jueves, 19 de septiembre de 2019

CAPITULO 37 (PRIMERA HISTORIA)




Pasó por un kiosco y se paralizó al fijarse en la portada de una revista de moda: eran Manuel y ella, agarrados del brazo, sonriendo, a las puertas de la mansión Alfonso la noche anterior.


—Dios mío... —cogió un ejemplar que reposaba en uno de los expositores que había en la acera. Abrió la página correspondiente y se quedó más alucinada aún. Leyó en voz baja—: ¡Atención, chicas! Uno de nuestros solteros favoritos, Manuel Alfonso, tiene nueva novia, una misteriosa pelirroja a la que no se vio salir de la casa donde se llevó a cabo la subasta de arte, y tampoco a Pedro Alfonso, pero a Manuel, en cambio, sí, y solo... ¿Estaremos ante un suculento triángulo amoroso? Y, lo más importante: ¿esta pelirroja será la que vuelva hetero a nuestro gay predilecto, Pedro, o logrará que Manuel, el mujeriego al que tanto adoramos, se enamore al fin y siente la cabeza?


Desorbitó los ojos. Sus mejillas estaban incendiadas en ese instante.


Devolvió la revista a su sitio y corrió hacia su casa. ¡Tonterías!


Un rato después, no se relajaba, por lo que decidió ducharse y arreglarse para trabajar con Stela. Necesitaba ocupar el tiempo para dejar de pensar y de releer, una y otra vez, ciertos mensajes de cierto pediatra... Se encaminó hacia el taller de la señora Michel, quien no se sorprendió al verla aparecer.


—¡Mi niña! —la diseñadora le enroscó los brazos en el cuello—. ¡Estabas sensacional!


Se sentaron en uno de los sofás del probador. 


Lo primero que hacía Stela nada más despertarse, antes de tomarse su primera ración de cafeína de la jornada, era curiosear la sección de sociedad de todos los periódicos y revistas de moda y cotilleos en internet.


A Paula no le dio tiempo a abrir la boca para contarle nada sobre la fiesta, cuando su teléfono vibró con una llamada entrante. Era la señora Alfonso.


—Hola, Catalina —le dijo, al descolgar.


—¡Hola, cariño! ¿Qué tal te lo pasaste ayer?


—Muy bien. Muchas gracias por invitarme —jugueteó con el extremo de la bufanda, que aún llevaba colgada.


—Me alegro —se rio—. Me gustaría saber cuándo podríamos vernos. Te invito a almorzar. Sé que estás liada, me lo ha dicho Pedro, por eso te lo pregunto a ti.


¿Pedro? Su respiración comenzó a desacelerar pulsaciones.


—Y ahora con las conferencias supongo que te queda poco tiempo libre, pero me gustaría verte.


—Pues... podría comer el viernes. Termino las clases a la una, quizá es un poco tarde para ti, y hasta las cuatro no voy al hospital.


—¡Perfecto! Hay un restaurante pequeño y acogedor justo enfrente de la puerta de urgencias del hospital, se llama “Land”. ¿Quedamos ahí? A la una es buena hora, no te preocupes.


—¡Claro! —sonrió—. Adiós, Catalina.


—Adiós, cariño —colgaron.


¿Qué quería de ella la señora Alfonso?, ¿sería por la noticia que habían publicado sobre Paula y sus hijos? ¿Y Pedro?, ¿por qué había hablado de ella con Catalina?


Meneó la cabeza para aclararse, pero fue inútil. 


Su vientre sufría un constante pinchazo desde que había recibido el primer mensaje del doctor Alfonso en la fiesta... Se mordió el labio y cerró los ojos. ¿Por qué le había escrito esas cosas? ¿A qué estaba jugando?


Stela carraspeó, divertida.


—Ahora mismo me vas a contar lo que te pasa, señorita —la tomó de la mano y se la apretó con cariño—, porque ayer tuvo que pasar algo más.


—¿Algo más? —repitió, extrañada, elevando los párpados.


