martes, 24 de diciembre de 2019

CAPITULO 23 (TERCERA HISTORIA)




—Doctor Pedro —pronunció la leona blanca, con su delicada voz de pétalo de flor.


Pedro carraspeó, procurando adoptar una expresión seria. Paula había ignorado a su familia, centrándose solo en él. Doña Cortesía había olvidado la educación...


—Hola, Pau.


Ella, ruborizada, le sonrió.


—¡Hola, cariño! —la saludó Catalina, abrazándola.


Paula se sobresaltó como si se hubiera despertado de un trance y correspondió al gesto. Samuel también la trató con cariño y sus otros dos hijos la besaron en la mejilla.


—Llegamos hace un rato —le explicó Rocio—. Estábamos paseando. ¿Te vienes con nosotros?


—Íbamos a ver las cuadras —añadió Zaira, colgándose del brazo de Paula con naturalidad.


—No puedo ahora —hundió los hombros—. Tengo que deshacer el equipaje.


Pedro frunció el ceño.


—¿Has venido sola? —quiso saber él, cruzándose de brazos, enojado por su rechazo.


—No. Ramiro está... —analizó el lugar, buscando a su prometido—. No sé dónde está. Dijo que iba a hablar con un juez.


—¿En qué habitación estás?


—En la suite número tres.


—Te vienes con nosotros —anunció Pedro, arqueando una ceja—. Las maletas pueden esperar —le quitó la llave electrónica y se acercó al empleado que aguardaba con las maletas de Paula y su novio—. ¿Le importaría subir el equipaje a la suite número tres, por favor? —le entregó una generosa propina.


—Gracias, señor. Por supuesto —aceptó el hombre, con una radiante sonrisa, antes de desaparecer en el ascensor.


—Eso no era necesario —lo encaró ella, estirándose la camisola, arrugando la frente—. Tengo que...


—¿Doña Cortesía rechaza una invitación? —la interrumpió él, ladeando la cabeza.


Pedro... —lo avisó su madre en un tono engañosamente dulce.


—¿Quieres venir o no? —le exigió Pedro a Paula, olvidándose del resto —. No te lo estoy imponiendo.


—Pues quién lo diría... —ironizó Paula, retrocediendo.


—¿Vienes o no? —se inclinó, conteniendo los nervios que esa muñeca le provocaba por tanta indecisión—. Y deja de tocarte la ropa.


Catalina fue a intervenir, pero la leona se adelantó.


—Y tú deja de ser tan grosero y tan borde —alzó el mentón y apretó los puños para no agarrase de nuevo la camisola—. Discúlpame, pero tengo razón.


Su familia se echó a reír, pero él, no, sino que dio media vuelta y se alejó hacia los establos, saliendo por la puerta trasera del hotel, en el otro extremo de la entrada, que conducía a las instalaciones del Club.


¡¿Por qué pedía perdón por todo?! Se desquició. 


Se revolvió los cabellos, tiró de los mechones sin importarle que alguien lo viera. Estaba furioso. En cuanto ella había admitido que estaba acompañada de su prometido, los celos habían consumido a Pedro. Ya sabía que se casaba, pero escucharlo de su boca, pensar que dormirían juntos, como una pareja normal, que... se acostaban... lo llenó de rabia. Y si a eso añadía que Paula había rechazado pasar un rato con él...


Se chocó con un hombre en ese momento.


—Perdone —dijo Pedro al instante.


—Mira por dónde vas, joder —escupió el aludido.


Él se sobresaltó al oírlo, se giró y descubrió que se trataba de Ramiro Anderson, quien lo contemplaba con evidente desagrado desde las Converse negras hasta el pelo desaliñado.


—¿No te han enseñado un mínimo de educación? —inquirió Anderson, de su misma altura, aunque bastante más ancho—. Debería quejarme en recepción para que contraten a personas más cualificadas y de mejor aspecto. Es un club exclusivo, por si se te ha olvidado —bufó, le ofreció la espalda y se marchó.



CAPITULO 22 (TERCERA HISTORIA)




Paula se apoyó en la puerta y se deslizó hacia el suelo. Flexionó las piernas y escondió la cara en ellas, abrazándose. Inhaló aire y se dirigió a su habitación. Debía preparar una bolsa con la ropa, neceser y demás cosas que necesitaba para la fiesta del Club de Campo, pues se llevarían a cabo diversas actividades deportivas. 


En cuanto al vestido destrozado, decidió ocultárselo a Ramiro. Limpió la funda para utilizarla y así no levantar sospechas hasta que la viese con el traje soso.


A la mañana siguiente, ya preparada con el pequeño equipaje y vestida con unas bermudas con el borde doblado y una camisola sin mangas, blancos los dos, sus Converse azul celeste, como la cinta que sostenía su coleta lateral, y la cazadora vaquera, Ramiro la llamó al móvil para indicarle que saliera a la calle porque no quería ver a la señora Robins.


Juan la ayudó con la bolsa.


—Buenos días, señorita Paula —le dedicó una cariñosa sonrisa—. ¿Preparada para disfrutar de un día completo? —le guiñó el ojo.


