lunes, 14 de octubre de 2019

CAPITULO 118 (PRIMERA HISTORIA)




Pedro se mordió la lengua hasta notar el sabor metálico de la sangre.


Cogió las llaves y el casco de la moto y se fue. 


Partió del garaje sin rumbo, mientras su mente evocaba una y otra vez la reciente discusión. Su cuerpo le imploraba adrenalina, pero en su agitado estado, acelerar más de lo recomendable podría desembocar en una tragedia, y ya había tenido suficiente con el accidente de Paula, como para sumarle a ella una preocupación más.


Se detuvo en los muelles, después de cruzar el río Charles. Paseó un rato, agradeciendo la brisa fresca de las oscuras aguas. Se compró un zumo en uno de los puestos que había para turistas. Cuando fue a pagarlo, sus ojos se toparon con el pico de un papel doblado que había guardado dos semanas antes en la cartera: la dirección de Carlos Chaves.


¿Una señal del destino?


Suspiró, se bebió el zumo y tiró el envase vacío a una papelera. Se subió a la moto.


Que sea lo que Dios quiera...


Condujo hacia el barrio residencial de Jamaica Plain. Aparcó en la misma puerta de un edificio de ladrillos naranjas, con un arco por encima. Había dos ancianos con bastón y boina, sentados en un banco de hierro verde, que lo observaron con atención. Pedro se quitó el casco y se revolvió el pelo. Se aproximó.


—Buenas tardes —los saludó.


—Buenas tardes, muchacho —le dijo uno de ellos, el que vestía de gris oscuro.


Eran gemelos. Sonreían.


—Tú no eres de por aquí, ¿verdad? —le comentó el de negro.


—¿Cómo lo ha adivinado? —sonrió Pedro, estirando la mano.


Los dos se la estrecharon con ciertos temblores propios de su edad.


—¡Yo sé quién eres! —exclamó el de gris—. Es el de la revista —le dio un codazo al otro—, el que salvó la vida de Paula.


Aquello lo paralizó.


—Bueno, en realidad, fue ella quien me salvó la vida a mí —lo corrigió, adoptando una actitud seria—. ¿La conocen?


—¡Por supuesto, muchacho! —se rio el de negro—. Todo el mundo conoce a la hija del doctor Chaves. Es muy buena niña.


—Sí que lo es, sí —asintió despacio el de gris—. ¿Has venido a ver al doctor Chaves?


—¿Está aquí? —preguntó Pedro, señalando con la cabeza el edificio.


—Sí. Aquí vive. El doctor Chaves es una eminencia —enfatizó el de negro.


—¡Y muy bueno! —convino el de gris.


—¡El mejor hombre que he conocido! —sonrió el de negro.


—Muchas gracias por la información. Que pasen un buen día —se despidió Pedro


— En la revista decían que es el novio de Paula —declaró el de gris—. Es un buen muchacho.


—¡El mejor muchacho que he conocido! —apuntó el de negro.


Pedro se echó a reír y entró en lo que parecía una residencia. Anduvo unos pasos hasta la recepción, amplia y lujosa. El lugar olía a medicinas.


—Venía a ver a Carlos Chaves —le comunicó a la mujer que estaba detrás de la única mesa, uniformada como una enfermera.


—Disculpe un momento —le dijo ella, antes de desaparecer por un pasillo a la izquierda.


Por lo que pudo apreciar, no había ascensores, pero sí una gran escalera de mármol, al fondo. De hecho, todo era de mármol italiano.


Minutos después, la mujer regresó.


—Acompáñeme, por favor.


Él la siguió por el largo corredor. Giraron al final, por el único camino, a la derecha. Continuaron por un pasillo curvo hasta una puerta. Entraron. 


Otra recepción, con la diferencia de que esta se asemejaba a la planta de un hospital; a ambos lados, estaban las habitaciones, contó diez en total, todas abiertas, espaciosas y con más de una cama. Había pacientes de todas las edades, tumbados; la mayoría dormían o estaban sedados. El silencio solo era roto por los sonidos de los monitores y algunas respiraciones fuertes.


Al fondo, había una cristalera que conducía a un jardín, con una fuente en el centro. Lo atravesaron. Ante sus ojos, había una casa paralela, pero perteneciente al edificio, de una sola planta y con el tejado en forma de triángulo. Ella abrió con una llave.