—Querida mía, te conozco —arqueó sus finas cejas—, y jamás te había visto tan despistada. Y lo estás desde hace tres semanas. Y sé que Pedro Alfonso tiene algo que ver.


Pau se espantó. ¿Tanto se le notaba?


La señora Michel emitió una suave risita.


—Eres un libro abierto, señorita —le pellizcó la nariz—. ¿Un chocolatito caliente?


Paula sonrió, asintiendo. Los domingos no abría el taller, era el día perfecto para organizar la siguiente semana, y lo hacían entre las dos, además del inventario del almacén y repasar los bocetos.


Entraron en el despacho, donde había una minicocina en un lateral. Se prepararon el chocolate, con nubes de azúcar encima, en un platito de porcelana blanca, con flores en relieve. Se acomodaron en las sillas y charlaron durante horas sobre Pedro.


—¿Qué crees que ha cambiado para que él se muestre interesado ahora? — quiso saber la señora Michel, sirviendo dos vasos de agua.


—¿Interesado? —soltó una carcajada—. ¡Me detesta!


—Detestaba, señorita —la corrigió, enfatizando el tiempo verbal—. Habla en pasado, porque ya no lo hace, aunque empiezo a pensar que jamás te ha detestado.


—¿Qué quieres decir? —arrugó la frente.


—A partir de la discusión por la niña, por Ava —entrelazó los dedos en el regazo—, la cosa cambió.


—No cambió. Al día siguiente, cené en casa de sus padres, hice el ridículo por completo, se rio de mí y me llamó dibujo animado —se sofocó ella, dolida al recordar esas palabras.


—Sí —sonrió—, pero te pidió disculpas y te llevó a casa en su moto, una moto —levantó una mano en el aire— en la que solo has montado tú, y en la que desea que solo montes tú —le cogió el móvil y lo balanceó en el aire—. Una semana después, saliste a esa discoteca con él y con su hermano; besó a esa mujer, sí, pero, enseguida, fue a tu casa porque estaba preocupado por ti. Paula, le gustas, es obvio, pero algo lo frena. Quizá sea la edad —se encogió de hombros de forma delicada y elegante.


—¿La edad? A mí no me importa que sea mayor que yo —se ruborizó.


Pedro es un hombre de mundo, cielo —dio un pequeño sorbo al agua —. Tú eres muy inocente, salta a la vista, y eso es demasiado bueno para un hombre como él.


—No te entiendo...


La señora Michel se recostó en el asiento y observó un punto infinito en el escritorio.


—Cariño, hay hombres que se asustan ante la inocencia de una jovencita, piensan que no se sienten merecedores de ella —fijó sus sabios ojos en ella —. Y tú no eres una mujer para una sola noche, sino un mundo nuevo por descubrir. Solo el más valiente de los hombres encontrará tu tesoro más preciado —se inclinó y apoyó la mano en su pecho, sonriendo—, tu corazón, y ese hombre será, entonces, merecedor de ti, y tú, merecedor de él. Pero no esperes sentada al tren —se incorporó y recogió las tazas y los platitos—. Eres demasiado joven para encerrarte en tu seguridad: tu abuela, tus niños y yo.


Paula respiró hondo. Stela tenía razón, estaba sumida en su propia burbuja, que había creado años atrás, y le aterraba salir al exterior.


—Me da miedo... —confesó ella en un susurro. La diseñadora dio un respingo y la observó con atención—. Puede parecer una tontería —la miró, con el rostro inundado ya en lágrimas—, pero estoy cómoda con mi ropa grande y mis colores estridentes, así nadie pensará de mí... —se calló, se tapó la cara con las manos y lloró en silencio.


Los recuerdos le perforaron el alma. Stela corrió a abrazarla.


—Ya, mi niña... Ya... —la meció entre sus brazos, temblando las dos—. ¿Quién te hizo daño?


Pero Pau no contestó; su dolor físico había cicatrizado, a pesar de la marca del costado que le quedaría de por vida; no así el emocional. No podía revivir el pasado, un pasado que regresaba a ella tres tardes a la semana.




