domingo, 16 de febrero de 2020
CAPITULO 179 (TERCERA HISTORIA)
Los dos se rieron y terminaron de arreglarse. Él optó por unos vaqueros negros, una camiseta blanca, Converse negras y un fino jersey gris claro, de pico.
— ¿No vas a tener calor? —le preguntó Paula, calzándose las preciosas manoletinas con el talón al aire.
—Sí, pero no voy a ir a un restaurante con tus padres usando una camiseta, ¿no crees? Te recuerdo que me rompiste la camisa.
—Espero que no se te haya ocurrido tirarla, doctor Pedro, porque la quiero como recuerdo. Y, en cuanto a mis padres, sobre todo a mi madre, después de verte en calzoncillos, no les importará si usas camiseta o jersey.
Pedro soltó una carcajada.
—Bueno, mejor no tentar a la suerte cuando está presente tu madre — avanzó y se inclinó a su oreja—. La camisa está guardada.
—Será mi trofeo, el primero de muchos...
Él le azotó el trasero como respuesta. Ella brincó entre risas y se encerró en el baño. Se desenredó los cabellos y se quitó la humedad con el secador. Se colgó el bolso bandolera y se reunieron con Karen y con Elias. Estos se levantaron del sofá al verlos.
—Me gusta tu vestido de cuatro mil dólares, tesoro —señaló su madre, sonriendo.
¡Nos han oído!
Paula se ruborizó.
Pues claro que os han oído. No hay puertas, ¿recuerdas?
Un momento... ¿Mi madre me acaba de llamar «tesoro» y me está sonriendo?
Un aleteo invadió su estómago y, siguiendo sus instintos, se aproximó a Karen y la abrazó, temerosa por un posible rechazo. Su madre se quedó rígida unos segundos, pero la correspondió.
—Cariño... —susurró Karen, vibrando.
—Te quiero, mamá —le dijo ella en voz apenas audible.
—Y yo a ti, tesoro... —le acarició el pelo y se lo besó—. Y yo a ti... Mi niña...
Madre e hija terminaron llorando de felicidad, como si se hubieran reencontrado al fin.
—De verdad que me gusta tu vestido —insisitió, cogiéndola de las manos para observarla—. Es muy bonito.
—No tanto como ella —apuntó Pedro sin titubear, guiñándole un ojo a la aludida.
Su padre sonrió al escucharlo. Karen, en cambio, le dedicó una enigmática mirada.
Y se marcharon.
Almorzaron en un coqueto restaurante de comida oriental, que eligió su madre, un detalle que Paula no pasó por alto. Charlaron sobre el hospital, sobre el trabajo del doctor Pedro Alfonso. Karen también lo interrogó, para sorpresa de su hija, y no lo trató mal. Fue educada y simpática. Eso sí, analizaba cada gesto de la pareja. Él no la besó, ni la acarició una sola vez, por respeto a los señores Chaves. Tampoco estaba nervioso, se le veía cómodo y relajado. No obstante, estaba siempre pendiente de ella: le servía agua antes de que Paula lo pidiera, por ejemplo, que no bebió vino por respeto a su madre. Y en el postre...
—¿Quieres? —la invitó Pedro, tendiéndole una cuchara con un trozo de mochi.
—Nunca lo he probado.
—¿Sabes qué es?
Ella negó con la cabeza.
—Es un clásico japonés —respondió él—. Es una bola en apariencia que esconde una fresa, recubierta por una capa de anko, un tipo de pasta. El anko, además, lleva una capa por encima de arroz mochi. Es un postre muy sano porque no tiene grasas y lleva muy poco azúcar.
Los tres espectadores sonrieron ante su explicación.
Paula fue a coger la cuchara, pero Pedro la retiró, arqueando las cejas y sonriendo. Ella emitió una carcajada infantil y entreabrió los labios. Y él le dio de comer. Y Paula gimió de deleite al saborear la dulce fresa.
—¡Está riquísimo!
—¿Más?
Ella asintió, relamiéndose los labios.
—¿Cocinas, Pedro? —se interesó Karen, con las mejillas rojas por lo que estaban haciendo su hija y su novio, algo totalmente nuevo para sus ojos.
—Mi madre —contestó Pedro, mientras tomaba otro trozo de una de las bolas de mochi y se lo ofrecía—. Le encanta cocinar y probar todo tipo de recetas de cualquier parte del mundo. Yo no sé cocinar. En casa cocinan mi hermano Mauro, mi cuñada Rocio y Pau... —carraspeó, serio—. Paula, quiero decir.
—Sé lo que has querido decir —apuntó su madre, divertida—. Antes la has llamado Pau cuando os estábamos esperando —observó a Paula, entornando los ojos, pensativa—. ¿No era ese el nombre de tu primera muñeca?, ¿esa que era de trapo, con dos trenzas hasta los zapatos y tenía un vestido de rayas rosa y blanco? Sí —añadió, de repente convencida—. Era esa. Tenía el nombre Pau cosido al delantal del vestido.
—¿Te acuerdas? —sonrió.