—Sí —se rio—. Gracias, Juan.


Adoraba a ese hombre.


Se montó en el Audi.


—Paula—la saludó su prometido, ojeando el iPhone—. Tengo unos correos pendientes. Solo será un momento —ni siquiera la miró.


Ramiro estaba impecable con sus mocasines oscuros, unos pantalones de pinzas color camel y un polo blanco, azul marino en el cuello, a juego con sus ojos. El pelo estaba engominado hacia atrás, como siempre. Estirado, recto y... pagado de sí mismo.


—Claro —contestó ella, que se ajustó el cinturón y se recostó en el asiento, observando el exterior a través de la ventanilla.


Su novio no abandonó el teléfono hasta que se detuvieron en el Club, ninguna novedad.


El parking era de gravilla blanca y estaba atestado por los coches de los demás invitados, que estaban llegando. Nada más apearse, contempló los preciosos campos verdes de golf, donde se podía ver a jugadores recorriendo los hoyos; a la derecha, estaba el hotel exclusivo del Club, en el que se hospedarían para cambiarse.


Caminaron hacia las dos recepciones del hall del hotel: una, para acceder a las habitaciones y otra, dedicada a los diferentes deportes que se practicaban en el lugar.


—Reservé una de las suites —señaló Ramiro, entregándole su maleta—. He visto al juez que lleva mi último caso. Encárgate tú, luego nos vemos.


—Pero... —consiguió coger el pesado equipaje y se lo colgó en el otro brazo.


—Es importante, Paula. Ya sabes que los contactos son necesarios —le acarició la barbilla con un dedo frío y se fue.


Ella se acercó a la recepción con esfuerzo. Un empleado corrió a auxiliarla.


—¡Gracias! Soy Paula Chaves.


—Bienvenida, señorita Chaves —le dijo la recepcionista, amable y sonriente—. Su suite es la número tres de la última planta. En la habitación, hallará el dosier en el que se detallan las actividades, que empezarán dentro de una hora con el discurso del presidente del Club en el gran salón.


Paula aceptó la llave electrónica y se dejó guiar por el empleado que llevaba sus maletas.


—¿Paula? —pronunció una voz femenina a su espalda antes de entrar en el ascensor.


Ella se giró y descubrió a Zaira.


—¡Hola! —la saludó, encantada de verla.


Se abrazaron. Rocio se les unió.


—No sabía que estaríais aquí —declaró Paula, con un mariposeo en el estómago.


Entonces, murmullos procedentes de las mujeres presentes en el hall inundaron el ambiente. Ella giró el rostro hacia la entrada del hotel: los hermanos Alfonso, seguidos de Catalina y Samuel, caminaban en su dirección, con paso confiado y ajenos al espectáculo que estaban protagonizando.


Se paralizó.


Pedro, escoltado por Mauro y Manuel, le sonrió...




CAPITULO 21 (TERCERA HISTORIA)




Y derribó sus barreras... Ese hombre lo hizo. La despojó de todo para envolverla en su calidez, para calmarla, para protegerla. Y Paula no lo
resistió más... El grueso nudo de su corazón explotó. Apagó el grifo, se giró y se aferró a Pedro, sacudiéndose por el llanto. Él la abrazó con todo su cuerpo.


Ella le arrugó la camisa en el pecho mientras expulsaba más de tres años de silencio...


Era la primera ocasión en que hablaba de Lucia desde su muerte, ni siquiera lo había hecho con sus padres, para no disgustarlos más. Una cosa era pensar en su hermana y otra bien distinta era recordarla en voz alta.


Se le doblaron las piernas. Él se agachó y la cogió en vilo, acunándola y besándole la cabeza mientras se dirigía al sofá. Paula escondió la cara en su cuello, aún llorando. No se alejaron un milímetro, sino que la meció con tal paciencia y cariño que ella tembló.


Y se quedó dormida.


Cuando alzó los párpados, estaba desorientada. 


Enfocó la vista. No veía nada. Estaba todo a oscuras. Tanteó con las manos a ambos lados hasta encontrar un interruptor. La bombilla de la lamparita de la mesita de noche la cegó un instante, a pesar de que era muy tenue y pequeña. Estaba en su habitación. Se incorporó de la cama. No recordaba nada. Atravesó los flecos trastabillando por el sueño. El amplio ventanal del salón esparcía las luces de las farolas de la calle, otorgando espacios de sombras.


Observó la sala hasta que sus ojos se toparon con Pedro Alfonso, tumbado en el sofá con la cara virada en su dirección, dormido, sin corbata, sin zapatos ni calcetines, con una pierna estirada y la otra doblada y con la camisa abierta en el cuello y remangada. Se acercó con sigilo, se arrodilló y sonrió. Las manos las tenía enlazadas en la tripa, unas manos grandes, de dedos largos y uñas perfectas. Todo en ese hombre era atractivo, ¡hasta los pies! Y la tentación la venció. Estiró la mano y le peinó los cabellos, fascinándose por la suavidad de las ondas.


