lunes, 25 de noviembre de 2019

CAPITULO 84 (SEGUNDA HISTORIA)




—Joder... —silbó Pedro, atónito.


—No es para tanto —murmuró Paula, avergonzada y con las mejillas arreboladas.


¡Que no es para tanto, dice! No llegamos al restaurante...


Él, boquiabierto, analizó a su mujer como si se tratase de la octava maravilla del mundo. 


Caminó alrededor de ella lentamente. Llevaba una falda negra de tubo, con una abertura en la parte trasera y ceñida desde la cintura hasta debajo de las rodillas, del estilo del uniforme de oficina de las secretarias en los años cincuenta; la exquisita prenda acentuaba la curva de su cintura, marcaba sus nalgas y aportaba al sencillo atuendo una elegancia admirable.


Joder... Voy a regalarle un armario entero solo de estas faldas...


Había elegido una camisa vaquera, muy clara, entallada, ajustada en el pecho, que se había remangado en los antebrazos, desabrochado en el escote, lo justo para insinuar sin enseñar, y se la había colocado por dentro de la falda. Los altos tacones negros con la punta dorada eran clásicos, pero, a la vez, sofisticados. Dos brazaletes dorados tintineaban en su muñeca izquierda, pues se tiraba de la oreja con evidente nerviosismo.


—¿Dónde has dejado tu seguridad, rubia? —le susurró en el oído—. Soy yo quien tiene que temblar, no tú. Y te aseguro que estoy a punto de sufrir un infarto... —contempló su trasero, fascinado y cautivado—. Vaya culo que te hace esta falda...


No pudo evitarlo, levantó la palma y la dejó caer sobre su nalga derecha.


El sonido y el brinco de ella lo dejaron sin aliento. Rose fue a frotarse, pero Pedro se le adelantó, acariciándola con las dos manos.


Y ella gimió...


Desesperado, la abrazó por las caderas y la pegó a su cuerpo, duro como el granito de lo excitado que estaba. Cerró los ojos e inhaló el aroma a mandarina que desprendían sus cabellos, rizados de forma salvaje. Se separó, la agarró del brazo y la giró. Como la falda era tan estrecha, Paula trastabilló por el rápido movimiento, pero él la sostuvo con firmeza. El carmín de su boca lo remató de deseo.


Como la beses, sí que no habrá restaurante que valga...


Ella sonrió, mordiéndose el labio inferior, con los pómulos sonrojados.


Pedro se inclinó y se detuvo a un milímetro de distancia.


—Esta noche —le susurró él, con voz aterciopelada—, aprovechando que Gaston duerme con mis padres, que Bruno y Mauro tienen guardia y que Zai y Caro se quedan con su familia, es decir —contempló sus ojos vidriosos—, que tenemos la casa para nosotros solos, te haré el amor durante horas hasta que no puedas más.


—¿En... la cama? —preguntó, entre resuellos entrecortados.


Pedro le rozó los labios con los suyos y sonrió.


En la cama —accedió él—, si llegamos...


Se apartó, cogió la capa negra de ella y la desplegó para ponérsela como todo un caballero, conteniéndose para no arrancarle la ropa, colgarla en su hombro como un animal y lanzarla a la dichosa cama para venerarla sin parar.


Se colocó su abrigo azul oscuro, entallado, hasta las rodillas. Abrió la puerta, le cedió el paso y cerró con llave. Bajaron en silencio hasta el garaje. La ayudó a montar en el Aston Martin y, a continuación, se sentó en el asiento del conductor.


Estaba demasiado alterado... Le vibraba el pie en el acelerador. Condujo hacia el barrio de North End, donde estaba el restaurante italiano en el que había trabajado Paula cuando se había mudado a Boston. Se le consideraba el
barrio más entrañable de la ciudad, de influencias italianas y con gran reputación culinaria; los edificios eran de ladrillo rojo y persianas negras, y los establecimientos poseían toldos verdes, y terrazas en los días calurosos.


Aparcaron a pocos pasos del local.


—Espera —le pidió él al apagar el motor.


Descendió del coche, se ajustó el abrigo en el cuello, aunque apenas sentía el frío por el fuego que recorría su interior, rodeó el coche y le abrió la puerta.


Extendió una mano. Su esposa aceptó el gesto y salió del deportivo. Estaba tan ruborizada que Pedro tuvo que ocultar una risita.




