jueves, 19 de septiembre de 2019
CAPITULO 36 (PRIMERA HISTORIA)
Paula se desperezó como no lo hacía desde que era pequeña. No tenía que trabajar y había desconectado el despertador para no ir a correr al parque, pero tenía ganas, así que se levantó y cambió el pijama por la ropa deportiva.
Sara estaba viendo la televisión mientras cosía una falda.
—Buenos días, cariño —la saludó su abuela, con una sonrisa—. ¿Has dormido bien?
—Demasiado bien —se rio y la besó en la mejilla.
Salió a la calle, se colocó los auriculares en las orejas, aspiró el delicioso aroma invernal, sintiendo cómo el sol le acariciaba el rostro, y caminó hasta el Boston Common. Una vez dentro, comenzó su carrera de cuarenta minutos diarios.
Eran las diez y media, y el lugar estaba plagado de familias con niños, que jugaban en columpios o disfrutaban paseando junto a los lagos del parque, aprovechando la tregua que habían dejado las nubes. Pau adoraba el sol, pero
no el verano; amaba los abrigos, las bufandas, los gorros, las chimeneas, las mantas...
A los veinte minutos, un hombre se cruzó en su camino. Ella frenó en seco.
—¡Cuidado! —exclamó, molesta. Apagó su iPod.
—Perdona... ¿Paula?, ¿eres tú?
Paula descubrió a Ernesto Sullivan, en chándal.
Sus cabellos rubios estaban engominados hacia atrás, igual que la noche anterior, y más guapo a plena luz del día, aunque no tanto como el doctor Alfonso... Se mordió la lengua ante tal pensamiento. ¿De dónde había sacado eso?
No seas tonta. Llevas desde anoche con Pedro en la cabeza. ¡Claro que el doctor Alfonso es el hombre más guapo que has visto en tu vida!
—Hola, Ernesto.
Él sonrió lentamente a medida que la escrutaba de la cabeza a los pies, y viceversa. Pau se sintió del mismo modo que la noche anterior: desnuda. Y lo odió.— Perdóname, iba distraído —se disculpó Sullivan, tomándola de la mano para besarle los nudillos—. Te fuiste muy pronto ayer.
—Estaba cansada —se cruzó de brazos, muy incómoda porque continuaba analizándola.
—¿Te apetece un café? —le sugirió él—. Podríamos charlar sobre la escuela.
Paula arrugó la frente. Algo en su interior le gritaba que lo rechazase.
—De acuerdo —asintió ella, seria—. ¿Adónde vamos?
Sullivan precedió la marcha en dirección a la calle. Entraron en una cafetería y se acomodaron en unos taburetes frente a la barra cuadrada que había en el centro. Pau pidió al camarero una taza de chocolate caliente y él, un café.
—Me sorprendiste mucho —le comentó Ernesto, flexionando los brazos encima de la barra.
El camarero les sirvió lo que habían solicitado.
—¿Por qué? —estiró la sudadera de neopreno rosa fosforito, en un vano intento por cubrirse.
—Creía que una mujer con tu vestido no se subiría en una moto —dio un sorbo al café.
Paula entornó los ojos. ¿Los había espiado?
—No me mires así —añadió él, entre risas—. Todo el mundo os vio salir juntos del salón, y no regresasteis. Y Pedro no tiene coche, es de dominio público. Deberías tener cuidado con él —le advirtió, de repente, serio.
—No hay nada entre el doctor Alfonso y yo —desvió la mirada al chocolate, ruborizada sin poder evitarlo.
—¿Doctor Alfonso? —repitió, incrédulo—. ¿Cuántos años tienes?
—¿Disculpa? —exclamó ella, asombrada por su descortesía.
Sullivan soltó una carcajada y levantó las manos en son de paz.
—Es curiosidad —respondió, divertido—. Pareces una niña.
—Tengo veintidós años —removió la cuchara en la taza.
—Eres demasiado joven para Pedro, apostaría a que, además, tu inocencia está intacta.
Aquel comentario la enfureció. Se incorporó de golpe.
—Espera, Paula —la agarró del brazo, frunciendo el ceño—. Discúlpame, ha estado fuera de lugar. Por favor, no te vayas. Empecemos de cero.
Pau lo observó unos segundos de incertidumbre, asintió y se sentó de nuevo.
—¿Cuántos años tienes tú? —le rebatió ella, adrede, sonriendo traviesa.
—Supongo que me lo merezco —le guiñó un ojo—. Treinta y siete, todo un viejo a tu lado.
Ella conocía a Manuel, y Ernesto actuaba igual, eran dos seductores natos. Sin embargo, a Paula, Sullivan tampoco la impresionaba. Solo existía un hombre por el que su cuerpo se estremecía y su corazón perdía latidos, y no estaba en esa cafetería.
—¿Por qué quieren cerrar la escuela? —le preguntó ella, antes de beber un poco de chocolate.
Él adoptó una postura seria, se irguió y apuró su café.
—Porque Hafam no ofrece ningún beneficio. Si la tiramos y construimos un bloque de pisos, ganamos dinero, que es a lo que me dedico.
—¿Y qué pasará con los niños? —se indignó. Se le formó un nudo en la garganta—. ¿Pensáis echarlos a la calle como si fueran basura? ¡Estamos en invierno, se morirán de frío! —se cubrió la boca, horrorizada por la idea.
—Hay muchos albergues y edificios dedicados a acoger huérfanos y gente sin techo —le recordó Sullivan, frotándose el mentón.
—Pero no estudiarán... —se entristeció—. No van a escuelas públicas porque se sienten inferiores a los demás niños que sí tienen familias. Si Hafam no cierra, al menos, les enseñaremos lo que necesitan hasta que cumplan doce años, no solo los conocimientos básicos propios de su edad, sino también a desenvolverse —gesticuló con las manos—, les inculcaremos seguridad. Están perdidos...
Ernesto la contempló de forma intensa un incómodo momento.
—Hablaré con mis socios —anunció él, sacando la cartera del bolsillo del pantalón—, pero no te prometo nada —pagó las bebidas.
—No, por favor... —estiró un brazo para detenerlo, no quería que la invitara.
Él le atrapó la mano y le besó la palma.
—Ya nos veremos, Paula —la soltó despacio, acariciándole a conciencia la piel, y se fue.
Pau, nerviosa por aquel gesto, por aquel hombre, se terminó el chocolate con rapidez y regresó a su apartamento. Durante el trayecto, su mente no dejó de elucubrar: ¿Y si no había sido casualidad toparse con él?
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