lunes, 14 de octubre de 2019
CAPITULO 117 (PRIMERA HISTORIA)
—No, Pedro, no lo voy a repetir —zanjó Paula, tajante.
—Y yo, tampoco. Te vienes conmigo, es así de simple, no hay otra opción.
La pareja se batía en una guerra verbal y de desafiantes miradas, orgullosos y sin querer ceder. Bruno le había dado el alta apenas una hora antes. Paula ya no tenía rastros del atropello, excepto por la escayola y la leve molestia de la costilla, que casi ni notaba.
Tanto Sara como él habían acordado que la mejor opción era que Paula se trasladase al apartamento de los hermanos Alfonso. Pedro necesitaba cuidarla personalmente y Bruno era su médico, por lo que la solución resultaba perfecta, salvo por un inconveniente: la propia Paula, que se negaba en redondo.
—Ya tengo una silla libre —anunció Rocio.
—¡Oh, ni hablar! —se negó ella, chasqueando con la lengua—. Me voy con muletas, no en silla de ruedas.
—Eres una paciente horrible, ¿lo sabías? —inquirió Pedro, colgándose la bolsa del equipaje al hombro—. Llévatela, Rocio. Si la niña no la quiere, que se apañe solita.
La enfermera ocultó una risita y obedeció de inmediato.
—Ya empezamos... —masculló Paula, al borde de un ataque de nervios—. Deja de llamarme niña. No soy ninguna niña.
—Pues no te comportes como tal —contestó él, furioso—. Tu abuela nos está esperando en recepción, vámonos —sujetó la puerta para permitirle el paso.— Nos vamos, pero a mi casa.
Pedro respiró hondo para calmarse.
Salieron a la calle por la puerta principal del hospital, donde los esperaba su madre, apoyada en el todoterreno. El chófer enseguida abrió el maletero.
Catalina llenó de infinitos besos a Paula. Se montaron los cuatro en el coche.
—Por favor, la calle es... —comenzó ella.
—A mi casa —la interrumpió Pedro.
—¡PEDRO! —chilló, colérica.
—¡Me has dejado sorda, niña! —la reprendió su abuela, desde la otra ventanilla trasera.
—Creo que a mí también me pitan los oídos —declaró Catalina, tocándose la oreja.
Esta se había sentado delante para que Paula pudiera apoyar su pierna magullada sobre la de Pedro.
—Pues yo no oigo nada con tantas voces —protestó él—. A mi casa.
—¡No!
—¡Para no gustarte los gritos, bien que estás gritando ahora, joder! — contestó, en el mismo tono. Y añadió más calmado—: Tengo vacaciones, te quedas conmigo hasta que te recuperes, hasta que puedas andar. No te estoy preguntando.
—¡Ya sé que no me estás preguntando, porque tú nunca preguntas, maldita sea! ¡No tengo ropa, ni nada, puñetas! —se cruzó de brazos.
—Esa boca, Paula —la miró, ya harto de tanta negativa.
—¡Puñetas! —lo desafió ella.
—¡Joder!
—¡Esa boca, doctor Alfonso!
—¡Vale ya de rabietas! ¿Podrías confiar en mí, por una vez? Te guste o no, necesitas que te cuiden y yo quiero cuidarte, no hay más. Tu abuela me ha ayudado a hacerte una maleta, que ya está en mi apartamento.
Ella permaneció callada.
—A mi casa —repitió él, en calma.
Sara y Catalina se sonreían con complicidad. El chófer se incorporó a la calzada y partió a la casa de los tres mosqueteros.
Pedro cargó en brazos a su novia desde la calle hasta su dormitorio, encantado, excitado y dichoso, aunque no lo demostró por la discusión que, sospechaba, continuaría. Últimamente, estaba muy gruñona. Vivirían juntos durante dos meses, el tiempo que duraría su rehabilitación, pero no la dejaría marchar jamás. No se lo había comentado a nadie, pero lo tenía decidido.
El día anterior, le había pedido a la anciana las llaves del apartamento para recoger todas las pertenencias de Paula. Las había colocado en el armario, con las suyas, y también en el baño.
