martes, 3 de diciembre de 2019

CAPITULO 110 (SEGUNDA HISTORIA)





El dueño del club los recibió en la entrada. 


Conocía a Pedro, pues se abrazaron con familiaridad. Los invitó el resto de la noche a cócteles para ella y agua para su marido. Y bailaron, ¡vaya que sí!


El local era pequeño y estaba atestado de gente, mayoritariamente latina, que contoneaba las caderas al ritmo de la salsa. Él se quitó la chaqueta, que un camarero guardó con su bolsito, detrás de la barra, se remangó la camisa y se la sacó de los pantalones, para completo deleite de Paula.


—A ver qué sabes hacer, soldado —lo picó, retrocediendo hacia el centro del club. No tenía ni idea, pero le gustaba mucho bailar y aprendía rápido.


Su marido sonrió con suficiencia y la siguió. La sujetó por las caderas, la pegó a su cuerpo de un tirón que no se esperaba y comenzó a balancearse con sensualidad al compás. Era un experto, no solo en la salsa, sino también en guiarla hacia las estrellas... Se desintegró...


Y se divirtió como nunca. Algunos amigos de Pedro le enseñaron más pasos y bailó hasta que le dolieron los pies y la tripa, de tanto reír.


Pidió un cóctel para refrescarse. Su bailarín particular la cercó desde atrás, colocando las manos en la barra, y le chupó el cuello de manera osada y ansiosa. Paula se olvidó de la bebida, de lo que la rodeaba, se recostó en su pecho, cerró los ojos y ladeó la cabeza para permitirle total acceso a su piel.


Él gruñó y succionó. Ella gimió. 


Entonces, Pedro la giró con violencia y se
apoderó de su boca, sus sentidos, su alma, su corazón, su voluntad... Audaz.


Autoritario. Adictivo. Vehemente...


La alzó lentamente en el aire y Paula, absorta, le envolvió las caderas con las piernas. Él resopló por el gesto y, de repente, volaron. La empujó contra la pared de un rincón oscuro, sin bajarla al suelo. Solo se besaron, pero... ¡Qué beso!


Vámonos —dijo Pedro, deteniéndose bruscamente.


Paula parpadeó hasta enfocar la visión e intentó recuperar la normalidad de su respiración. Se alisó el arrugado vestido con manos trémulas. 


Se aproximaron a la barra para recoger la americana y el bolso, se despidieron de sus amigos y salieron a la calle. Tuvo que correr para mantener su ritmo, pero no le importó porque se sentía igual de ansiosa que él por abandonarse a sus secretos...


Regresaron al hotel y, en cuanto entraron en el ascensor, se devoraron y se manosearon con torpeza. Se besaron, muy ruidosos y sin control. 


Y en la suite, se desvistieron el uno al otro, de camino al dormitorio, chocándose con todos los muebles y haciendo volar cada prenda por los aires.


Cuando estuvieron desnudos, la cogió en brazos y cayeron en la cama en un amasijo de piernas. 


No hubo más preliminares, tampoco despegaron los labios ni las lenguas y no dejaron de gemir. Y su marido, un hombre de honor, cumplió su palabra: no durmieron... Hicieron el amor durante horas. Se besaron durante horas. Se veneraron durante horas. La noche cedió paso a un amanecer tórrido, en el que los gritos de Paula se mezclaron con los roncos rugidos de Pedro...


Y no se movieron de la suite hasta que volaron rumbo a Boston, por la tarde. Ella durmió todo el viaje. Estaba muy cansada, no era para menos, y el agotamiento la había vencido. Lo malo fue que se despertó con una punzante migraña.


—¿Estás bien? —se preocupó él, al apreciar su malestar—. Estás pálida.


—Me duele la cabeza —hizo una mueca.


—En un cuarto de hora estamos en casa. Aguanta, rubia —la besó en la frente.


Se abrigaron por el frío exterior. Llevaban la ropa del viernes por las bajas temperaturas de Massachusetts. El chófer de Catalina los esperaba en la pista, al lado del avión. Rose se metió en el coche con tristeza, pero pensó en Gaston y sonrió, deseando acunar a su hijo cuanto antes.


—¡Hola! —los saludó Zaira desde el salón, con el niño en brazos.


—¡Gordito! —exclamó ella, ignorando la jaqueca, la fatiga y el negativo presentimiento.


Corrió hacia su hijo y lo meció en el pecho, haciéndole cosquillas. Pedro besó al bebé infinitas veces, provocándole una sonrisa tras otra, y se encargó de la maleta.


—¿Qué tal el viaje? —se interesó Bruno.


