lunes, 14 de octubre de 2019
CAPITULO 116 (PRIMERA HISTORIA)
Agotada de estar en la cama, decidió dar un paseo. Quizá, un chocolate caliente la animaría.
Se quitó la tela que le sostenía la escayola en alto y bajó al suelo. A la pata coja, y sin preocuparse por su pelo —recogido en un moño deshecho—, ni su aspecto —se abrigó con la rebeca larga de fina lana marrón, que no anudó—, se apoyó en las muletas y salió al pasillo, procurando no hacer ruido. Era demasiado pronto para sujetarse sola, sobre todo por el pinchazo que sufría en el costado debido a la fisura.
Se acercó a la máquina del café, en la sala de espera, rodeando la vacía recepción de aquella planta. El personal de guardia estaba en otra sala, brindando por la Nochebuena, charlando y jugando a las cartas. Los pacientes descansaban, y los pocos familiares que veían la televisión en las habitaciones estaban en silencio.
Metió la única moneda que había cogido.
Seleccionó el chocolate. La máquina se atascó.
—Puñetas...
Golpeó un lateral, pero lo que consiguió fue que, durante unos segundos, saliera chocolate a raudales, ensuciando la máquina, en dirección al suelo.
—No, por favor... —gimoteó.
Estiró el brazo para cortar un trozo de papel que había al lado y limpiar el desastre, con tan mala suerte que la muleta bailó antes de caer con estrépito.
Se agachó para recogerla, pero tuvo que apoyar las dos palmas y así se quedó.
—¿Y ahora cómo subo? Increíble... Esto solo me pasa a mí... —murmuró, cada vez más furiosa consigo misma.
Con esfuerzo, paciencia y agarrándose a una silla, consiguió levantarse.
Resopló, aplaudiéndose. Entonces, un intenso aroma a hierbabuena la paralizó.
Se giró y lo vio. Vestido de esmoquin, impecable, soberbio y muy, pero que muy, atractivo, con unos elegantes y brillantes zapatos negros y el abrigo colgando de su brazo, Pedro la contemplaba entre enfadado e hipnotizado.
—¿Qué haces aquí? —inquirió ella, ruborizada—. ¿No te esperan?
—Sí —contestó, seco.
—Pues vete.
—Ya estoy donde deseo estar —no se inmutó.
—¡Vete! —le gritó, llorando, de repente. Las muletas volaron. Se sujetó a la máquina.
—¡Joder, Paula, ya basta! —explotó él. La cogió en brazos y la acomodó en uno de los asientos; después, limpió la máquina—. ¿Es que no has visto el cártel de No funciona? —señaló un papel pegado a un lateral.
—¿Tú crees que, si lo hubiera visto, habría organizado este desastre? —le rebatió Paula—. No soy tan estúpida, doctor DPA —se burló, adrede, con una mueca.
—¿DPA? —arqueó las cejas.
—Don Perfecto Alfonso —refunfuñó.
Pedro estalló en carcajadas. Ella quiso reírse, la situación y aquel apodo eran absurdos, pero se contuvo a tiempo.
—Vete, Pedro. Ya te lo dije. Necesito estar sola.
Él suspiró sonoramente y la alzó de nuevo, con extremo cuidado y cariño.
Paula no se resistió, estaba demasiado a gusto. Y, en vez de encaminarse hacia la habitación, el doctor Don Perfecto Alfonso ascendió las escaleras hasta la azotea.
Había una mesa, dos sillas y unas pequeñas velas encendidas. Pedro se sentó en una, colocando a Paula en su regazo, y acercó el otro asiento, provisto con un cojín, para que apoyara la pierna escayolada. La arropó con el abrigo.
Estaban de frente al Boston Common.
Y, de pronto, una lluvia de fuegos artificiales, que provenía del parque, iluminó de colores el cielo. Paula se cubrió la boca, maravillada.
Las lágrimas inundaron sus mejillas, acaloradas por la emoción. Entonces, algo pesado le presionó el vientre. Miró, extrañada, y descubrió un paquete rectangular envuelto. Con manos temblorosas, rompió el papel y abrió la caja de cartón.
—Dios mío... —articuló ella en un hilo de voz, sacando una bola grande de nieve con música. Sollozó sin remedio, abrazando a su novio con fuerza—. Es el mejor regalo del mundo... —su corazón ya no latía—. Te amo, Pedro... Te amo...
—Y yo a ti, no te imaginas cuánto... —la tomó por la nuca y la besó, con ternura e infinito amor.
—¿La Cenicienta? —sonrió, entre lágrimas, admirando la figura de la princesa Disney, vestida de gris casi blanco, con los cuatro ratoncitos a sus pies, enfundados en zapatitos de cristal, y una calabaza a su espalda. Accionó
la palanca. La canción de la película los envolvió. La nieve comenzó a espolvorearse sobre las figuras—. Pero aquí falta algo —se irguió, con fingida altanería.
—¿El qué? —se preocupó él.
—El príncipe —se mordió el labio, tímida.
—Tendrás que conformarte conmigo —sonrió con picardía—. Si me quieres, nunca me iré de tu lado, a pesar de las tonterías que se te pasan por la cabeza. Y no he estado en casa de mis padres. Me he vestido así para ti — añadió, avergonzado, desviando los ojos—. Lo último que deseo es que, encima, te sientas peor, porque para mí eres perfecta con camisón de hospital o con vestido de fiesta, con harapos o con zapatitos de cristal.
—Solo quería... —respiró hondo con dificultad porque la tristeza la inundó —. Solo quería que tuvieras una Nochebuena feliz.
Él le acarició las mejillas.
—¿Todavía no te has dado cuenta de que yo soy feliz si estoy contigo? —le dijo Pedro, cuyo tono se había quebrado—. No me importa dónde, solo me importas tú a mi lado, nada más, y te lo repetiré las veces que sean necesarias hasta que te lo creas.
Paula se derritió.
—Solo tú y yo, Pedro —apoyó la frente en la suya.
—Solo tú y yo —asintió, cerrando los párpados.
—Feliz Navidad, mi príncipe.
—Feliz Navidad, Cenicienta.
Se besaron, bajo los fuegos artificiales, en la noche más mágica de su vida, el principio de muchas, así lo sintió en su interior. Temblaron, el uno en los brazos del otro. La dulce pasión que compartieron los condujo al paraíso...
Pero Pedro terminó el beso cuando se tornó fiero... Se devoraron unos segundos más, gimiendo con desesperación por tanto como se echaban de menos.
—También traje esto —le informó él, que estiró la mano por detrás de la silla y levantó un termo pequeño con dos vasos de plástico.
—¡Chocolate! —exclamó ella.
Su maravilloso doctor Alfonso vertió el chocolate caliente en los vasos.
Brindaron y bebieron el humeante y delicioso dulce, bien espeso. Los besos y el chocolate fueron intercalándose, demostrando así cuánto se deseaban.
Y regresaron a la habitación.
Sara continuaba dormida en el sofá. Pedro se quitó la chaqueta, la pajarita, las gafas y los zapatos. Se sacó la camisa por fuera de los pantalones y la desabotonó en el cuello. Se metió con Paula en la cama, acogiéndola entre
sus brazos protectores, recostó la cabeza sobre la de ella y le acarició el pelo hasta que el sueño los atrapó.
Fue la primera noche que durmieron juntos desde el accidente, la primera que consiguieron descansar.
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