domingo, 15 de diciembre de 2019

CAPITULO 150 (SEGUNDA HISTORIA)





Ariel y Pedro permanecieron a un lado, de brazos cruzados y con las piernas abiertas, como dos guardaespaldas, permitiéndoles cierta intimidad, pero atentos a la explicación.


—Después de tu boda —comenzó Melisa, rodeándose las rodillas flexionadas al pecho—, se presentó una de las pacientes de papá en la clínica, una mujer a la que operó de un aumento de pecho el verano pasado —arrugó la frente, fijando los ojos en la ventana de la izquierda—. Quería demandarlo porque, unos días después de darle papá el alta, sufrió un ataque al corazón y entró en coma. Cuando despertó, en diciembre, el médico que la trató le dijo que el infarto había sido provocado por la operación del pecho; en concreto, por la anestesia. La mujer se puso a gritar como una posesa en la clínica; papá la echó a la calle. Al día siguiente, el abogado de ella le envió la notificación y, dos días más tarde, comenzaron a llegarle más demandas, por diversos problemas consecuentes de las operaciones de papá.


Pedro desencajó la mandíbula. Pero ¿qué clase de eminencia era Antonio Chaves?


—Papá me culpó —continuó ella, mirando a Paula—, porque la primera mujer que lo demandó fue a la clínica recomendada por mí —se secó las lágrimas a manotazos—. Me echó a la calle. Me dijo que me fuera a Boston porque no me quería en Nueva York —agachó la cabeza—. Me dijo que... — tragó repetidas veces—. Me dijo que tú siempre habías sido mucho más inteligente y mucho mejor que yo, que te habías ido de casa y que eso nunca te lo perdonaría, pero que habías salido adelante por tu propio pie, sin dinero ni hogar, que habías recorrido Europa con un empresario muy famoso y rico y que ahora eras la esposa de uno de los hombres más influyentes de Massachusetts, perteneciente a una familia muy conocida y reputada en Estados Unidos.


—Y decidiste vengarte —afirmó Paula, levantándose y caminando por el espacio, pensativa—. Siempre has hecho lo mismo... —añadió con la voz crispada. Se detuvo frente a Pedro, que estiró los brazos y la atrapó entre ellos, pegándola a su pecho. Ella temblaba de rabia, dolor e impotencia.


Él la envolvió en su protección, controlando las ganas de estrangular al maniquí.


—¡¿Qué querías que hiciera?! —explotó Melisa, incorporándose de un salto—. ¡Estoy harta! ¡Llevo veintisiete años escuchando lo perfecta que eres! —la apuntó con el dedo índice—. ¿Sabes por qué estudié medicina y me especialicé en Cirugía Plástica? ¡Por tu culpa!


—Si querías ser como papá, no me culpes a mí. ¡Papá me ha odiado siempre!


Pedro la apretó contra su cuerpo al notar que aumentaban sus repiqueteos.


—¡Mentira! —rebatió Melisa—. Tú y mamá habéis sido perfectas siempre a sus ojos. ¡No os odiaba, os adoraba! —movió los brazos de forma histérica—. ¿Por qué crees que me provocaba heridas, Eli? Para que me prestara atención alguien, ¡por eso! Mamá pegada a ti todo el tiempo —hizo una mueca—, ¡todo el maldito tiempo! ¡Y a mí que me cuide la sirvienta, ¿no?! ¡Nunca he valido nada para nadie! ¡NADA! —cayó de rodillas.


—Laura te envenenó —le dijo su madre, cruzada de brazos—. Yo nunca te he desatendido, pero Eli era un bebé que necesitaba más cuidados que tú. Te regañaba cuando tratabas a tu hermana como si fuera una muñeca; sé que era sin mala intención, pero podías hacerle daño —la preocupación y la angustia se adueñaron de su rostro. Retorció las manos en el regazo—. Laura estaba obsesionada con papá y te utilizó a ti. Te manipulaba cuando te veía llorar porque yo te había regañado. Te metió maldades en la cabeza. Y la culpa fue mía... —retrocedió hasta la pared y se derrumbó.


—¡Mamá! —exclamó Ale, corriendo a su lado.


Juana se sujetó al brazo de su hijo, que la rodeó por los hombros.


—Permití que te alejara de mí... —continuó la mujer en un tono bajo, pero firme—. Me quejé a tu padre de Laura durante meses. Le dije que te estaba lavando el cerebro y que un día lo lamentaríamos. Le rogué y le supliqué que la echara de casa —suspiró con fuerza, frotándose la frente con la mano—, pero tu padre me amenazaba con el divorcio cada vez que le llevaba la contraria en algo. Yo lo amaba... —cerró los ojos—. Yo lo amaba igual que a mis hijos... —alzó los párpados—. Después de las amenazas, siempre me pedía perdón y se tiraba días y días enviándome ramos de rosas blancas. Toda la vida igual...