—Enseguida lo atenderá —le informó la mujer antes de marcharse.


Pedro se encontraba en un pequeño recibidor, de estilo antiguo y sin apenas muebles. Las paredes estaban desprovistas de cuadros o espejos.


Había cinco puertas: una, a la izquierda, otra, de frente y tres, a la derecha; dos de ellas estaban entornadas, otras dos, cerradas y una, abierta.


Un brillo parpadeante llamó su atención. Caminó hacia un despacho, en la estancia de enfrente. Instado por la curiosidad, analizó la sala. 


Parecía el despacho de un médico, con un impresionante escritorio de roble, de intrincadas figuras geométricas en las patas, una silla magnífica de piel, armarios bajos en las dos paredes laterales y una inmensa ventana, al fondo, tapada por un estor amarillento, desde la cual se filtraba la luz solar.


El centelleo...


Bordeando la mesa, vacía excepto por la existencia de un cálamo con tintero y un papiro antiguo, estaban, pegadas entre sí, un sinfín de bolas de nieve de diversos tamaños y formas. 


No le hizo falta contarlas, sabía que había cuarenta y dos.


Le sorprendió que en esa estancia tampoco hubiera cuadros, fotos, ninguna decoración que no fueran las bolas de nieve.


—Me preguntaba cuánto tiempo más tardarías en visitarme, doctor Alfonso —pronunció alguien, a su espalda.


Esa voz... Estaba castigada, enrojecida, nada que ver con la de un hombre sano de la edad de su padre. Y ese aroma... Olía a ungüentos especiados.


Un mal presentimiento se anidó en el pecho de Pedro, cuyo corazón incrementó considerablemente el número de latidos. Se dio la vuelta y se quedó estupefacto, aunque su intachable educación surgió al instante para evitar hacer el ridículo. Carraspeó y le tendió la mano.


—Es un placer volver a verlo, doctor Chaves.


Aquel hombre, unos centímetros más bajo que él, le ofreció una mano cubierta por un guante blanco de tela, como los que utilizaban los mayordomos. En realidad, lo único que pudo apreciar de su mentor eran el pelo encanecido y los ojos azul turquesa, las gemas de Paula, nada más...


Tenía el rostro y gran parte de la cabeza cubiertos por una venda blanca, tan solo quedaban descubiertos la nariz, los labios y los ojos.


—Llámame Carlos, ya no ejerzo.


Pedro tragó saliva. Era incapaz de estabilizar su interior. Carlos iba vestido con un pantalón de pinzas oscuro y un jersey de cuello vuelto de lana gruesa y roja. Excepto por la venda, los guantes y la voz, su aspecto parecía el de una persona normal y corriente. No le cupo duda ninguna de lo que le había ocurrido al doctor Chaves.


—Vayamos al salón. Estaremos más cómodos —le indicó que lo precediera.


Pedro salió al hall y esperó. Entraron en la única sala de la derecha. Se fijó en que Chaves andaba con cuidado, pero sin cojear.


Cada uno se acomodó en un sillón de orejas, en el centro, sobre una alfombra redonda y mullida, en torno a una mesita circular de madera, donde había una bandeja de plata con una tetera y dos tazas. A la izquierda, estaba la ventana, tapada también por un estor amarillento y, a la derecha, una estantería acorde con el mobiliario, que ocupaba toda la pared a lo ancho y a lo alto.


Reconoció muchos de los libros de medicina que había estudiado durante y después de Harvard.


—Al final, te especializaste en pediatría, doctor Alfonso.


Pedro, por favor.


Carlos siseó una risita.


—Llevo ocho meses escuchando a mi hija hablar del doctor Alfonso, no de Pedro.


—Sí, tiene la manía de llamarme así, sobre todo cuando se enfada —gruñó Pedro, desviando la mirada.


—¿Se enfada contigo? —preguntó, sorprendido—. Entonces, es serio.


—¿Qué es serio?


—Vosotros dos —lo apuntó con el dedo—. Mi hija nunca se enfada y jamás me ha hablado de nadie, salvo de ti.