—¿Que si me acuerdo? —repitió, nostálgica—. No te despegabas de esa muñeca ni cuando había que bañarte por las noches, ¿verdad, Elias? —se recostó en el asiento y enlazó la mano con la de su marido.
—Sí —confirmó él, también sonriendo—. Y cuando había que lavarla, teníamos que esperar a que Paula se durmiera porque, si no, se echaba a llorar. ¡Que nadie tocara su muñeca Pau! Te la compramos en tu primer cumpleaños.
Los cuatro se rieron.
—¿Qué pasó con esa muñeca? —quiso saber ella—. Me encantaba — flexionó los codos en la mesa y apoyando la barbilla en los nudillos—. ¿La tirasteis?
—No —respondió su madre con una sonrisa triste—. Tu hermana la encontró en el trastero el día que...
No terminó la frase, no pudo...
Pedro apretó la rodilla de Paula debajo del mantel. Ella le acarició el rostro, se inclinó y lo besó con suavidad en los labios. Él le rozó la nariz con la suya y le besó la punta.
A pesar de aquel doloroso recuerdo, no hubo tensión durante el resto del amuerzo.
Se despidieron de sus padres al salir del restaurante.
—Gracias por la comida —les dijo Pedro, estrechando la mano de Elias. Karen se acercó a él, se alzó de puntillas y lo besó en la mejilla.
Paula ahogó una exclamación, cubriéndose la boca.
—No te asombres tanto —la regañó su madre con el ceño fruncido—. Estoy en ello.
Su hija asintió, sonriendo, y abrazó a los dos con más fuerza de lo normal.
CAPITULO 178 (TERCERA HISTORIA)
Paula se colocó la ropa interior nueva, rosa, lisa y de algodón. Cogió el vestido drapeado. Al quitar la etiqueta, desorbitó los ojos.
—¡Me has comprado un vestido de cuatro mil dólares!
—Joder... —masculló él, arrebatándole el papel donde aparecía el precio y la talla—. La etiqueta está mal, no hagas caso —mintió, ofreciéndole la espalda mientras se ajustaba los vaqueros, ignorándola.
—¿Que la etiqueta está mal? ¡Me has comprado un vestido de cuatro mil dólares! —no daba crédito. Entonces, comprobó las demás etiquetas y sumó mentalmente—. Ay, cielos... ¿Te has gastado quince mil dólares en mí? No. Ni hablar —guardó todo en la bolsa—. Lo vas a devolver.
—No —frunció el ceño y se cruzó de brazos.
—Claro que sí. Haz el favor. ¿Estás loco? —gesticuló al hablar. El corazón le latía a la velocidad del rayo por los nervios—. Lo estás, definitivamente, lo estás.
—¿Te gusta o no? —inquirió Pedro, molesto e incómodo.
—¡Pues claro que no!
El semblante de él se cruzó por el dolor. Paula contuvo el aliento. Le encantaba todo, pero no lo que le había costado.
En ese momento, recordó algunas palabras de Pedro desde que empezaron a ser amigos. Él le había confesado su miedo a decepcionar a las personas que amaba, que se había esforzado siempre en agradar a su familia.
Quería comprarles una casa a sus hermanos porque era su manera de agradecerles el simple hecho de estar a su lado siempre. Y ahora con ella, regalándole quince mil dólares en ropa... No había que pensar demasiado para entender tal cuantioso gasto de dinero. Sin embargo, Pedro no tenía que agradecerle nada, ¡nada!, ¡al contrario!
—Pedro... —se acercó despacio—. No puedes gastarte tanto dinero. Es demasiado. Y tengo mucha ropa. Yo no... —se retorció las manos—. No me gusta que me compres cosas tan caras. Ya me regalaste un iPhone, unas Converse, un peluche gigante, hasta una botella de champán rosado que valía quinientos dólares, sin contar con la de Hoyo, y ahora esto... Yo tengo dinero, tengo ahorros, pero no... —se ruborizó—. No se puede comparar mi dinero con el tuyo, lo sé, pero... A mí también me gustaría regalarte más cosas y no puedo hacerlo si tú te gastas en mí tanto dinero de golpe. Yo... —agachó la cabeza, abatida—. Pedro, yo... —suspiró—. Si tú me regalas tanto, yo siento que jamás podré... Que yo nunca... —se detuvo, incapaz de expresarse con claridad.
—Lo he hecho porque he querido, Pau—acortó la distancia y la tomó de las mejillas—. Me hacía ilusión —sus pómulos estaban teñidos de rubor y su voz estaba rasgada por la emoción—. Te aseguro que no pretendo demostrar cuánto dinero tengo, mucho menos hacerte sentir inferior a mí. Lo siento — sonrió con tristeza—. Lo devolveré si te hace sentir mal, te lo prometo. Lo último que quería era herirte... —la soltó y se giró con los hombros hundidos.
Paula sollozó y lo abrazó al instante.
—Perdóname tú a mí... —se disculpó ella, temblando—. Lo siento... Me encanta todo... No lo devuelvas, por favor...
Pedro se dio la vuelta y la envolvió entre sus protectores brazos. La cogió en vilo y se sentó en la cama.