CAPITULO 83 (SEGUNDA HISTORIA)





Se puso en pie y guardó el teléfono. En ese momento, pensó que nada lograría esfumar la felicidad que sentía.


Pero se equivocó...


Nicole Hunter sufrió un ataque.


—¡Dios mío! —exclamó ella, que corrió hacia el despacho de Bruno—. ¡Bruno! ¡Es Nicole!


Él se levantó de la silla de un salto. Paula lo siguió sin perder un segundo.


Tardaron casi dos minutos en estabilizarla, demasiado tiempo. Cuando lo consiguieron, el pasillo estaba repleto de curiosos.


—Todo el mundo a trabajar —les ordenó Bruno, furioso—. Esto no es un circo —cerró la habitación de un portazo y se dirigió a su estudio.


Ella se sobresaltó al verlo así. Indicó a los espectadores que se marcharan y entró en el despacho sin llamar. Y se petrificó... Bruno estaba en un rincón de la estancia con la cabeza escondida en las rodillas flexionadas. Paula acortó la distancia, se arrodilló y lo abrazó. Él dio un respingo, pero, enseguida, la apretó con fuerza, temblando, sudando... Ella se mordió la lengua para no llorar. Le acarició el pelo. Lo acunó como si se tratase de su hijo, hasta que él aflojó el agarre un buen rato más tarde.


—Voy a traerte un café —le susurró Paula, incorporándose.


—No me gusta el café —se levantó y se secó la cara con las manos—. Prefiero una chocolatina con almendras.


Ella sonrió con ternura y asintió. Se encaminó hacia la sala de descanso para las enfermeras, donde había máquinas de comida y bebida. Seleccionó lo que quería Bruno y salió al pasillo, pero algo llamó su atención.


Pedro...


Su marido acababa de descender las escaleras. 


Su expresión era de preocupación, lo que significaba que ya se había enterado de lo de Nicole.


Frunció el ceño y fue deteniéndose al percatarse del estado de Paula, cuyas lágrimas empezaron a derramarse. Corrió hacia él, sin importarle las habladurías. Él abrió los brazos y esperó. 


Ella se arrojó a ellos, sollozando.


—¡Cal...! ¡Calcetín! —pronunció Paula en un tono demasiado agudo.


—Ya, tranquila —la alzó unos centímetros y la llevó a una estancia vacía —. Dime qué ha pasado —la tomó de la nuca y la obligó a mirarlo.


—Es Bruno... Él... —tragó saliva—. Nicole tuvo un fallo respiratorio. La estabilizamos, pero Bruno se... —le recorrió un escalofrío. Pedro le frotó la espalda con cariño—. Lo encontré en su despacho hecho polvo... Nicole ya está bien, pero él, no, Pedro —le agarró las solapas de la bata blanca y lloró de nuevo.


Pedro la envolvió con dulzura en su cálido cuerpo y la besó en la cabeza.


Paula bajó los párpados y su aroma masculino la relajó al instante.


—Es el segundo ataque que sufre en tres semanas —dijo él en un tono muy grave—. No es normal para un paciente que lleva en coma más de un año, y al que nunca le ha pasado nada, hasta ahora.


—¿Por qué crees que le pasa esto? —quiso saber ella, apoyando las manos en su pecho.


—El coma es un misterio, rubia —respondió, ahora con voz suave, secándole las mejillas con los pulgares.


Paula analizó su atractivo semblante. La mirada de Pedro estaba entornada y poseía una chispa extraña, como si acabara de resolver una ecuación matemática, la misma chispa que destellaba cuando adivinaba el pensamiento de ella.


—Tienes una teoría —afirmó Paula, sin dudar.


—Sí —asintió—, tengo una teoría —la besó en la frente—. Creo que Nicole está luchando por despertar, pero todavía no puede —descansó las manos en las caderas de ella, con naturalidad—. Y también creo que lo hará.


—Ese razonamiento no es propio de un hombre de ciencia —sonrió.


Él se encogió de hombros y la contempló con fijeza. Sus ojos se tornaron fieros, penetrantes.


—Llevo un tiempo pensando que la ciencia no tiene todas las respuestas y que hay cosas que se escapan del razonamiento, que suceden sin explicación lógica y que algunas se convierten en milagros.


Pedro... —articuló en un hilo de voz, impresionada.