Paula se puso en pie y entró en la cocina. Encendió las lamparitas que había colgadas en las paredes, continuando la encimera en L, una luz entrañable. Y se sorprendió al ver los platos, la copa de champán y los vasos limpios en la pila. Su interior aleteó. Se preparó una infusión.


Buscó el móvil, que estaba en una de las mesitas de noche, y descubrió un mensaje de texto de un número desconocido.


DP: No quiero irme hasta asegurarme de que estás bien. No te asustes, estoy en el salón. Por cierto, «perdona» por haber husmeado en tu iPhone. Me he llamado para tener tu número y te he apuntado el mío: DP de Doctor Pedro.


Paula meneó la cabeza, riéndose.


Menudas confianzas se toma... ¡Pero te encanta!


Regresó a la cocina y se bebió la infusión, sentada en la encimera con las piernas bailando en el aire. Le escribió la respuesta:
P: Discúlpame tú a mí por no haberte dado mi número... (es broma). Eres mi único contacto con la letra «D», ¡todo un honor! Por cierto, me
alegra comprobar que no sufres insomnio...


Se terminó la taza. La fregó. Guardó lo que ya estaba seco y se tumbó boca abajo sobre la esterilla, con el portátil. Comprobó su correo electrónico, pues había estado los últimos tres días charlando con sus antiguos alumnos de yoga y esperaba e-mails que le confirmaran cuándo retomar las clases particulares.


Un buen rato después, contestando los correos que, en efecto, ya había recibido de sus alumnos, vibró su móvil, junto al ordenador.


DP: Una disculpa tuya no es ninguna broma... Y tu sofá creo que es mejor que mi cama, porque no he tenido pesadillas. Gracias por dejarme dormir, pero la próxima vez despiértame. No quiero abusar.


P: ¿Abusar? ¿Qué es para ti abusar? Porque creo que tenemos distinto concepto...


DP: ¿Me estás regañando, Pau? Supongo que tienes razón. He hecho lo que me ha dado la gana en tu casa, pero tú me has dejado...


Ella frunció el ceño. ¿Tan fácil la consideraba?


P: Sí. Perdona, no debí haberlo hecho. Solo pensé que así te sentirías a gusto. Está claro que me equivoqué. Contigo no hay quien acierte.


Se estiró el vestido en los laterales.


Escuchó una risita ronca.


DP: Ay, Pau... Qué fácil es enfadarte...


P: No estoy enfadada.


DP: Pues como sigas así, te rompes el vestido... Aunque te confieso que desde aquí las vistas serían muy agradables, a pesar de la oscuridad...


Paula ahogó una exclamación y dejó tranquila la ropa, tapándose bien y cruzando las piernas a la altura de los tobillos sin llegar a tocar la esterilla con los pies. Escribió un nuevo mensaje:
P: ¿Me estás hablando ahora desde el hombre o desde el caballero?


DP: Eso quiere decir que sabes la diferencia entre un hombre y un caballero.


P: Tengo veinticinco años, creo que sé lo que es un hombre y un caballero. Además, te recuerdo que tengo novio.


Oyó un gruñido...


DP: He abusado demasiado. Voy al baño un momento y me marcho.


Ella alzó al cejas al leer la respuesta. Esperó a que Pedro se levantara del sofá con los zapatos, los calcetines y la corbata en las manos, en dirección al servicio. Lo hizo en silencio y sin mirarla.


P: ¿He dicho algo malo? No hace falta que te vayas.


DP: No, solo me has recordado la realidad. Si yo fuera tu novio, no me gustaría que estuvieras en tu casa a solas con otro hombre. Gracias por la comida.


Ella agachó la cabeza. Apagó el ordenador y se encaminó a la cocina. Tenía razón...


¿A qué clase de juego estaba jugando? ¡Se casaba en tres meses! Habían sido unas horas, de acuerdo, pero... Se había olvidado de Ramiro. ¿Y a quién pretendía engañar? Le gustaba mucho Pedro, mucho... ¡Y no debería! ¡No!


Pero se encontraba descansada... porque, con él, la vida no era complicada y su estado mental se relajaba. Intentar agradar al mundo era agotador, pero Pedro parecía ofrecerle siempre la solución perfecta, ya fuera por medio de la palabra o de la acción, y en función de lo que ella desease, sin tener que justificarse por nada.


En ese momento, comprendió lo que había escuchado en el hospital acerca del doctor Pedro: era la tranquilidad personificada.


—Se me ha hecho muy tarde —anunció él, que se acercó a las sillas del comedor para coger la chaqueta.


Ella avanzó hacia la puerta y esperó. Pedro acortó la distancia, sonrió sin alegría, serio, y le tendió la mano. Paula se la estrechó, triste de repente por su partida.


No quieres que se vaya... pero sé realista: él tiene su vida y tú tienes la tuya, y están a años luz la una de la otra...


—Supongo que ya nos veremos —musitó ella.


—Supongo. Adiós, Pau —la soltó muy despacio, arrastrando los dedos por su palma, como si se resistiese.


—Adiós, Doctor Pedro —suspiró sonoramente.


Y se fue.