—De ensueño... —suspiró, con un maravilloso aleteo en el estómago.


Cuando su marido se reunió con ellos, vestido con el pantalón del pijama y una camiseta blanca de manga corta, la relevó con Gaston para que se cambiara. La migraña palpitó al agacharse para quitarse las medias y se le escapó un jadeo de dolor. Se tumbó, a ver si se le pasaba, haciéndose un ovillo. Todo le latía con inquina. Así la encontró Pedro minutos más tarde.


—¿La cabeza? —adivinó él—. Te traeré una pastilla.


Ella se tragó el medicamento bebiendo un poco de agua. Su marido la desnudó —Paula era incapaz de moverse—, la metió entre las sábanas, apagó la luz y la besó en la frente.


—Gracias, soldado...


—Ay, rubia... —respiró hondo sobre su mejilla antes de rozársela con los labios—. No soporto verte así... ¿Qué más puedo hacer?


—Cuidarme, mi guardián... —sonrió, debilitada.


—Siempre.







CAPITULO 109 (SEGUNDA HISTORIA)




Saciada por el beso, Paula volvió la cabeza hacia las arpías y les guiñó un ojo, abrazada de manera posesiva por su viejo aburrido. Las aludidas se sobresaltaron y enrojecieron de vergüenza, aunque levantaron el mentón, dignas y orgullosas.


—¿Qué pasa? —quiso saber él.


—Nada. ¿Nos vamos, viejo aburrido? —observaba aún a las arpías.


—¿Cómo me has llamado? —se extrañó.


Ella se rio.


—Ahora te lo cuento —lo besó en la mejilla, rebosando felicidad.


Se montaron en el Aston Martin, estacionado en la entrada del Ritz, y se dirigieron al restaurante, a media hora en coche del hotel. Le relató lo sucedido en el servicio y estallaron en carcajadas. La mano derecha de Pedro estuvo en su muslo izquierdo todo el trayecto, un gesto natural que mariposeó su estómago.


Aparcaron a las puertas de Zuma, un restaurante de comida japonesa que era toda una sensación en Miami. Había otros en Londres, Hong Kong, Estambul, Dubai y Bangkok. El chef poseía gran reputación. Se necesitaba reserva, si uno no quería esperar dos horas de cola como mínimo.


Un hombre uniformado de mediana edad se acercó a ellos. Pedro salió del deportivo y la ayudó. Le entregaron las llaves al empleado y entraron en el recinto del restaurante. 


Atravesaron un corto y ancho camino de hormigón blanco, con cesped a los dos lados. 


Se saltaron la cola.


—Buenas noches —les saludó el maître con una sonrisa.


—Buenas noches —le dijo Pedro, rodeando a Paula por la cintura—. Teníamos una reserva a nombre de Pedro Alfonso.


—Por supuesto, señores Alfonso —respondió sin comprobar el nombre en el listado que había sobre un atril—. ¿Me acompañan, por favor?


El local era una belleza que mezclaba lo oriental con lo occidental. Un panel curvado de bambú separaba la entrada del resto. De los techos, colgaban láminas cuadradas de color crema, como en las paredes. Una barra se disponía en el centro, donde algunos grupos pequeños o parejas disfrutaban de una copa previa a la cena. Las mesas eran circulares, de cristal negro ahumado, y los asientos eran sillones bajos e individuales de color rojo, frente
a otro alargado, beis. Al fondo, a la izquierda, estaba la bodega, en la que las numerosas botellas se distribuían en baldas, desde el suelo hasta el techo.


El maître los guio a la derecha, pasada la barra. 


Se acomodaron en el sofá alargado. Les tomaron nota de las bebidas. Pidieron una botella de vino tinto y otra de agua.


—¿Te gusta la comida japonesa? —se interesó Pedro cuando estuvieron solos.


—Solo he comido sushi —sonrió—, así que me fío de ti. No le hago ascos a nada.


Él le guiñó un ojo y le apretó la mano por debajo de la mesa. En un arrebato, ella le besó la mejilla. Estaba encantada con la cita. Cada minuto se sentía más y más dichosa. Estaba siendo un viaje inolvidable, un fin de semana inolvidable, un marido inolvidable...


Saborearon las especialidades del chef, todo para compartir: carne tatami, escalope tártaro, salmón teriyaki... Y, lo más importante, cenaron en su burbuja particular. Se alimentaron el uno al otro como amantes locamente enamorados.


Las risas se intercalaron con besos robados y tiernas caricias.


—Hoy me toca a mí preguntar —anunció Pedro, sonriendo con picardía.