Además, una semana antes, justo cuando ella se había despertado del coma, se había entrevistado con el mejor fisioterapeuta de Estados Unidos, por sugerencia de su padre; se llamaba Arnold Switch, de treinta y cinco años, y vivía en Boston. Este le había propuesto realizar las sesiones en su propia casa para que la paciente estuviera relajada y Pedro había accedido sin dudar.
Por ese motivo, había instalado dos barras paralelas —las que se utilizaban en gimnasia artística, o en ballet— y había reformado su ducha — unos especialistas habían emplazado un banco que ocupaba todo el lateral, y una barra diagonal interior en la mampara para que Paula se pudiera sujetar —. Su madre había sido la encargada de supervisar el trabajo, para que él no tuviera que separarse ni un minuto de su novia.
—Pero ¿qué has hecho? —emitió ella, asombrada por las paralelas, entre la cama y el armario.
—La habitación es muy grande —la depositó en la cama.
—¿Y eso? —observó el mueble nuevo, a la izquierda, pequeño y a juego con el resto de la decoración, gris, sobre el que descansaba una televisión a estrenar.
—Supuse que necesitarías tu espacio. Después de todo, aquí viven también mis hermanos, y pueden ser muy pesados.
—Aquí viven tres hombres que pueden ser muy pesados —lo corrigió, frunciendo el ceño.
—Será mejor que ayude a tu abuela —ignoró la pulla—. ¿Necesitas algo ahora?
—Sí —asintió y sonrió sin humor—, irme a mi casa.
—Joder, Paula... ¿Qué problema tienes en quedarte conmigo? —alzó los brazos, desesperado—. ¡Mira, joder! —corrió una de las puertas del armario —. ¡Tu ropa! —caminó hacia el baño y señaló sus pertenencias—. ¡Tu neceser! ¡Lo tienes todo aquí, joder!
—¡Deja de hablar tan mal! —explotó ella, gesticulando.
—¡No hablaría tan mal si no me sacaras tanto de quicio! —se colocó a unos pasos de Paula.
—¡Si estuviera en mi casa no te sacaría tanto de quicio, porque, claro — dio una palmada—, estoy invadiendo tu privacidad!
Sara y Catalina entraron en la estancia, pero ellos no se percataron de nada.
—Creo que te he dicho más de una vez que me gusta que lo hagas —le recordó Pedro, entrecerrando la mirada—. Esta habitación es ahora la tuya.
—¡Quiero mi habitación, mi casa y mi vida!
—¿Qué demonios te pasa? —su semblante se cruzó por la incredulidad—. ¿Cuándo te convertiste en una niña caprichosa e irritable, joder?
—¡Cuando dejaste de tomarme en consideración! —tiraba de la goma que le sujetaba los cabellos.
La que me ha caído encima... ¿Qué coño le pasa? ¡Ella no es así!
—Te vas a hacer daño —se acercó él al instante—, déjame a mí.
—¡No! —retrocedió entre los almohadones—. ¡A ver si ahora no voy a ser capaz de peinarme! Que no soy ninguna inválida, ni tu paciente ni nada, ¿te queda claro?
—Te cuido y te protejo porque quiero. Eres mi novia, Paula —se inclinó —. Mía —recalcó, aposta.
—¡No!
—¡Bruja! —reculó y se tiró del pelo, desesperado.
—¡Oh! —exclamaron las dos mujeres mayores al unísono, atónitas.
—No empecemos, ¿eh? No empecemos... —le advirtió su novia, meneando la cabeza y resoplando—. ¡Doctor Don Perfecto Alfonso!
—¡No me llames así, joder!
—¡Y tú a mí tampoco bruja!
—¿Sabes qué? —se rio Pedro sin alegría, girándose—. Se acabó. Me voy. Haz lo que te dé la gana, Paula. Vete a tu casa o quédate aquí, pero no pienso seguir escuchando las gilipolleces de una niña, que es como te estás comportando, y bastantes niños tengo en el hospital, mucho más maduros que tú —salió y dio un portazo.
—¡Esa boca, doctor Don Perfecto Alfonso! —clamó a través de la madera.
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