—Y, seguramente, lo que piensa Bruno es justo lo contrario —continuó él, ladeando la cabeza—: que Nicole se está muriendo —respiraron hondo—. ¿Te encuentras mejor?


Paula asintió despacio y se apartó, ruborizada porque recordó los mensajes que se habían escrito. Se sintió como una adolescente patosa frente al chico más popular del instituto.


—Voy a llevarle esto —le enseñó la chocolatina—. ¿Vienes?


—Mejor, regreso a mi despacho —contestó su marido, sonrojado también —. Creo que si voy, se va a sentir peor.


Salieron a la recepción. Ella le dedicó una tímida sonrisa y él se inclinó, bajó los párpados y la besó en la mandíbula. Entonces, Paula lo abrazó y Pedro la correspondió de inmediato.


—Gracias, soldado —lo besó en la mejilla—. Me gusta nuestro calcetín — y se fue.


Notó sus ojos en la espalda y, cuando giró en el pasillo y se volvió, su marido todavía la observaba... Paula, coqueta, le lanzó un beso y se perdió de vista, dirigiéndose al despacho de Bruno, pero no lo encontró allí, sino en la habitación de Nicole Hunter.


—Aquí tienes, Bruno—le entregó el dulce.


Bruno lo cogió y se lo comió despacio, en silencio.


—¿Puedo hacerte una pregunta? —le dijo ella, observando a la paciente.


—Dime.


—¿Te preocupas tanto por ella por lo que le pasó a su hermana?


—Al principio, sí —respondió él en voz baja, recostándose en la pared y clavando los ojos en Nicole—. Cuando la operé, estaba muy nervioso. Había llevado a cabo muchas intervenciones de ese tipo, pero estuve las veinticuatro horas anteriores repasando todos mis apuntes, por si me quedaba en blanco — suspiró—. La operé sin haber dormido. Tenía tanto miedo de que saliera mal... —arrugó la frente—. Los días pasaron. Las pruebas salieron perfectas, pero no salía del coma —se acercó a la cama—. Me volqué en ella por su hermana, sí, pero... —con el dedo índice rozó la muñeca de la paciente—. No sé en qué momento Lucia se marchó y solo quedó Nicole.


Paula sonrió, emocionada por sus últimas palabras. Y no fue la única, porque las pulsaciones de Nicole se alteraron.


—Cuando despierte...


—Si despierta —la corrigió Bruno, con el ceño fruncido.


—Si despierta —amplió la sonrisa—, ¿qué harás?


—Tratarla como a los demás pacientes —retrocedió y se cruzó de brazos, a la defensiva.


Ella soltó una carcajada.


—No he dicho nada —levantó las manos en señal de paz.


—Pero lo estás pensando —la señaló con el dedo, ruborizado.


—Pues es muy guapa —insistió Paula, sentándose en el borde de la cama—. Y, según tú, tiene los ojos más verdes que has visto jamás.


—Yo nunca he dicho eso —se quejó Bruno, a su espalda—. Es una chica normal y corriente.


—Sí lo has dicho. Y no es una chica normal. Tiene la cara tan perfecta que parece una muñeca, ¿verdad?


—No lo sé —mintió, con la voz ronca.


—A mí no tienes que engañarme —lo miró, sin ocultar la diversión—. Te recuerdo que trabajo contigo, doctor Bruno.


—Está bien... —claudicó, avanzando hacia ellas. Observó a Nicole como abstraído de la realidad—. Es preciosa... —susurró en un tono apenas audible.


Paula sintió un revoloteo en el estómago. Se incorporó y se dirigió a la puerta.


—Bruno, ¿crees que Pedro ve cosas que la gente no ve? —le preguntó ella con cierta confusión—. No sé si me entiendes...


—Lo creo —contestó él, seguro de sí mismo—. Pedro siempre ha sido especial. A veces, me da la sensación de que es capaz de leer la mente — emitió una suave carcajada.


Paula sonrió, enigmática.


Pedro tiene una teoría respecto a Nicole —comentó, atenta a la expresión de su cuñado, en la que se reemplazó la alegría por el miedo—. Dice que Nicole está luchando por despertar, y que lo hará, pero que todavía no puede.


Bruno farfulló una serie de incoherencias, como hacían los otros dos hermanos Alfonso cuando Zah¿ira y Paula los alteraban sin poder defenderse, y se marchó.