—Pregunta —apuró la copa de vino y sirvió más para los dos.


—¿Siempre quisiste ser enfermera? —se recostó en el asiento.


Paula apoyó los antebrazos en la mesa y sonrió, nostálgica.


—Siempre. Desde que era una niña. Quería ser como mi madre —se le formó un nudo en la garganta, que consiguió controlar.


—Te pareces mucho a ella —le pellizcó la nariz, arrancándole una carcajada para aliviar su tristeza—. Excepto por el color del pelo y de los ojos, eres igual que tu madre. Tenéis la misma belleza angelical y la misma expresión dulce —se inclinó y se detuvo a un milímetro de distancia de su boca—. Y las dos sois bajitas —ocultó una risita y se apoyó de nuevo en el sofá.


— ¡Oye! —le golpeó el hombro, fingiendo enfadarse.


—La siguiente pregunta me cuesta hacerla, pero quiero saberlo —se cruzó de brazos en actitud defensiva—. ¿Saliste con alguien del hospital?


—No me... —carraspeó, avergonzada—. No me acosté con nadie, ya lo sabes.


—Pero me dijiste que odiabas los besos de despedida —rechinó los dientes—. Dime quiénes del hospital te han besado —la miró, rabioso por los repentinos celos que lo asaltaron.


Ella arqueó las cejas, divertida.


—Alguno que otro —bebió más vino.


—Dime cuántos.


—No sé... —se encogió de hombros, despreocupada—. ¿Siete, ocho? Creo que diez.


—¡Diez! —exclamó, atónito y pálido.


Paula estalló en carcajadas y lo abrazó.


—Te estoy tomando el pelo, soldado. No los recuerdo porque solo me importas tú, nadie más. Lo único que recuerdo del pasado es a ti en el ascensor del hotel Liberty —le mordisqueó la oreja.


Él carraspeó para silenciar un gemido. Se removió y pidió la cuenta al camarero. Ella besó su mejilla por enésima vez, adoraba hacerlo, pero más adoraba el rubor de su marido cuando lo hacía.


Mi nene grandullón...


Se montaron en el coche. Sin embargo, no fueron al Ritz.


—¿Adónde vamos?


—Otra sorpresa —la cogió de la mano y le besó los nudillos.


La sorpresa resultó ser un local donde se bailaba salsa.


—¡Qué bien! —gritó Paula, colgándose de su cuello—. Aunque te advierto que no sé bailar.


—Yo, sí —le guiñó un ojo.




CAPITULO 108 (SEGUNDA HISTORIA)





Pedro descansó en la terraza mientras Paula se duchaba. Habían comprado su champú y su acondicionador, sin aclarar, con fragancia a mandarina. En toalla, frente al espejo, se aplicó el producto para desenredarse los húmedos cabellos, admirando a través del prisma la belleza del baño.


Era de piedra gris oscura, como el plato de la ducha. Había una bañera con hidromasaje, enorme, a la derecha, frente a un gran ventanal que ofrecía las espectaculares vistas nocturnas de Miami. Las luces eran pequeñas, blancas, de neón y estaban estratégicamente colocadas para otorgar intimidad, en rincones ténues.


Eligió el conjunto de lencería con liguero, rosa pálido y de encaje. Emitió una risita entrecortada al recordar la reacción de Pedro cuando se lo había enseñado en la percha. Él había desorbitado los ojos, sus pómulos se habían teñido de rubor y su aliento se había acelerado.


Se alisó el pelo con el secador del hotel. Se tapó con el albornoz y salió al dormitorio.


—¡Ya, Pedro! —gritó para que la escuchara.


Surgió instantes después, sonrió, la besó en la mandíbula y se encerró en el servicio.


Paula sacó el vestido de su funda y lo descolgó con cuidado de la percha, que lanzó al colchón. 


Bajó la cremallera lateral, del mismo tono que la ropa interior, cándido y tierno. Se lo colocó por la cabeza. Se ajustaba hasta las caderas, proporcionando un toque provocativo a la prenda, y el corpiño, además, era transparente, con bordados que ocultaban el sujetador y parte de su piel: una mujer dulce y ardiente a la vez. 


Las mangas se ceñían hasta las muñecas. No había escote, tampoco en la espalda, era cerrado y sin cuello, alcanzaba la mitad de sus muslos por delante y llegaba al suelo por detrás; la seda de la falda era magnífica.


Abrió las puertas del armario, enfrente, y cogió la caja de las sandalias de tacón y el bolsito de fiesta, plateados, sencillos, pero estilosos. 


