martes, 3 de diciembre de 2019

CAPITULO 109 (SEGUNDA HISTORIA)




Saciada por el beso, Paula volvió la cabeza hacia las arpías y les guiñó un ojo, abrazada de manera posesiva por su viejo aburrido. Las aludidas se sobresaltaron y enrojecieron de vergüenza, aunque levantaron el mentón, dignas y orgullosas.


—¿Qué pasa? —quiso saber él.


—Nada. ¿Nos vamos, viejo aburrido? —observaba aún a las arpías.


—¿Cómo me has llamado? —se extrañó.


Ella se rio.


—Ahora te lo cuento —lo besó en la mejilla, rebosando felicidad.


Se montaron en el Aston Martin, estacionado en la entrada del Ritz, y se dirigieron al restaurante, a media hora en coche del hotel. Le relató lo sucedido en el servicio y estallaron en carcajadas. La mano derecha de Pedro estuvo en su muslo izquierdo todo el trayecto, un gesto natural que mariposeó su estómago.


Aparcaron a las puertas de Zuma, un restaurante de comida japonesa que era toda una sensación en Miami. Había otros en Londres, Hong Kong, Estambul, Dubai y Bangkok. El chef poseía gran reputación. Se necesitaba reserva, si uno no quería esperar dos horas de cola como mínimo.


Un hombre uniformado de mediana edad se acercó a ellos. Pedro salió del deportivo y la ayudó. Le entregaron las llaves al empleado y entraron en el recinto del restaurante. 


Atravesaron un corto y ancho camino de hormigón blanco, con cesped a los dos lados. 


Se saltaron la cola.


—Buenas noches —les saludó el maître con una sonrisa.


—Buenas noches —le dijo Pedro, rodeando a Paula por la cintura—. Teníamos una reserva a nombre de Pedro Alfonso.


—Por supuesto, señores Alfonso —respondió sin comprobar el nombre en el listado que había sobre un atril—. ¿Me acompañan, por favor?


El local era una belleza que mezclaba lo oriental con lo occidental. Un panel curvado de bambú separaba la entrada del resto. De los techos, colgaban láminas cuadradas de color crema, como en las paredes. Una barra se disponía en el centro, donde algunos grupos pequeños o parejas disfrutaban de una copa previa a la cena. Las mesas eran circulares, de cristal negro ahumado, y los asientos eran sillones bajos e individuales de color rojo, frente
a otro alargado, beis. Al fondo, a la izquierda, estaba la bodega, en la que las numerosas botellas se distribuían en baldas, desde el suelo hasta el techo.


El maître los guio a la derecha, pasada la barra. 


Se acomodaron en el sofá alargado. Les tomaron nota de las bebidas. Pidieron una botella de vino tinto y otra de agua.


—¿Te gusta la comida japonesa? —se interesó Pedro cuando estuvieron solos.


—Solo he comido sushi —sonrió—, así que me fío de ti. No le hago ascos a nada.


Él le guiñó un ojo y le apretó la mano por debajo de la mesa. En un arrebato, ella le besó la mejilla. Estaba encantada con la cita. Cada minuto se sentía más y más dichosa. Estaba siendo un viaje inolvidable, un fin de semana inolvidable, un marido inolvidable...


Saborearon las especialidades del chef, todo para compartir: carne tatami, escalope tártaro, salmón teriyaki... Y, lo más importante, cenaron en su burbuja particular. Se alimentaron el uno al otro como amantes locamente enamorados.


Las risas se intercalaron con besos robados y tiernas caricias.


—Hoy me toca a mí preguntar —anunció Pedro, sonriendo con picardía.


—Pregunta —apuró la copa de vino y sirvió más para los dos.


—¿Siempre quisiste ser enfermera? —se recostó en el asiento.


Paula apoyó los antebrazos en la mesa y sonrió, nostálgica.


—Siempre. Desde que era una niña. Quería ser como mi madre —se le formó un nudo en la garganta, que consiguió controlar.


—Te pareces mucho a ella —le pellizcó la nariz, arrancándole una carcajada para aliviar su tristeza—. Excepto por el color del pelo y de los ojos, eres igual que tu madre. Tenéis la misma belleza angelical y la misma expresión dulce —se inclinó y se detuvo a un milímetro de distancia de su boca—. Y las dos sois bajitas —ocultó una risita y se apoyó de nuevo en el sofá.


— ¡Oye! —le golpeó el hombro, fingiendo enfadarse.


—La siguiente pregunta me cuesta hacerla, pero quiero saberlo —se cruzó de brazos en actitud defensiva—. ¿Saliste con alguien del hospital?


—No me... —carraspeó, avergonzada—. No me acosté con nadie, ya lo sabes.


—Pero me dijiste que odiabas los besos de despedida —rechinó los dientes—. Dime quiénes del hospital te han besado —la miró, rabioso por los repentinos celos que lo asaltaron.


Ella arqueó las cejas, divertida.


—Alguno que otro —bebió más vino.


—Dime cuántos.


—No sé... —se encogió de hombros, despreocupada—. ¿Siete, ocho? Creo que diez.


—¡Diez! —exclamó, atónito y pálido.


Paula estalló en carcajadas y lo abrazó.


—Te estoy tomando el pelo, soldado. No los recuerdo porque solo me importas tú, nadie más. Lo único que recuerdo del pasado es a ti en el ascensor del hotel Liberty —le mordisqueó la oreja.


Él carraspeó para silenciar un gemido. Se removió y pidió la cuenta al camarero. Ella besó su mejilla por enésima vez, adoraba hacerlo, pero más adoraba el rubor de su marido cuando lo hacía.


Mi nene grandullón...


Se montaron en el coche. Sin embargo, no fueron al Ritz.


—¿Adónde vamos?


—Otra sorpresa —la cogió de la mano y le besó los nudillos.


La sorpresa resultó ser un local donde se bailaba salsa.


—¡Qué bien! —gritó Paula, colgándose de su cuello—. Aunque te advierto que no sé bailar.


—Yo, sí —le guiñó un ojo.




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