audible.
Él se mordió la lengua un instante. Los dos necesitaban recordarlo, a pesar del dolor que ambos sentían.
—No podía moverme. Me enfadé porque dejé de oler tu mandarina y no podía desprenderme de esa maldita colonia empalagosa —gruñó, golpeando el colchón con el puño—. Lo siguiente que recuerdo es cuando me levanté de la cama al amanecer —suspiró, abatido—. Fui al baño. Estaba desnudo, pero no le di importancia. Me duché. Cuando salí del servicio, descubrí a tu hermana en mi lado de la cama. Estaba tapada hasta la cintura por la sábana, boca abajo —aclaró adrede—. Mi ropa y la de ella estaban repartidas por el suelo.
—Eso no tiene sentido —comentó Paula, ronca.
Pedro se incorporó y la miró.
—¿Qué quieres decir?
—Tu hermano te acostó, Pedro. ¿Qué llevabas puesto cuando empezaste a beber? ¿Te cambiaste de ropa?
—Llevaba mi pantalón del pijama, como siempre —se encogió de hombros —. Cuando llegué a casa después de hablar con Howard, me duché y me cambié para estar cómodo. Luego, fui directo a la cocina y empecé a beber. No me moví del taburete hasta que quise irme a dormir y, justo en ese momento, tu hermana tocó el timbre —arrugó la frente, levantándose de la cama—. Un momento...
—¿Qué? —se asustó ella, imitándolo.
—Mi ropa que había en el suelo no era mi pijama, sino la que había utilizado el día anterior, porque no la coloqué. Mi pijama estaba debajo de tu almohada. Lo vi cuando quité las sábanas.
—Tú nunca colocas la ropa —sonrió— y siempre dejas el pijama colgado de la percha del baño.
—No coloco la ropa, tienes razón, pero la dejé en el sofá —señaló el mueble con el dedo índice—. No la tiré al suelo ni la metí en el cesto de la ropa sucia. No puede ser tan fácil... —meneó la cabeza.
—¿A qué te refieres? —se extrañó Paula.
—A que yo no podía moverme, a eso me refiero. Pero ¿aparece mi ropa y la de ella por el suelo como si ya nos estuviéramos liando antes de entrar en la habitación, y mi pijama debajo de tu almohada? En todo caso, debería haber estado debajo de la mía —chasqueó la lengua—. Y Melisa no se dio cuenta de ese error porque yo estaba en tu lado de la cama. Fue una trampa.
—Lo fue —convino, sin atisbo de dudas, y feliz—. ¿Sabes por qué lo sé? —arqueó las cejas—. Yo siempre dejo mi camisón debajo de mi almohada, siempre, desde que mi madre me enseñó a hacer la cama cuando era una niña.
Seguramente, Melisa creyó que tú harías lo mismo con tu pijama, o que yo guardaría el tuyo como hago con el mío —sonrió, apoyando las manos en su cintura—. El día que me desmayé y me ingresaron en el hospital por el tumor, había puesto una lavadora, igual que todos los lunes, Pedro, de las sábanas, las
toallas y los pijamas. Todos los lunes pongo sábanas limpias antes de ir al hospital y echo a lavar mi camisón, pero no dejo otro debajo de la almohada, sino que ya me lo pongo limpio antes de dormir. Y yo ya no volví a casa hasta dos semanas después, lo que significa que mi camisón esa noche estaba en el vestidor, que fue donde lo encontré. ¡Melisa miente! —soltó una risita de júbilo.
—Tengo que contarte más...
Ella asintió, seria ahora, sentándose de nuevo en la cama. Gaston estaba tumbado y ya se había quitado los zapatos, jugueteaba con sus pies, muy entretenido en tirar de sus largos calcetines.
—La desperté —prosiguió Pedro, acomodándose a su lado—. Me cabreé mucho... —tensó la mandíbula—. Se... —tragó, nervioso—. Se vistió delante de mí. Yo...
Paula ahogó un sollozo. Él se acercó, pero ella retrocedió.
—Le pedí que lo hiciera porque no me fiaba de ella, de que la vieran Bruno, Mauro y Zaira, de que... —resopló, atacado—. Lo siento, Paula...
—¡No me llames Paula! —explotó de pronto, en llanto desconsolado.
Pedro acortó la distancia de inmediato y la abrazó con fuerza, levantándola del suelo. Paula lo envolvió con las piernas y los brazos, aferrándose a su cuerpo entre temblores, descargando la rabia. Si él estuviera en su situación, se sentiría incluso peor... La estrechó con tanta fuerza de tanto como la amaba, que temió romper sus huesos.
—¡No lo soporto, Pedro! —gritó, descargando la rabia—. ¡No lo soporto! ¡No lo soporto!
Pedro se la llevó al vestidor, la bajó al suelo y la empujó contra la pared.
—Escúchame —le ordenó—. No la miré. Te lo prometo. Yo solo tengo ojos para... —tragó saliva— para mi rubia... Solo para ti...
—¿Sabes cuántas veces me he sentido fea, gorda y enferma desde que empezaste a rechazarme cuando salí del hospital? —le arrugó la chaqueta en la nuca—. ¿Sabes cuántas veces os he imaginado...? —cerró los ojos. Respiró hondo de manera entrecortada—. Y, ahora, que tenga que escuchar que dormiste con ella, desnudos... en nuestra cama... ¿Por qué no me lo contaste? ¡¿Por qué, Pedro?!
Silencio.
—¿Por qué, Pedro? —lo zarandeó.
—Porque de verdad creí que te había engañado... —confesó en un hilo de voz—. No me acordaba de nada —escondió la cara en su cuello, inhalando la mandarina—. Lo siento... Después de todo lo que pasaste en el hospital por culpa de Sabrina y de Emma, yo... Lo siento, de verdad... Perdóname... Debí contártelo, pero... me asusté... y me odié a mí mismo.
—Supongo que era demasiado obvio como para creer lo contrario — declaró Paula, más calmada—. ¿Seguro que no la miraste? ¿Seguro que...? — se detuvo. De nuevo, las lágrimas brotaron con ímpetu, arrasando su dulce rostro, alguna cayó en el de él.
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