Paula se sobresaltó ante el último comentario.


—Como novio —sonrió Juana con tristeza—, vuestro padre era el mejor. Sin embargo... —chasqueó la lengua—, cuando volvimos de la luna de miel, cambió por completo... He sido una cobarde toda mi vida... —palideció—. Es mi culpa... Dios mío... —se le nubló la vista.


Alejandro la cogió a tiempo de que no se golpeara la cabeza contra el suelo.


—¡Mamá! —gritaron sus tres hijos, asustados.


Pedro soltó a Paula para auxiliar a su suegra, que acababa de desmayarse; la tumbó en la cama con cuidado, de costado y en posición fetal, para que no se ahogara con la lengua, y comprobó sus constantes vitales.


—Trae alcohol, rubia, sales o lo que haya para reanimarla.


Ella obedeció al instante.


—Toma. Es colonia —le entregó un frasco pequeño de cristal.


Él lo destapó y se lo acercó a la nariz.


—Tiene el pulso muy débil —observó a Howard—. Necesitará azúcar cuando despierte. Chocolate es la mejor opción.


—Enseguida —dijo Ariel, serio, antes de desaparecer de la estancia.


Pedro vertió colonia en un dedo y le mojo el borde de las fosas nasales. Su suegra comenzó a agitarse hasta que, finalmente, abrió los ojos, despacio; parpadeó, desorientada, sus pupilas estaban dilatadas.


—Quédate quieta, Juana—declaró él, mientras Paula acomodaba varios almohadones en el cabecero—. No hagas movimientos bruscos. Te has desmayado. ¿Te duele algo?


—Un poco la cabeza —se quejó, posando una mano en la sien.


—Es por tantas emociones —la ayudó a recostarse en los cojines.


Howard apareció minutos después con varias tabletas de distintos tipos de chocolate en una bandeja de plata. Sonrió a Juana y colocó la comida en sus piernas.


—Ale, quédate con tu madre —le indicó Pedro, enfadándose por momentos —. Los demás, nos vamos a otra habitación. Hay mucho que discutir.




CAPITULO 149 (SEGUNDA HISTORIA)




—¡Melisa va a abortar! ¡Tenemos que impedirlo! —exclamó Paula al entrar en casa como un vendaval.


—¡¿Qué?! —dijeron todos al unísono.


—No hay tiempo. ¡Vamos!


—Rubia...


—¡Pedro! —lo interrumpió. Su expresión era fiera—. Melisa está embarazada. Es cierto. Pero el padre es Ariel. Te tendieron una trampa para separarnos. Los escuché —agachó la cabeza—. Escuché demasiadas cosas... —alzó la mirada, vidriosa por las inminentes lágrimas—. Luego, os lo explicaré todo, pero Melisa está asustada y no voy a permitir que cometa un error del que se va a arrepentir.


—¿Y desde cuándo te importa tu hermana? —preguntó él, incrédulo.


—Desde ahora —se irguió y observó a Juana y a Ale.


Pedro analizó su dulce rostro, ya surcado por el llanto silencioso, y su postura regia, demostrando una determinación intimidante. 


Asintió. Su familia se quedó para cuidar de Gaston y a la espera de noticias. Él, su suegra, su cuñado y su mujer partieron rumbo al hotel.


—Entraremos por la puerta de los empleados, en la parte de atrás, para que los guardias no te vean, Pedro, y a mí, tampoco, porque tengo la llave de la habitación de Ariel y el recepcionista lo sabe.


Y eso hicieron. Subieron en el ascensor de personal a la última planta.


Caminaron por un pasillo ancho hasta la puerta del fondo. Se metieron en una de las suites, siguiendo a Paula. Atravesaron una habitación enorme, que dedujo era la de Howard, pasando un hall, un salón, un dormitorio y otro salón. Existía una puerta a la derecha de un sofá alargado, tapizado a juego con el papel de la pared.


Cuando ella abrió, Juana ahogó un grito, pero Paula no se calló:
—¡No!


Era una habitación pequeña y luminosa, con grandes ventanales en los laterales. Paula corrió hacia la cama, al fondo, donde estaba Melisa, tumbada de perfil y con las rodillas pegadas a la barbilla, en camisón de hospital; una enfermera le sostenía la mano y un médico, un hombre con bata blanca y guantes de látex, estaba a punto de pincharle la anestesia. Todo estaba perfectamente preparado y, a juzgar por el olor, también perfectamente esterilizado.


—Dios mío... —pronunció Melisa, tapándose con una almohada, pálida, retrocediendo sentada hacia el cabecero, al verlos a ellos.


—¡Largo de aquí! —le gritó Paula al médico y a la enfermera, furiosa.


—¡Paula! —vociferó Howard, que en ese momento salió del baño, a la izquierda.