CAPITULO 36 (PRIMERA HISTORIA)




Paula se desperezó como no lo hacía desde que era pequeña. No tenía que trabajar y había desconectado el despertador para no ir a correr al parque, pero tenía ganas, así que se levantó y cambió el pijama por la ropa deportiva.


Sara estaba viendo la televisión mientras cosía una falda.


—Buenos días, cariño —la saludó su abuela, con una sonrisa—. ¿Has dormido bien?


—Demasiado bien —se rio y la besó en la mejilla.


Salió a la calle, se colocó los auriculares en las orejas, aspiró el delicioso aroma invernal, sintiendo cómo el sol le acariciaba el rostro, y caminó hasta el Boston Common. Una vez dentro, comenzó su carrera de cuarenta minutos diarios.


Eran las diez y media, y el lugar estaba plagado de familias con niños, que jugaban en columpios o disfrutaban paseando junto a los lagos del parque, aprovechando la tregua que habían dejado las nubes. Pau adoraba el sol, pero
no el verano; amaba los abrigos, las bufandas, los gorros, las chimeneas, las mantas...


A los veinte minutos, un hombre se cruzó en su camino. Ella frenó en seco.


—¡Cuidado! —exclamó, molesta. Apagó su iPod.


—Perdona... ¿Paula?, ¿eres tú?


Paula descubrió a Ernesto Sullivan, en chándal. 


Sus cabellos rubios estaban engominados hacia atrás, igual que la noche anterior, y más guapo a plena luz del día, aunque no tanto como el doctor Alfonso... Se mordió la lengua ante tal pensamiento. ¿De dónde había sacado eso?


No seas tonta. Llevas desde anoche con Pedro en la cabeza. ¡Claro que el doctor Alfonso es el hombre más guapo que has visto en tu vida!


—Hola, Ernesto.


Él sonrió lentamente a medida que la escrutaba de la cabeza a los pies, y viceversa. Pau se sintió del mismo modo que la noche anterior: desnuda. Y lo odió.— Perdóname, iba distraído —se disculpó Sullivan, tomándola de la mano para besarle los nudillos—. Te fuiste muy pronto ayer.


—Estaba cansada —se cruzó de brazos, muy incómoda porque continuaba analizándola.


—¿Te apetece un café? —le sugirió él—. Podríamos charlar sobre la escuela.


Paula arrugó la frente. Algo en su interior le gritaba que lo rechazase.


—De acuerdo —asintió ella, seria—. ¿Adónde vamos?


Sullivan precedió la marcha en dirección a la calle. Entraron en una cafetería y se acomodaron en unos taburetes frente a la barra cuadrada que había en el centro. Pau pidió al camarero una taza de chocolate caliente y él, un café.


—Me sorprendiste mucho —le comentó Ernesto, flexionando los brazos encima de la barra.


El camarero les sirvió lo que habían solicitado.


—¿Por qué? —estiró la sudadera de neopreno rosa fosforito, en un vano intento por cubrirse.


—Creía que una mujer con tu vestido no se subiría en una moto —dio un sorbo al café.


Paula entornó los ojos. ¿Los había espiado?


—No me mires así —añadió él, entre risas—. Todo el mundo os vio salir juntos del salón, y no regresasteis. Y Pedro no tiene coche, es de dominio público. Deberías tener cuidado con él —le advirtió, de repente, serio.


—No hay nada entre el doctor Alfonso y yo —desvió la mirada al chocolate, ruborizada sin poder evitarlo.


—¿Doctor Alfonso? —repitió, incrédulo—. ¿Cuántos años tienes?


—¿Disculpa? —exclamó ella, asombrada por su descortesía.


Sullivan soltó una carcajada y levantó las manos en son de paz.


—Es curiosidad —respondió, divertido—. Pareces una niña.


—Tengo veintidós años —removió la cuchara en la taza.


—Eres demasiado joven para Pedro, apostaría a que, además, tu inocencia está intacta.


Aquel comentario la enfureció. Se incorporó de golpe.