—Bueno, Nicole —le dijo ella a la paciente dormida—, será mejor que no tardes mucho. Solo faltas tú para cerrar el triángulo, si lo mío con Pedro, sea lo que sea, no fracasa, claro.



CAPITULO 82 (SEGUNDA HISTORIA)




Paula caminaba hacia la habitación de Nicole Hunter cuando su iPhone vibró en sus pantalones. Arrugó la frente y lo sacó. Ahogó una exclamación de sorpresa. Era un mensaje de su marido en el que le adjuntaba una foto de ella y del bebé: madre e hijo estaban en la cama del ático, de perfil, riéndose y mirándose con infinito amor; Paula llevaba el camisón de marfil arrugado en las rodillas, porque estaba balanceando las piernas en el aire; Gaston tenía sus pequeñas manos en el rostro de ella.


Le respondió, con manos temblorosas debido a la emoción.


Paula: ¿Cuándo la hiciste?


Pedro: Cuando llegué de la guardia del hospital el día que compramos el coche.


Paula: ¿Tienes más?


Pedro: Tengo muchas más. Esa es mi preferida.


Suspiró. Su pulso se aceleró. Y se atrevió.


Paula: Quiero una cita...


Pedro: Creía que odiabas las citas...


Paula: Las odiaba porque ninguno de esos hombres eras tú.


Se apoyó en la pared e inhaló aire repetidas veces para serenarse. Era su marido, no necesitaban un cortejo, ya tenían una relación, pero...


Su teléfono la avisó con un nuevo mensaje, interrumpiendo sus pensamientos.


Pedro: Soy directo y de pocas palabras... ¿Te gustaría cenar conmigo el viernes?


Antes de contestar, se dirigió al despacho de Bruno. Golpeó con suavidad la puerta y esperó a que él le diera permiso para entrar.


—Hola, Paula—le dijo Bruno—. ¿En qué puedo ayudarte?


—Me preguntaba si... —carraspeó—. ¿Podría volver al turno de mañana?


—Por supuesto —sonrió—. Yo mismo hablaré con Emma, no te preocupes. Tómate el día de mañana libre para que descanses y pasado mañana comienzas, ¿de acuerdo?


—No quiero ningún problema con Emma. Y sé que pedírtelo a ti es buscármelo, pero...


—Tranquila. Sé que ella es tu jefa y también sé que no quieres nada que te favorezca por ser la mujer de Pedro, pero llevo quince días viendo cómo te entregas la que más en el trabajo, así que te mereces un regalo —le guiñó un ojo—. ¿Estarás bien de vuelta con Sabrina?


—Lo prefiero —sonrió, ruborizada—, así puedo estar con Pedro.


Él se echó a reír.


—Entonces, no hay más que hablar —la besó en la mejilla.


Paula salió y le mandó un mensaje a Pedro:
Paula: Sí, soldado, me encantaría cenar contigo el viernes por la noche.


Pedro: ¿Y tu trabajo?


Paula: Regreso al turno de mañana...


Pedro: ¿Por qué? Necesito saberlo...


Se mordió el labio y respondió con sinceridad:
Paula: Estos quince días también han sido una tortura para mí... He subido a tu despacho todas las noches, a escondidas. Me aseguraba de que no hubiera nadie en los pasillos. Me sentaba en el suelo, cerraba los ojos y pensaba en ti. Estoy loca, ¿verdad?


No se arrepintió de haberle confesado su actitud infantil, pero las dudas y el miedo encogieron su estómago. ¿Y si se estaba comportando igual de desesperada que las otras mujeres que estaban detrás de las atenciones de Pedro, como Sabrina? ¿Y si se cansaba de ella, de su extraño matrimonio?


Era tan complicado saber lo que sentía él... Era un hombre que ofrecía una cara de conquistador, con sus gestos distraídos de seducción, estuviera serio o alegre, pero ¿qué profesaba a Paula?, ¿solo atracción física o un cariño especial por ser la madre de su hijo o...?


Había ocasiones en que se esperanzaba, como en Los Hamptons, cuando él le había asegurado que ella era importante en su vida, que no se trataba de una conquista, pero la incertidumbre no la abandonaba. Las palabras se marchitaban como las flores... Quería ser valiente en su presencia, no desfallecer, no convertirse en uno más de sus muchos ligues. Sin embargo, su marido era capaz de aniquilar su voluntad con solo una mirada...