Pedro entrecerró los ojos cuando vio a Ariel avanzar hacia su mujer, firme y enfadado. Le cortó el paso.


—Acércate o rózale un pelo a cualquiera de las dos —sentenció él, señalando la cama con la mano— y te devuelvo el puñetazo que me dieron tus guardias, ganas no me faltan.


Howard gruñó, pero retrocedió. El doctor y la enfermera salieron de allí.


—No lo hagas —le rogó Paula a Melisa, entre lágrimas.


—¡Déjame en paz! —estalló, también llorando—. ¡Te odio, Eli!


—No, Melisa, no me odias —sonrió con tristeza—. Lo he oído todo. Estaba escondida en la suite cuando hablaste con Ariel. Lo sé todo y, ¿sabes qué? Te perdono.


Los presentes se paralizaron.


—Pero quiero que me lo cuentes todo, Meli —le pidió ella, acomodándose en el borde del colchón—. Mamá, Ale y Pedro tienen derecho a saberlo también.


—No me llamabas Meli desde que tenías siete años... —susurró, sobrecogida.


—Fue la primera palabra que aprendió Eli —señaló Juana, aproximándose junto con su hijo—. Dijo Meli antes que mamá y papá.


CAPITULO 148 (SEGUNDA HISTORIA)






Se secó el rostro con los dedos, se refrescó la cara y la nuca en el baño y llenó dos maletas. 


Luego, dejó el equipaje junto a la puerta y se dirigió a la recepción.


—¿Sabes dónde está el señor Howard? —le preguntó al recepcionista, un joven de unos veinticinco años, alto, atractivo y moreno de pelo y de ojos; se llamaba Simon.


—Hola, señora Alfonso —sonrió Simon, amable y cortés—. Está reunido y nos ha pedido que no lo molestemos.


—Es que me tengo que ir ya y resulta que me dejé el carrito de mi hijo en su habitación. Lo necesito. Y me dijo que, si él no podía, os pidiera una llave para entrar a por ello.


Vas mejorando a la hora de mentir.


El recepcionista frunció el ceño, lo pensó unos segundos y, por suerte para ella, asintió, entregándole la llave electrónica.


—Gracias, Simon. Serán dos minutos.


—Un placer, señora Alfonso.


Caminó de regreso a los elevadores con rapidez. Inhaló varias bocanadas de aire para relajarse, pero, a cada segundo, su corazón latía más rápido y fuerte.


Frente a la suite principal de Ariel, Paula pegó la oreja a la puerta. No oyó nada, aunque la estancia era enorme. Abrió lentamente, asomó la cabeza y entró. Se quitó los botines para no hacer ruido, pero no había nadie. Recorrió el espacio dos veces. No encontró nada extraño, ni siquiera había ropa de mujer. Nada de nada. 


Quizás, estaba en el despacho, pensó.


Justo cuando se marchaba, escuchó el picaporte. Corrió hacia la cama y se escondió debajo. Era alta, pero los faldones del edredón la ocultaron. Escuchó tacones y pasos de hombre.


—¿Seguro que quieres hacer esto?


Era Howard, Paula reconoció su voz al instante.


—Ayer, dudaba, pero hoy...


¡Melisa!


—Hoy estoy cien por cien segura —continuó su hermana—. La idiota de mi madre ha llamado a mi ginecólogo esta mañana preguntándole por mí.


—Joder, Melisa —masculló Ariel—. ¿Tienes a Pedro controlado?


Pedro es un idiota.


—Lo tomaré como un no —suspiró—. Llamas a todos idiotas, cuando, en realidad, la única idiota eres tú. Te dije que me dejaras a mí manejar esto, pero no quisiste. Dijiste que Pedro caería a tus pies al enterarse del embarazo, pero tuviste que amenazarlo con la prensa y, aun así, necesitaste presentarte con la ecografía. ¿No te das cuenta de que con Pedro las amenazas no valen? ¡Joder!


—¿Y tú? Porque, supuestamente, Eli ha pasado la noche en casa de mi madre, ¿no? —inquirió Melisa.


—¿Qué quieres decir con supuestamente? —bufó—. A Paula la tengo controlada. Ayer, le dio los papeles de divorcio a Pedro. Me ha costado el mes entero convencerla.


Pedro no se va a divorciar de mi hermana. El muy idiota está enamorado de ella. No eres el único que la quiere, Ariel. Me rechaza continuamente. ¡Ni siquiera permite que le toque el brazo! ¡Solo me ha faltado desnudarme otra vez! 


Howard se movió por la estancia, alrededor de la cama.


—A lo mejor, tienes que repetirlo —dijo Ariel.


—¿Repetir el qué?


—Joder, Melisa... Piensa un poco.


