martes, 24 de diciembre de 2019

CAPITULO 21 (TERCERA HISTORIA)




Y derribó sus barreras... Ese hombre lo hizo. La despojó de todo para envolverla en su calidez, para calmarla, para protegerla. Y Paula no lo
resistió más... El grueso nudo de su corazón explotó. Apagó el grifo, se giró y se aferró a Pedro, sacudiéndose por el llanto. Él la abrazó con todo su cuerpo.


Ella le arrugó la camisa en el pecho mientras expulsaba más de tres años de silencio...


Era la primera ocasión en que hablaba de Lucia desde su muerte, ni siquiera lo había hecho con sus padres, para no disgustarlos más. Una cosa era pensar en su hermana y otra bien distinta era recordarla en voz alta.


Se le doblaron las piernas. Él se agachó y la cogió en vilo, acunándola y besándole la cabeza mientras se dirigía al sofá. Paula escondió la cara en su cuello, aún llorando. No se alejaron un milímetro, sino que la meció con tal paciencia y cariño que ella tembló.


Y se quedó dormida.


Cuando alzó los párpados, estaba desorientada. 


Enfocó la vista. No veía nada. Estaba todo a oscuras. Tanteó con las manos a ambos lados hasta encontrar un interruptor. La bombilla de la lamparita de la mesita de noche la cegó un instante, a pesar de que era muy tenue y pequeña. Estaba en su habitación. Se incorporó de la cama. No recordaba nada. Atravesó los flecos trastabillando por el sueño. El amplio ventanal del salón esparcía las luces de las farolas de la calle, otorgando espacios de sombras.


Observó la sala hasta que sus ojos se toparon con Pedro Alfonso, tumbado en el sofá con la cara virada en su dirección, dormido, sin corbata, sin zapatos ni calcetines, con una pierna estirada y la otra doblada y con la camisa abierta en el cuello y remangada. Se acercó con sigilo, se arrodilló y sonrió. Las manos las tenía enlazadas en la tripa, unas manos grandes, de dedos largos y uñas perfectas. Todo en ese hombre era atractivo, ¡hasta los pies! Y la tentación la venció. Estiró la mano y le peinó los cabellos, fascinándose por la suavidad de las ondas.


Paula se puso en pie y entró en la cocina. Encendió las lamparitas que había colgadas en las paredes, continuando la encimera en L, una luz entrañable. Y se sorprendió al ver los platos, la copa de champán y los vasos limpios en la pila. Su interior aleteó. Se preparó una infusión.


Buscó el móvil, que estaba en una de las mesitas de noche, y descubrió un mensaje de texto de un número desconocido.


DP: No quiero irme hasta asegurarme de que estás bien. No te asustes, estoy en el salón. Por cierto, «perdona» por haber husmeado en tu iPhone. Me he llamado para tener tu número y te he apuntado el mío: DP de Doctor Pedro.


Paula meneó la cabeza, riéndose.


Menudas confianzas se toma... ¡Pero te encanta!


Regresó a la cocina y se bebió la infusión, sentada en la encimera con las piernas bailando en el aire. Le escribió la respuesta:
P: Discúlpame tú a mí por no haberte dado mi número... (es broma). Eres mi único contacto con la letra «D», ¡todo un honor! Por cierto, me
alegra comprobar que no sufres insomnio...


Se terminó la taza. La fregó. Guardó lo que ya estaba seco y se tumbó boca abajo sobre la esterilla, con el portátil. Comprobó su correo electrónico, pues había estado los últimos tres días charlando con sus antiguos alumnos de yoga y esperaba e-mails que le confirmaran cuándo retomar las clases particulares.


Un buen rato después, contestando los correos que, en efecto, ya había recibido de sus alumnos, vibró su móvil, junto al ordenador.


DP: Una disculpa tuya no es ninguna broma... Y tu sofá creo que es mejor que mi cama, porque no he tenido pesadillas. Gracias por dejarme dormir, pero la próxima vez despiértame. No quiero abusar.


P: ¿Abusar? ¿Qué es para ti abusar? Porque creo que tenemos distinto concepto...


DP: ¿Me estás regañando, Pau? Supongo que tienes razón. He hecho lo que me ha dado la gana en tu casa, pero tú me has dejado...


Ella frunció el ceño. ¿Tan fácil la consideraba?


P: Sí. Perdona, no debí haberlo hecho. Solo pensé que así te sentirías a gusto. Está claro que me equivoqué. Contigo no hay quien acierte.


Se estiró el vestido en los laterales.


Escuchó una risita ronca.


DP: Ay, Pau... Qué fácil es enfadarte...


P: No estoy enfadada.


DP: Pues como sigas así, te rompes el vestido... Aunque te confieso que desde aquí las vistas serían muy agradables, a pesar de la oscuridad...


Paula ahogó una exclamación y dejó tranquila la ropa, tapándose bien y cruzando las piernas a la altura de los tobillos sin llegar a tocar la esterilla con los pies. Escribió un nuevo mensaje:
P: ¿Me estás hablando ahora desde el hombre o desde el caballero?


DP: Eso quiere decir que sabes la diferencia entre un hombre y un caballero.


P: Tengo veinticinco años, creo que sé lo que es un hombre y un caballero. Además, te recuerdo que tengo novio.


Oyó un gruñido...


DP: He abusado demasiado. Voy al baño un momento y me marcho.


Ella alzó al cejas al leer la respuesta. Esperó a que Pedro se levantara del sofá con los zapatos, los calcetines y la corbata en las manos, en dirección al servicio. Lo hizo en silencio y sin mirarla.


P: ¿He dicho algo malo? No hace falta que te vayas.


DP: No, solo me has recordado la realidad. Si yo fuera tu novio, no me gustaría que estuvieras en tu casa a solas con otro hombre. Gracias por la comida.


Ella agachó la cabeza. Apagó el ordenador y se encaminó a la cocina. Tenía razón...


¿A qué clase de juego estaba jugando? ¡Se casaba en tres meses! Habían sido unas horas, de acuerdo, pero... Se había olvidado de Ramiro. ¿Y a quién pretendía engañar? Le gustaba mucho Pedro, mucho... ¡Y no debería! ¡No!


Pero se encontraba descansada... porque, con él, la vida no era complicada y su estado mental se relajaba. Intentar agradar al mundo era agotador, pero Pedro parecía ofrecerle siempre la solución perfecta, ya fuera por medio de la palabra o de la acción, y en función de lo que ella desease, sin tener que justificarse por nada.


En ese momento, comprendió lo que había escuchado en el hospital acerca del doctor Pedro: era la tranquilidad personificada.


—Se me ha hecho muy tarde —anunció él, que se acercó a las sillas del comedor para coger la chaqueta.


Ella avanzó hacia la puerta y esperó. Pedro acortó la distancia, sonrió sin alegría, serio, y le tendió la mano. Paula se la estrechó, triste de repente por su partida.


No quieres que se vaya... pero sé realista: él tiene su vida y tú tienes la tuya, y están a años luz la una de la otra...


—Supongo que ya nos veremos —musitó ella.


—Supongo. Adiós, Pau —la soltó muy despacio, arrastrando los dedos por su palma, como si se resistiese.


—Adiós, Doctor Pedro —suspiró sonoramente.


Y se fue.




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