—Espera, Paula —la agarró del brazo, frunciendo el ceño—. Discúlpame, ha estado fuera de lugar. Por favor, no te vayas. Empecemos de cero.


Pau lo observó unos segundos de incertidumbre, asintió y se sentó de nuevo.


—¿Cuántos años tienes tú? —le rebatió ella, adrede, sonriendo traviesa.


—Supongo que me lo merezco —le guiñó un ojo—. Treinta y siete, todo un viejo a tu lado.


Ella conocía a Manuel, y Ernesto actuaba igual, eran dos seductores natos. Sin embargo, a Paula, Sullivan tampoco la impresionaba. Solo existía un hombre por el que su cuerpo se estremecía y su corazón perdía latidos, y no estaba en esa cafetería.


—¿Por qué quieren cerrar la escuela? —le preguntó ella, antes de beber un poco de chocolate.


Él adoptó una postura seria, se irguió y apuró su café.


—Porque Hafam no ofrece ningún beneficio. Si la tiramos y construimos un bloque de pisos, ganamos dinero, que es a lo que me dedico.


—¿Y qué pasará con los niños? —se indignó. Se le formó un nudo en la garganta—. ¿Pensáis echarlos a la calle como si fueran basura? ¡Estamos en invierno, se morirán de frío! —se cubrió la boca, horrorizada por la idea.


—Hay muchos albergues y edificios dedicados a acoger huérfanos y gente sin techo —le recordó Sullivan, frotándose el mentón.


—Pero no estudiarán... —se entristeció—. No van a escuelas públicas porque se sienten inferiores a los demás niños que sí tienen familias. Si Hafam no cierra, al menos, les enseñaremos lo que necesitan hasta que cumplan doce años, no solo los conocimientos básicos propios de su edad, sino también a desenvolverse —gesticuló con las manos—, les inculcaremos seguridad. Están perdidos...


Ernesto la contempló de forma intensa un incómodo momento.


—Hablaré con mis socios —anunció él, sacando la cartera del bolsillo del pantalón—, pero no te prometo nada —pagó las bebidas.


—No, por favor... —estiró un brazo para detenerlo, no quería que la invitara.


Él le atrapó la mano y le besó la palma.


—Ya nos veremos, Paula —la soltó despacio, acariciándole a conciencia la piel, y se fue.


Pau, nerviosa por aquel gesto, por aquel hombre, se terminó el chocolate con rapidez y regresó a su apartamento. Durante el trayecto, su mente no dejó de elucubrar: ¿Y si no había sido casualidad toparse con él?




CAPITULO 35 (PRIMERA HISTORIA)




Era pasada la medianoche y la mayoría de los periodistas y fotógrafos se habían marchado; sin embargo, quedaban algunos y no quiso correr el riesgo de que vieran a Paula salir con él, cuando había entrado con su hermano. Al día siguiente, la imagen de Manuel y ella juntos sería portada de las revistas, su hermano siempre era noticia. 


Lo último que deseaba era que la criticaran.


Odiaba la prensa y los cotilleos, no soportaría que Paula se convirtiera en el centro de las habladurías. Bastante le disgustaba ya que la familia Alfonso, en concreto los tres hermanos, fuese noticia a diario; ella no se lo merecía.


Se sentó primero y le permitió intimidad, agachando la cabeza. Y cuando Paula se acomodó detrás, Pedro giró medio cuerpo y le colocó el casco con suavidad, se puso el suyo y activó el mando para que la puerta trasera del garaje se abriera, así no tendrían que cruzarse con los periodistas de la entrada principal.


Paula lo abrazó por la cintura. Pedro controló el temblor que le sobrevino al sentir sus piernas a su alrededor y su cuerpo abrazándolo. Y emprendieron el camino. El trayecto fue demasiado corto... Aparcó en la misma acera del portal. La calle estaba desierta, excepto por algún coche que transitaba por la calzada. 


Esperó a que se apeara y, luego, se bajó él.


—Gracias por traerme —le entregó el casco.


—De nada —se lo colgó del brazo y se quitó el suyo—. ¿Trabajas mañana?