—Conmigo sí se enfada, sobre todo ahora —resopló, todavía molesto por la discusión—. La he instalado en mi casa. Le han dado el alta hace un par de horas. Hará la rehabilitación allí, ya he provisto el apartamento de todo lo necesario.


Los ojos de Chaves brillaron con diversión.


—Y no le ha gustado, claro —afirmó Carlos.


—Últimamente, está demasiado inquieta —frunció el ceño—. No creo que sea por el accidente. La psicóloga le realizó unas pruebas y está muy bien. Hemos hablado de lo ocurrido. No hay ningún trauma, aunque, quizá, es pronto para saberlo.


—Quizá —se removió en el asiento hasta adquirir una postura más cómoda.


Pedro sintió su mirada sin pestañear. Y tenía tantos interrogantes...


—Dilo, doctor Alfonso —le incitó su mentor a hablar—. Eres un libro abierto ahora mismo.


—¿Por qué no la sacó de allí antes? —inquirió Pedro en voz baja pero decidida—. ¿Por qué dejó a su propia hija en manos de una alcohólica, por mucho que fuera su madre? ¿Era tan importante su trabajo como director del
hospital?


—La culpa de que mi mujer empezara a beber fue mía —comenzó la confesión dirigiendo los ojos a la alfombra, a un lado—. Nos casamos porque se quedó embarazada de Paula, no por amor. Fue un desliz. Bueno... — chasqueó la lengua—. Ella me engañó. Yo de quien estaba enamorado era de Carolina, su hermana, la que fue después mi cuñada.


Pedro se quedó atónito.


—Sus padres habían organizado una fiesta de disfraces por el cumpleaños de las dos —continuó Chaves—. Carolina y Alicia eran mellizas. Catalina era tranquila, amable, generosa, lo compartía todo y siempre tenía una sonrisa para todo el mundo. Me recuerda tanto a Paula... —murmuró, ausente—. De hecho, físicamente, Paula también es igual que su tía. Alicia era morena, pero Carolina, no —se levantó lentamente y cogió un álbum pequeño de la estantería. Sacó una fotografía y se la entregó—. Son Carolina y Paula.


Él contempló el retrato, boquiabierto. Carlos estaba en lo cierto. Paula era la viva imagen de Carolina: melena larga, ondulada y pelirroja, muchas pecas, altos pómulos rosados, nariz respingona, ojos castaños, almendrados y risueños, y esa sonrisa deslumbrante con un deje de tristeza... Sostenía en brazos a una niña de cuatro años, de cortos cabellos anaranjados recogidos en dos trenzas, Paula, quien abrazaba a su tía con fuerza, aplastando la carita contra la suya.


—La noche de la fiesta, quedamos Carolina y yo en vernos a solas, como hacíamos siempre —prosiguió Chaves, sentándose de nuevo—. Nadie sabía que estábamos juntos. Lo manteníamos en secreto, por Alicia; si se enteraba, se lo contaría a todo el mundo, y sus padres no me tenían en buena estima por mi baja condición social, en comparación a la suya.


—Pero se enteró —afirmó Pedro, sin dejar de observar la foto.


—Nos espió —asintió—. Se habían disfrazado igual. Llevaban la misma peluca negra y el mismo antifaz. Yo creía que era Carolina, no Alicia... — suspiró, derrotado—. Cuando se descubrió que estaba embarazada de mí, Carolina y yo nos dimos cuenta del engaño en la fiesta. Sus padres nos obligaron a casarnos, no soportaban los escándalos.


Pedro lo miró unos segundos, perspicaz.


—Carolina y usted no terminaron —adivinó él.


—No —agachó la cabeza—. Carolina era enfermera en la planta de Pediatría en mi hospital. Siempre acudía conmigo a los seminarios, sin importar el lugar. Alicia lo sospechó y empezó a beber. Cuando Paula cumplió diez años, nos divorciamos. Luché por ella durante cuatro años, pero Alicia siempre se las apañaba para conseguir lo que quería. Sabía que Paula lo era todo para mí, y le contaba mentiras a sus padres, les decía que yo la pegaba. Se lesionaba cuando se emborrachaba. Mis suegros utilizaron esos partes médicos de su hija para arrebatarme a la mía. Se casó conmigo para hacer daño a su hermana, me arrebató a Paula para hacerme daño a mí y destruyó las ilusiones de una niña por su constante amargura con el mundo. Era una mala persona —añadió con rudeza y masticable rencor.