En esos quince días, Paula se había creído los comentarios malintencionados de las arpías del hospital, aunque las ignorase. A la mínima oportunidad que coincidían con ella a solas, en los pasillos, en el vestuario o en la sala de descanso, se jactaban del semental que era el doctor Pedro Alfonso en la cama.


No las creas, se repetía sin cesar, Pedro te pidió que confiaras en él, que no escucharas a nadie. Pero era tan difícil...


Y al comentar los resultados de la operación del paciente Jack Kilber, había sentido a su marido diferente. Se había asustado al pedirle él la información del historial del paciente, de repente se había sentado a su lado. Y se había quedado impactada por la desolación que había apreciado en sus ojos. Y, al besarla en la comisura de la boca, su aliento se había desvanecido de golpe. Había llorado tanto en esas dos semanas que el dolor de sus párpados se acercaba al de su alma. Le había resultado imposible alejarse y correr en dirección contraria. Le pertenecía, independientemente de que Pedro correspondiera o no sus sentimientos...


Paula guardó el teléfono y empezó la ronda de habitaciones. Acababa de entrar en el cuarto de Nicole Hunter cuando su iPhone vibró en el bolsillo de su pantalón.


Pedro: Perdona el retraso, pero he leído tu mensaje cien veces seguidas...
Ahora entiendo por qué llevo quince días oliendo a mandarina cada vez que entro o salgo del despacho. Y yo que creía que me estaba volviendo loco de cuánto te echaba de menos...


Se cubrió la boca abierta con la mano libre.


Paula: ¿Me echabas de menos?


Pedro: No he hecho otra cosa que echarte de menos...


Su corazón se precipitó hacia el firmamento. 


Emitió una risa entrecortada.


Paula: Mi guardián...


Pedro: Joder, rubia... Creí que te había perdido... Por favor, cuando necesites tiempo y espacio, móntate en tu precioso BMW y date una vuelta, pero no vuelvas a abandonarme, no lo soportaré una tercera vez...


Paula: ¿Una tercera vez?


Pedro: La primera vez, te fuiste a Europa y la segunda, te cambiaste de turno en el hospital para no verme ni siquiera en casa. No habrá una tercera. Esto es una orden de tu neandertal favorito.


Paula estalló en carcajadas, aunque rápidamente se contuvo.


Paula: Nunca hemos hablado de Europa.


Pedro: No quiero hablar de lo bueno que fue Howard contigo. Pídeme lo que quieras, menos eso. Ni siquiera me lo nombres. Pensar que otro hombre que no era yo te abrazó y te cuidó es algo superior a mí. Y sé que la culpa fue mía por abandonarte como lo hice. Jamás me lo perdonaré.


Paula: Me refería a por qué me marché a Europa. Relájate, que los celos no son buenos, te hablo por propia experiencia. Además, ya te perdoné. Perdónate tú a ti mismo.


Sonrió. Sí, en ese preciso momento, lo perdonó.


Le escribió un nuevo mensaje sin esperar a que él le mandara otro:
Paula: Si recuerdo el ascensor del hotel Liberty, ya no siento dolor ni enfado. Creo que las cosas pasan por algo y que los dos necesitábamos un tiempo separados. En ese tiempo, tú no has estado con ninguna mujer, y esa es la razón por la que te perdono. Aunque siga con miedo y me
duelan los comentarios de mis compañeras, te creo, Pedro.


Pedro: No las escuches, por favor...


Paula: No puedo evitarlo...


Pedro: Hagamos una cosa: cuando oigas o te digan algún comentario, por muy tonto que sea, escríbeme un mensaje.


Paula: ¿Y qué te digo?


Pedro: Podíamos tener una palabra de seguridad.


Paula: ¿Como las parejas que practican relaciones sexuales de dominación?


Desorbitó los ojos en cuanto lo envió. ¡¿A quién se le ocurría decir algo así?! ¡En qué estaba pensando, por Dios!


Nerviosa, caminó por la habitación. El iPhone vibró a los pocos segundos.


Pedro: Joder... Pensaba que era imposible sorprenderme, pero tú lo haces todo el maldito tiempo... Y tu última pregunta se lleva la medalla de oro...
¿Te importaría explicarme qué sabes tú sobre relaciones sexuales de dominación?


Paula: ¡Nada!


Paula comenzó a sudar.