Paula negó con la cabeza, sonrojada, mirando a cualquier sitio menos a Pedro.


— Lo tengo libre, ¿y usted?


Pedro se mordió la lengua. ¿Tan difícil era que lo tuteara y que lo llamara por su nombre?


—Yo, también —la acompañó hasta la puerta—. Buenas noches.


—Buenas noches, doctor Alfonso —sonrió con timidez y se metió en el edificio.


Cuando se perdió de vista por las escaleras, él se montó en la moto y se dirigió a su casa. Pero no durmió. Se quitó la ropa y se tumbó en la cama, en calzoncillos. Cogió el móvil y leyó la conversación que había mantenido con ella; la leyó una y otra vez, hasta que Manuel irrumpió en su habitación y se sentó en el borde del colchón. Bruno lo hizo, un minuto más tarde, en el otro lado. Y se echaron a reír, incomodándolo. 


Él les lanzó los cojines, enrabietado; ellos los sortearon y, por fin, se contagió de las carcajadas.


Se tomaron una cerveza en la cocina mientras charlaban.


—¿La trato mal? —les preguntó Pedro, de repente, serio.


—Bastante mal —contestó el mediano.


—Ernesto está interesado en ella —musitó Pedro, con los ojos perdidos en el botellín, rodándolo entre las manos—. He visto cómo la mira. Le pidió a mamá que se la presentara.


—Con Alejandra no te importó —comentó el pequeño, frunciendo el ceño.


Hacía dos años que se había acostado con Alejandra por primera vez. Lo había atraído en el ámbito carnal, pero en nada más. La decoradora era novia de Ernesto cuando se encargó de amueblar el piso de los hermanos Alfonso, pero terminó la relación y buscó a Pedro, hasta que lo encontró. Él había sido sincero desde el principio: solo sexo.


Alejandra era una mujer buena, cariñosa y alegre, y pertenecía a una de las mejores familias de Boston; no obstante, eso a Pedro nunca le había tentado lo suficiente como para lanzarse a una relación, ni con ella ni con ninguna otra.


No habían salido a cenar, no habían estado a solas fuera de la casa de Alejandra y solo habían quedado cuando él había tenido un mal día y había necesitado desconectar. Ella sabía que Pedro no mostraba afecto en público; entonces, ¿por qué en The Boss lo había besado?


Alejandra continuaba mandándole mensajes, a pesar de haber roto, pero Pedro no respondía, ni siquiera los leía, los borraba directamente; solo le interesaban los que procedían de una adorable bruja de cabellos anaranjados y aroma primaveral...


—Ernesto es de los que persisten —afirmó Manuel, muy serio—. Habrá que prevenir a Paulaa. Es demasiado inocente para saber a qué atenerse con Sullivan —apuró la bebida.


Aquello lo sobresaltó.


—¿Crees que la perseguirá? —Pedro se inquietó—. Paula no se mueve en los mismos círculos que Manuel.


—Siento decir esto —intervino Bruno, levantando las manos—, pero estamos hablando de Ernesto, es más casanova que tú, Manuel. Y mamá está más que dispuesta a introducir a Paula en sus obras de caridad. Me lo ha dicho
papá.


— Paula estará encantada de ayudar a mamá —sonrió el mediano—. Las dos se dedican a lo mismo, aunque a distintos niveles —se encogió de hombros.


—Pero si Paula acepta —añadió Pedro, inclinándose sobre la barra americana—, Ernesto tendrá pleno acceso a ella —golpeó con el puño en la encimera—, si es que no sabe ya lo de Hafam.


—Oye, Pa —le dijo el pequeño, con el semblante cruzado por la gravedad —, una de las sociedades que tiene Ernesto es la que quiere cerrar Hafam.


—Y si a eso le añadimos que le quitaste a Alejandra... —murmuró Manuel, con la
misma expresión—. Nunca te perdonó.


Pedro lanzó el botellín a la basura y se encerró en su habitación de un portazo. Un remolino de emociones se apoderaron de su cuerpo.