—¿Pretendes que espere a que quiera emborracharse, otra vez, y finja que nos hemos acostado, otra vez?


¡Oh, Dios mío!


Paula se tapó la boca para silenciar un grito.


—Ese día —prosiguió su hermana— por poco no me saca a patadas de su casa. Le faltó casi nada para ponerme una mano encima. ¡Se volvió loco! No pienso exponerme otra vez. ¿Te recuerdo que hicieron falta cinco de tus guardias para echarlo de aquí?


Silencio.


—El ginecólogo me ha pedido más dinero —señaló Melisa.


—¿Más? Ni hablar. No le doy un centavo más.


—Pero, Ariel...


—¡Melisa! —la cortó, rabioso—. Esto se va a solucionar ahora mismo. Te está esperando el médico en la habitación contigua. Y dentro de unas horas no hará falta seguir manteniendo el silencio del ginecólogo porque todo habrá terminado. ¿Quieres esto?


—Sí... —titubeó su hermana.


—¿Melisa? Estás a tiempo de echarte atrás. Te dije que cuidaría de ti y del niño si decidías tenerlo. Después de todo, es mío, y soy un hombre de palabra.


Teoría confirmada...


—No puedo tenerlo, Ariel... Mi padre...


—¡Tu padre me importa una mierda! —gritó Howard, colérico—. Y menos mal que accedió al divorcio de tu madre, si no...


—¿Por qué la defiendes tanto? —exclamó, enfadada.


—Porque tu madre no tiene culpa de nada, excepto de haber amado a tu padre, un ser mezquino que no se merece que lo tachen de hombre —escupió Ariel con evidente repugnancia.


—¡Ella no me quiere! ¡Siempre me ha odiado! ¡Deja de defenderla!


—¡Tranquilízate, joder!


—¡Todos las queréis a ellas!


—Melisa, haz el favor de...


—¡No! No me voy a callar. Me acerqué a ti por mi hermana, vale, para hacerle daño, pero me enamoré de ti, Ariel. La primera vez en mi vida que me enamoro y es del hombre que ama a la idiota de mi hermana.


—No soporto la mentira, Melisa. Lo sabías y, aun así, te acercaste a mí con mentiras y seguiste mintiéndome. Solo eres una niña caprichosa, envidiosa y egoísta.


—Eli me lo quita siempre todo. ¡Estoy harta!


—A tu padre no te lo quitó.


—¡A mi padre nunca lo he tenido! —chilló, poseída—. ¿Sabes cuántas veces he escuchado a mi padre decirme lo mucho que Eli le recuerda a mi madre, a su preciosa esposa? ¿Es que no te das cuenta de que jamás la ha odiado? La ha tratado siempre igual que a mi madre porque las quiere a las dos.


Tu padre no quiere a nadie, Melisa, porque anular y encerrar a una esposa y a una hija no es querer, es sentirse inferior, porque tu padre no vale nada. Y a ti te ha utilizado siempre en su propio beneficio.


Paula alucinaba... Estaba totalmente paralizada.


—¡Te odio! —gritó Melisa.


—No mientas otra vez. No me odias —suavizó el tono—. Y si no me hubieras mentido, quizás... —chasqueó la lengua.


—Te gusto.


—Mucho, Melisa, me gustas mucho... —suspiró—, pero Paula...


—Dices que mi padre no sabe querer, pero tú tampoco quieres a Eli. Si la quisieras de verdad, dejarías que fuera feliz con Pedro, pero a ella la
manipulas con tus palabras bonitas de buen samaritano, esperando a que un día te mire con deseo y amor. Y de lo que no quieres darte cuenta es de que Eli ama a Pedro con toda su alma. Es una batalla perdida, Ariel.


—No quiero que esté conmigo por despecho, ¡por eso soy su amigo!


—¡Eli no te quiere!


El silencio quedó roto solo por las lágrimas de Melisa.


—¿Y si cancelamos todo, Ariel? —sugirió, con voz ilusionada—. ¿Y si nos marchamos de aquí? Empecemos de cero tú y yo. Nos olvidamos de todo y nos conocemos. Por favor, Ariel... Solo necesito que tú... me quieras...


Paula sintió un pinchazo en las entrañas ante la súplica de su hermana.


—Tengo miedo... —confesó Melisa en un susurro.


—No permitiré que te pase nada malo. ¿Estás segura de esto?


—No, pero es la mejor solución.


—Pues vamos.


Se dirigieron a la suite que comunicaba con esa.


Paula no daba crédito. Salió de debajo de la cama y corrió hacia los ascensores. Bajó las escaleras, acalorada y sudorosa por el esfuerzo. 


Utilizó la puerta de los empleados para no pasar por la recepción y poder quedarse con la llave. 


Condujo hacia el apartamento.


No supo por qué, o sí lo supo... Tenía que impedir que su hermana cometiera una locura.