—Lo siento, Pau. No pensé que pudieras sentirte así. Si te digo la verdad... —respiró hondo, tranquilo—. Eres la única persona con la que soy yo mismo. No me veo obligado a demostrarte nada, a agradecerte nada o a ocultarte nada. Todo lo que he hecho, todo lo que te he dicho, desde que te di el alta, te aseguro que ha sido sin pensar. Contigo no actúo, contigo me comporto según me sale... —suspiró— del corazón.
Paula lo miró, conmovida por su declaración.
—doctor Pedro... —lo besó en los labios—. No me pidas perdón. Soy una tonta... —se avergonzó, bajando la barbilla—. Soy una niña... Perdóname tú a mí...
— Eres una muñeca —la corrigió Pedro, acunándola en su cálido pecho.
—Tu muñeca.
—Mi muñeca —la besó en la cabeza—. Tus padres tienen que estar desquiciados, sobre todo, tu madre...
CAPITULO 177 (TERCERA HISTORIA)
En el dormitorio, Pedro cogió una de las dos bolsas grandes que había en una esquina y se la entregó.
—Toma. Pensé que podíamos quedarnos el fin de semana aquí. Te he comprado tres vestidos, ropa interior, una cazadora vaquera y tres pares de bailarinas —se revolvió el pelo, nervioso y sonrojado—. Espero que te guste.
Paula abrió la bolsa con manos temblorosas.
—doctor Pedro... —sollozó—. No hacía falta que me compraras nada. Podíamos haber ido a casa y preparar una maleta.
—Bueno, dado que tus braguitas y mi camisa se rompieron misteriosamente... —sonrió, tierno—. Y me apetecía regalarte algo.
Ella lo abrazó y rio entre lágrimas. Él la correspondió con fuerza, estrujándola.
—Yo también me compré unos vaqueros, un par de jerseys, camisetas y Converse —añadió, la besó en los labios y se metió en el baño para ducharse.
Paula sacó la ropa nueva de la bolsa. Los tres vestidos, de seda, eran diferentes entre sí, aunque del mismo color: rosa pálido casi blanco; el primero tenía la espalda al descubierto, mangas hasta los codos y era más largo por detrás que por delante; el segundo era drapeado hasta las caderas y suelto hasta la mitad de los muslos, con las mangas muy cortas y el escote en forma de corazón; y el tercero era ajustado como un guante, cerrado en el cuello, mangas estrechas hasta las muñecas y poseía un fino cinturón de lentejuelas plateadas en las caderas. Había unas bailarinas a juego con el tercer traje, otras lisas con un gran lazo en la puntera para el primer vestido y un tercer par, sencillas y con el talón al aire para el segundo, que fue el conjunto que decidió.
Cogió un sujetador y unas braguitas y entró en el servicio. Él abrió la pequeña mampara, estiró el brazo y la agarró.
—Pedro... —se quejó sin convicción.
Paula acabó en la ducha. El espacio era reducido, apenas cabían los dos.
Pedro cogió el champú y empezó a extenderlo en su pelo. Se sintió mimada y repleta de atenciones. Dejó que enjabonara su cuerpo y aclarara sus cabellos. El problema era que esas caricias, aunque no contenían ninguna intención sexual, alteraron su respiración. Siempre. Y él se percató porque la giró, apoyó sus manos en los azulejos y le retiró los mechones empapados del cuello para chuparla a placer.
—Pedro... —jadeó, bajando los pesados párpados.
—No —la sujetó por las caderas, clavándole los dedos, posesivo y furioso.
—Doctor Pedro...
—Eso sí —colocó una rodilla entre sus piernas, separándolas—. No grites —posó una mano en su vientre y presionó, incitándola a arquearse—. Será rápido... Tengo tantas ganas de jugar con mi muñeca... —resopló en su oído, como un poseso—. Si no fueras tan bonita... —guio la erección hacia su intimidad, desde atrás—. Si no estuvieras tan rica... —gimió, penetrándola poco a poco—. Joder... Joder, Pau... Joder...
—¡Pedro! —se asfixió. Su cuerpo se sacudió de infinito placer.
—No grites —le tapó la boca con una mano y la embistió pausada, pero agudamente—. Joder... Paula... No puedo... dejar de... amarte... Sobre todo así... en esta postura... Me... Joder... —su frente cayó en el hombro de ella—. Me encanta...
Y ella quebrantó su orden, porque gritó en cada acometida como una loca que no sabía ni podía contenerse, aunque el chorro del agua y la mano de Pedro amortiguaron sus ruidos. Y se derritió... Él la ciñó con el brazo con fuerza al notar cómo se le doblaban las piernas, y aceleró el ritmo.
—Paula... —gruñó antes de hundir los dientes en su piel—. Necesito... besarte...
La giró con rapidez, la apoyó en la pared, le alzó una pierna a su cadera y la besó, enterrándose de nuevo en ella sin ninguna delicadeza. Paula se aferró a su cuello y lo recibió con desesperación, la misma desesperación que demostraba Pedro al embestirla con tanto ímpetu. Los besos imitaron sus fieros movimientos. Y juntos, a la vez, perecieron en el infierno...
Se secaron y se dirigieron al dormitorio para vestirse.
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