viernes, 13 de diciembre de 2019

CAPITULO 142 (SEGUNDA HISTORIA)




Pedro se dejó caer en el colchón, se cubrió los ojos con el antebrazo y rememoró aquella fatídica mañana.


—Me desperté al amanecer por culpa del dolor de cabeza. Estaba acostado en tu lado de la cama. Recuerdo que abracé tu almohada cuando Mauro me tumbó, que olí tu mandarina... Soñé contigo... —se detuvo unos segundos—. No era exactamente un sueño, era de esas veces que te encuentras entre la realidad y el sueño. Otro olor se mezcló con el tuyo.


—¿Un olor empalagoso?


—Sí. La colonia de tu hermana.


—¿Sabías que era ella? ¿Qué sentiste? —su voz era apenas audible.


Él se mordió la lengua un instante. Los dos necesitaban recordarlo, a pesar del dolor que ambos sentían.


—No podía moverme. Me enfadé porque dejé de oler tu mandarina y no podía desprenderme de esa maldita colonia empalagosa —gruñó, golpeando el colchón con el puño—. Lo siguiente que recuerdo es cuando me levanté de la cama al amanecer —suspiró, abatido—. Fui al baño. Estaba desnudo, pero no le di importancia. Me duché. Cuando salí del servicio, descubrí a tu hermana en mi lado de la cama. Estaba tapada hasta la cintura por la sábana, boca abajo —aclaró adrede—. Mi ropa y la de ella estaban repartidas por el suelo.


—Eso no tiene sentido —comentó Paula, ronca.


Pedro se incorporó y la miró.


—¿Qué quieres decir?


—Tu hermano te acostó, Pedro. ¿Qué llevabas puesto cuando empezaste a beber? ¿Te cambiaste de ropa?


—Llevaba mi pantalón del pijama, como siempre —se encogió de hombros —. Cuando llegué a casa después de hablar con Howard, me duché y me cambié para estar cómodo. Luego, fui directo a la cocina y empecé a beber. No me moví del taburete hasta que quise irme a dormir y, justo en ese momento, tu hermana tocó el timbre —arrugó la frente, levantándose de la cama—. Un momento...


—¿Qué? —se asustó ella, imitándolo.


—Mi ropa que había en el suelo no era mi pijama, sino la que había utilizado el día anterior, porque no la coloqué. Mi pijama estaba debajo de tu almohada. Lo vi cuando quité las sábanas.


—Tú nunca colocas la ropa —sonrió— y siempre dejas el pijama colgado de la percha del baño.


—No coloco la ropa, tienes razón, pero la dejé en el sofá —señaló el mueble con el dedo índice—. No la tiré al suelo ni la metí en el cesto de la ropa sucia. No puede ser tan fácil... —meneó la cabeza.


—¿A qué te refieres? —se extrañó Paula.


—A que yo no podía moverme, a eso me refiero. Pero ¿aparece mi ropa y la de ella por el suelo como si ya nos estuviéramos liando antes de entrar en la habitación, y mi pijama debajo de tu almohada? En todo caso, debería haber estado debajo de la mía —chasqueó la lengua—. Y Melisa no se dio cuenta de ese error porque yo estaba en tu lado de la cama. Fue una trampa.


—Lo fue —convino, sin atisbo de dudas, y feliz—. ¿Sabes por qué lo sé? —arqueó las cejas—. Yo siempre dejo mi camisón debajo de mi almohada, siempre, desde que mi madre me enseñó a hacer la cama cuando era una niña.
Seguramente, Melisa creyó que tú harías lo mismo con tu pijama, o que yo guardaría el tuyo como hago con el mío —sonrió, apoyando las manos en su cintura—. El día que me desmayé y me ingresaron en el hospital por el tumor, había puesto una lavadora, igual que todos los lunes, Pedro, de las sábanas, las
toallas y los pijamas. Todos los lunes pongo sábanas limpias antes de ir al hospital y echo a lavar mi camisón, pero no dejo otro debajo de la almohada, sino que ya me lo pongo limpio antes de dormir. Y yo ya no volví a casa hasta dos semanas después, lo que significa que mi camisón esa noche estaba en el vestidor, que fue donde lo encontré. ¡Melisa miente! —soltó una risita de júbilo.


—Tengo que contarte más...


Ella asintió, seria ahora, sentándose de nuevo en la cama. Gaston estaba tumbado y ya se había quitado los zapatos, jugueteaba con sus pies, muy entretenido en tirar de sus largos calcetines.


—La desperté —prosiguió Pedro, acomodándose a su lado—. Me cabreé mucho... —tensó la mandíbula—. Se... —tragó, nervioso—. Se vistió delante de mí. Yo...


Paula ahogó un sollozo. Él se acercó, pero ella retrocedió.


—Le pedí que lo hiciera porque no me fiaba de ella, de que la vieran Bruno, Mauro y Zaira, de que... —resopló, atacado—. Lo siento, Paula...


—¡No me llames Paula! —explotó de pronto, en llanto desconsolado.


Pedro acortó la distancia de inmediato y la abrazó con fuerza, levantándola del suelo. Paula lo envolvió con las piernas y los brazos, aferrándose a su cuerpo entre temblores, descargando la rabia. Si él estuviera en su situación, se sentiría incluso peor... La estrechó con tanta fuerza de tanto como la amaba, que temió romper sus huesos.


—¡No lo soporto, Pedro! —gritó, descargando la rabia—. ¡No lo soporto! ¡No lo soporto!


Pedro se la llevó al vestidor, la bajó al suelo y la empujó contra la pared.


—Escúchame —le ordenó—. No la miré. Te lo prometo. Yo solo tengo ojos para... —tragó saliva— para mi rubia... Solo para ti...


—¿Sabes cuántas veces me he sentido fea, gorda y enferma desde que empezaste a rechazarme cuando salí del hospital? —le arrugó la chaqueta en la nuca—. ¿Sabes cuántas veces os he imaginado...? —cerró los ojos. Respiró hondo de manera entrecortada—. Y, ahora, que tenga que escuchar que dormiste con ella, desnudos... en nuestra cama... ¿Por qué no me lo contaste? ¡¿Por qué, Pedro?!


Silencio.


—¿Por qué, Pedro? —lo zarandeó.


—Porque de verdad creí que te había engañado... —confesó en un hilo de voz—. No me acordaba de nada —escondió la cara en su cuello, inhalando la mandarina—. Lo siento... Después de todo lo que pasaste en el hospital por culpa de Sabrina y de Emma, yo... Lo siento, de verdad... Perdóname... Debí contártelo, pero... me asusté... y me odié a mí mismo.


—Supongo que era demasiado obvio como para creer lo contrario — declaró Paula, más calmada—. ¿Seguro que no la miraste? ¿Seguro que...? — se detuvo. De nuevo, las lágrimas brotaron con ímpetu, arrasando su dulce rostro, alguna cayó en el de él.




No hay comentarios:

Publicar un comentario