—Habla de Carolina y de Alicia en pasado.


—Murieron hace ocho años, el mismo día que Paula salió del hospital.


El corazón de Pedro se detuvo.


—En un incendio.


Silencio.


—En un incendio... —repitió Carlos con más aspereza.



CAPITULO 117 (PRIMERA HISTORIA)




—No, Pedro, no lo voy a repetir —zanjó Paula, tajante.


—Y yo, tampoco. Te vienes conmigo, es así de simple, no hay otra opción.


La pareja se batía en una guerra verbal y de desafiantes miradas, orgullosos y sin querer ceder. Bruno le había dado el alta apenas una hora antes. Paula ya no tenía rastros del atropello, excepto por la escayola y la leve molestia de la costilla, que casi ni notaba.


Tanto Sara como él habían acordado que la mejor opción era que Paula se trasladase al apartamento de los hermanos Alfonso. Pedro necesitaba cuidarla personalmente y Bruno era su médico, por lo que la solución resultaba perfecta, salvo por un inconveniente: la propia Paula, que se negaba en redondo.


—Ya tengo una silla libre —anunció Rocio.


—¡Oh, ni hablar! —se negó ella, chasqueando con la lengua—. Me voy con muletas, no en silla de ruedas.


—Eres una paciente horrible, ¿lo sabías? —inquirió Pedro, colgándose la bolsa del equipaje al hombro—. Llévatela, Rocio. Si la niña no la quiere, que se apañe solita.


La enfermera ocultó una risita y obedeció de inmediato.


—Ya empezamos... —masculló Paula, al borde de un ataque de nervios—. Deja de llamarme niña. No soy ninguna niña.


—Pues no te comportes como tal —contestó él, furioso—. Tu abuela nos está esperando en recepción, vámonos —sujetó la puerta para permitirle el paso.— Nos vamos, pero a mi casa.


Pedro respiró hondo para calmarse.


Salieron a la calle por la puerta principal del hospital, donde los esperaba su madre, apoyada en el todoterreno. El chófer enseguida abrió el maletero.


Catalina llenó de infinitos besos a Paula. Se montaron los cuatro en el coche.


—Por favor, la calle es... —comenzó ella.


—A mi casa —la interrumpió Pedro.


—¡PEDRO! —chilló, colérica.


—¡Me has dejado sorda, niña! —la reprendió su abuela, desde la otra ventanilla trasera.


—Creo que a mí también me pitan los oídos —declaró Catalina, tocándose la oreja.


Esta se había sentado delante para que Paula pudiera apoyar su pierna magullada sobre la de Pedro.


—Pues yo no oigo nada con tantas voces —protestó él—. A mi casa.


—¡No!


—¡Para no gustarte los gritos, bien que estás gritando ahora, joder! — contestó, en el mismo tono. Y añadió más calmado—: Tengo vacaciones, te quedas conmigo hasta que te recuperes, hasta que puedas andar. No te estoy preguntando.


—¡Ya sé que no me estás preguntando, porque tú nunca preguntas, maldita sea! ¡No tengo ropa, ni nada, puñetas! —se cruzó de brazos.


—Esa boca, Paula —la miró, ya harto de tanta negativa.


—¡Puñetas! —lo desafió ella.


—¡Joder!


—¡Esa boca, doctor Alfonso!


—¡Vale ya de rabietas! ¿Podrías confiar en mí, por una vez? Te guste o no, necesitas que te cuiden y yo quiero cuidarte, no hay más. Tu abuela me ha ayudado a hacerte una maleta, que ya está en mi apartamento.


Ella permaneció callada.


—A mi casa —repitió él, en calma.


Sara y Catalina se sonreían con complicidad. El chófer se incorporó a la calzada y partió a la casa de los tres mosqueteros.


Pedro cargó en brazos a su novia desde la calle hasta su dormitorio, encantado, excitado y dichoso, aunque no lo demostró por la discusión que, sospechaba, continuaría. Últimamente, estaba muy gruñona. Vivirían juntos durante dos meses, el tiempo que duraría su rehabilitación, pero no la dejaría marchar jamás. No se lo había comentado a nadie, pero lo tenía decidido.