Pedro: ¡Ni de coña! Habla ahora o te hago hablar. Siempre puedo atarte a la cama para que hables... O, a lo mejor, prefieres que te caliente el culo con mi mano... Las veces que lo he hecho te ha gustado. Y te aseguro que con solo recordarlo... Joder, rubia... Es que tienes un culo...


El corazón de la joven derrapó. Sus rodillas flaquearon. Se guardó el móvil y comprobó el suero de la paciente. Estaba todo en orden, menos ella misma...


Respiraba de un modo tan acelerado que temía sufrir un mareo.


Recibió otro mensaje.


Pedro: Sube a mi despacho o bajo a por ti. Tú decides.


Paula: ¡No! ¡Estoy trabajando!


Pedro: Pues dime qué sabes tú de la dominación sexual.


Paula: ¡Que no sé nada, te lo prometo!


Se sentó en el suelo. Se tiró de la oreja izquierda.


Pedro: ¿Y por qué lo has dicho?


Paula: ¡Solo ha sido un ejemplo tonto! ¡Déjalo ya, me estás poniendo muy nerviosa!


Pedro: ¿Te estás tirando de la oreja izquierda?


Paula alucinó. Ahogó una exclamación. Se soltó la oreja despacio.


Paula: ¿Cómo sabías lo que estaba haciendo?


Pedro: Porque siempre lo haces cuando estás nerviosa. Y no te desvíes del punto... ¿Te interesa la dominación? Nunca lo he probado, pero contigo me vuelvo un bruto...


Paula: No tienes vergüenza...


Pedro: Contigo no, rubia.


No obstante, frunció el ceño y tecleó en el teléfono.


Paula: Pedro... ¿Estás satisfecho conmigo?


Pedro: No te sigo...


Paula: Me refiero al sexo... Has dicho que no has probado la dominación, pero en ningún momento has dicho que no quieres probarla. A lo mejor, necesitas algo más fuerte que lo que hacemos tú y yo. Pero yo no sé si podré darte lo que necesitas... No quiero que me pegues con un látigo, ni que me ates a una cama, ni que me pongas un collar para ser tu sumisa... Lo siento, Pedro, no creo que pueda hacerlo, y tampoco quiero probarlo.


La contestación de su marido tardó dos interminables minutos en llegar...


Pedro: No te gustan los halagos, pero me acabas de obligar a hacértelos... No necesito que cambies nada de ti, eres perfecta. Tu cara es la más bonita que he visto en mi vida... Eres dulce y sexy a la vez, y eso me vuelve loco, porque me encanta cuando te pones colorada y tímida, pero también me encanta cuando tomas las riendas, en el ámbito que sea... Tus curvas no tienen comparación con nada ni con nadie, la de tu cintura me marea, lo juro... Tus pechos son dos caramelos muy jugosos, y no me gustaba el dulce, pero ahora no quiero otra cosa... Tu culo es increíble, se merece un monumento aparte... Tus piernas son preciosas, y no sueles mostrarlas, lo que hace que me gusten aún más, porque las quiero solo para mí... Tus ojos me tienen hechizado y tu sonrisa es capaz de derretirme... Pero no solo eso... Cuando te acaricio, te beso y te hago el amor, tiemblas y haces que yo tiemble... Ya te lo dije una vez y te lo repito ahora: nunca he sentido con nadie lo que siento cuando estoy contigo. No necesito nada más que a ti, lo que tenemos es perfecto. Y, por si te asalta la duda, no, rubia, jamás le he dicho estas cosas a ninguna mujer porque jamás una mujer me había gustado tanto como me gustas tú. Y si te interesa saber cuánto me gustas, recuerda tus propias palabras: una mirada funde el hielo...


Dos lágrimas cayeron a la pantalla encendida de su móvil. Lo leyó tantas veces que perdió la cuenta. Cuando le escribió la respuesta, lo hizo sonriendo.


Paula: Me gustaría cenar contigo el viernes en el restaurante donde trabajé. Es pequeño y, aunque esté en un buen barrio, no es lujoso ni tiene la categoría a la que estás acostumbrado...


Pedro: Me encantará cenar en el restaurante de Luigi. Siempre podremos jugar al billar después... Por cierto, ¿qué te parece «calcetín» como palabra de seguridad?


Paula vislumbró corazoncitos volando a su alrededor...


Paula: Me parece perfecto, soldado. Será nuestro secreto.


Pedro: Solo nuestro, rubia... Nos vemos en unas horas.