Jamás había utilizado ropa y complementos tan caros. Su familia, los Chaves, tenían mucho dinero, pero Pedro Alfonso circulaba en otra órbita.


Se calzó, admirando lo bonitos que eran sus pies en esas sandalias de tiras estrechas que rodeaban sus tobillos; el tacón era excesivamente alto, pero le encantaba. Cambió sus pertenencias de bolso y se dirigió a otro baño, más pequeño, al que se accedía también por la habitación. Se recogió los cabellos en un moño bajo y lateral a modo de flor y se pintó la boca con brillo.


Observó su reflejo en el espejo de pie que había en un rincón. Sonrió. No sabía dónde cenarían, era otra sorpresa, pero ya estaba disfrutando de la cita como nunca hasta ahora.


Se encaminó hacia el salón principal, donde dejó caer el bolsito en el sofá, y salió a la terraza. 


Apoyó las manos en la barandilla e inhaló el aroma del mar. Su mente evocó las imágenes de aquella tarde. Sus labios temblaron. Se los humedeció.


Me ama... Y sabe que yo lo amo... Tenemos el mejor hijo del mundo y estamos disfrutando de una inolvidable cita de dos días, ¡qué más puedo pedir!


No obstante, el mal augurio regresó a su pecho. 


Frunció el ceño.


¿Qué demonios te pasa? ¡Disfruta y no pienses en nada!


Pedro carraspeó a su espalda. Paula se giró y se tropezó al verlo. Se agarró a la barandilla y se le secó la garganta.


¡Qué guapo, por Dios!


Llevaba unos distinguidos zapatos de ante azul con dos borlas, sin calcetín; unos vaqueros oscuros asentados a sus caderas y entallados con elegancia; un cinturón de piel azul; una camisa blanca por dentro de los pantalones, de cuello corto, rígido y de puntas redondeadas; y una americana azul marino, ceñida de manera muy apetecible a su arrogante anatomía. Estaba magnífico.Imponente.


Cuando alcanzó sus ojos, jadeó de forma involuntaria. La contemplaba como si se tratase de un manjar. El chocolate de su mirada se oscureció, causando una auténtica devastación en su interior.


Él extendió una mano en su dirección y ella posó la suya encima. Pedro tiró y la atrapó entre sus brazos, envolviéndola con su sensual aroma a madera acuática. Paula gimió al fijarse en su boca carnosa. Estrujó las solapas de su chaqueta.


—Esta noche no vamos a dormir —pronunció él en tono áspero—. Estás avisada, rubia.


La soltó para entrelazar una mano con la suya y la condujo al pasillo para esperar el ascensor. Al llegar al recibidor del hotel, ella se disculpó, necesitaba ir al baño.


—Te espero en la recepción.


Paula caminó por un corredor estrecho, pasado el elevador, y entró en el servicio. Las dos mujeres que había arquearon las cejas con prepotencia, repasándola con desdén.


¡Soy guapa, que os den!


No se molestó en devolverles el saludo tan educado que le habían dedicado. Se metió en uno de los escusados.


—Hay algunas que necesitan un estilista, pero, claro, el dinero no lo compra todo, ¿no crees? —comentó una, en voz baja.


—Por supuesto —convino la otra—, aquí hay muchas... sueltas, ya me entiendes. Será la amiguita de algún viejo aburrido podrido de dinero.


Ella reprimió una carcajada. Esperó a que se marcharan y salió al pasillo.


A paso seguro, recto y confiado, fue en busca de su viejo aburrido. En cuanto pisó el majestuoso hall, repleto de personas adineradas y elegantes, adultas y jóvenes, divisó a las mujeres del baño, que rondaban los cuarenta y pocos, y que, en ese momento, babeaban por Pedro Alfonso.


Paula, sonriendo, no se detuvo ni aceleró, avanzó con fría serenidad. Fue consciente de las miradas de admiración, incluso de deseo, de los hombres a su alrededor, que se giraban y la escrutaban con descaro. Su marido arrugaba la frente y golpeaba el suelo con el zapato de un modo impaciente, gruñendo porque se había dado cuenta del espectáculo que estaba protagonizando, sin quitarle los ojos de encima, aunque quieto y erguido con soberbia.


Para comerte...


De lo que él no se había percatado era de que, también, actuaba en un papel protagonista, pues el sector femenino se lo estaba comiendo con la mirada...


Lo alcanzó, le rodeó el cuello con el brazo, se alzó de puntillas y lo besó en la boca, demostrando abiertamente que se pertenecían. Pedro la ciñó con fuerza por la cintura y la correspondió de igual modo. Rápido y duro, pero flamígero...