El día anterior, le había pedido a la anciana las llaves del apartamento para recoger todas las pertenencias de Paula. Las había colocado en el armario, con las suyas, y también en el baño. 


Además, una semana antes, justo cuando ella se había despertado del coma, se había entrevistado con el mejor fisioterapeuta de Estados Unidos, por sugerencia de su padre; se llamaba Arnold Switch, de treinta y cinco años, y vivía en Boston. Este le había propuesto realizar las sesiones en su propia casa para que la paciente estuviera relajada y Pedro había accedido sin dudar.


Por ese motivo, había instalado dos barras paralelas —las que se utilizaban en gimnasia artística, o en ballet— y había reformado su ducha — unos especialistas habían emplazado un banco que ocupaba todo el lateral, y una barra diagonal interior en la mampara para que Paula se pudiera sujetar —. Su madre había sido la encargada de supervisar el trabajo, para que él no tuviera que separarse ni un minuto de su novia.


—Pero ¿qué has hecho? —emitió ella, asombrada por las paralelas, entre la cama y el armario.


—La habitación es muy grande —la depositó en la cama.


—¿Y eso? —observó el mueble nuevo, a la izquierda, pequeño y a juego con el resto de la decoración, gris, sobre el que descansaba una televisión a estrenar.


—Supuse que necesitarías tu espacio. Después de todo, aquí viven también mis hermanos, y pueden ser muy pesados.


—Aquí viven tres hombres que pueden ser muy pesados —lo corrigió, frunciendo el ceño.


—Será mejor que ayude a tu abuela —ignoró la pulla—. ¿Necesitas algo ahora?


—Sí —asintió y sonrió sin humor—, irme a mi casa.


—Joder, Paula... ¿Qué problema tienes en quedarte conmigo? —alzó los brazos, desesperado—. ¡Mira, joder! —corrió una de las puertas del armario —. ¡Tu ropa! —caminó hacia el baño y señaló sus pertenencias—. ¡Tu neceser! ¡Lo tienes todo aquí, joder!


—¡Deja de hablar tan mal! —explotó ella, gesticulando.


—¡No hablaría tan mal si no me sacaras tanto de quicio! —se colocó a unos pasos de Paula.


—¡Si estuviera en mi casa no te sacaría tanto de quicio, porque, claro — dio una palmada—, estoy invadiendo tu privacidad!


Sara y Catalina entraron en la estancia, pero ellos no se percataron de nada.


Creo que te he dicho más de una vez que me gusta que lo hagas —le recordó Pedro, entrecerrando la mirada—. Esta habitación es ahora la tuya.


—¡Quiero mi habitación, mi casa y mi vida!


—¿Qué demonios te pasa? —su semblante se cruzó por la incredulidad—. ¿Cuándo te convertiste en una niña caprichosa e irritable, joder?


—¡Cuando dejaste de tomarme en consideración! —tiraba de la goma que le sujetaba los cabellos.


La que me ha caído encima... ¿Qué coño le pasa? ¡Ella no es así!


—Te vas a hacer daño —se acercó él al instante—, déjame a mí.


—¡No! —retrocedió entre los almohadones—. ¡A ver si ahora no voy a ser capaz de peinarme! Que no soy ninguna inválida, ni tu paciente ni nada, ¿te queda claro?


—Te cuido y te protejo porque quiero. Eres mi novia, Paula —se inclinó —. Mía —recalcó, aposta.


—¡No!


—¡Bruja! —reculó y se tiró del pelo, desesperado.


—¡Oh! —exclamaron las dos mujeres mayores al unísono, atónitas.


—No empecemos, ¿eh? No empecemos... —le advirtió su novia, meneando la cabeza y resoplando—. ¡Doctor Don Perfecto Alfonso!


—¡No me llames así, joder!


—¡Y tú a mí tampoco bruja!


—¿Sabes qué? —se rio Pedro sin alegría, girándose—. Se acabó. Me voy. Haz lo que te dé la gana, Paula. Vete a tu casa o quédate aquí, pero no pienso seguir escuchando las gilipolleces de una niña, que es como te estás comportando, y bastantes niños tengo en el hospital, mucho más maduros que tú —salió y dio un portazo.


—¡Esa boca, doctor Don Perfecto Alfonso! —clamó a través de la madera.