domingo, 15 de diciembre de 2019

CAPITULO 148 (SEGUNDA HISTORIA)






Se secó el rostro con los dedos, se refrescó la cara y la nuca en el baño y llenó dos maletas. 


Luego, dejó el equipaje junto a la puerta y se dirigió a la recepción.


—¿Sabes dónde está el señor Howard? —le preguntó al recepcionista, un joven de unos veinticinco años, alto, atractivo y moreno de pelo y de ojos; se llamaba Simon.


—Hola, señora Alfonso —sonrió Simon, amable y cortés—. Está reunido y nos ha pedido que no lo molestemos.


—Es que me tengo que ir ya y resulta que me dejé el carrito de mi hijo en su habitación. Lo necesito. Y me dijo que, si él no podía, os pidiera una llave para entrar a por ello.


Vas mejorando a la hora de mentir.


El recepcionista frunció el ceño, lo pensó unos segundos y, por suerte para ella, asintió, entregándole la llave electrónica.


—Gracias, Simon. Serán dos minutos.


—Un placer, señora Alfonso.


Caminó de regreso a los elevadores con rapidez. Inhaló varias bocanadas de aire para relajarse, pero, a cada segundo, su corazón latía más rápido y fuerte.


Frente a la suite principal de Ariel, Paula pegó la oreja a la puerta. No oyó nada, aunque la estancia era enorme. Abrió lentamente, asomó la cabeza y entró. Se quitó los botines para no hacer ruido, pero no había nadie. Recorrió el espacio dos veces. No encontró nada extraño, ni siquiera había ropa de mujer. Nada de nada. 


Quizás, estaba en el despacho, pensó.


Justo cuando se marchaba, escuchó el picaporte. Corrió hacia la cama y se escondió debajo. Era alta, pero los faldones del edredón la ocultaron. Escuchó tacones y pasos de hombre.


—¿Seguro que quieres hacer esto?


Era Howard, Paula reconoció su voz al instante.


—Ayer, dudaba, pero hoy...


¡Melisa!


—Hoy estoy cien por cien segura —continuó su hermana—. La idiota de mi madre ha llamado a mi ginecólogo esta mañana preguntándole por mí.


—Joder, Melisa —masculló Ariel—. ¿Tienes a Pedro controlado?


Pedro es un idiota.


—Lo tomaré como un no —suspiró—. Llamas a todos idiotas, cuando, en realidad, la única idiota eres tú. Te dije que me dejaras a mí manejar esto, pero no quisiste. Dijiste que Pedro caería a tus pies al enterarse del embarazo, pero tuviste que amenazarlo con la prensa y, aun así, necesitaste presentarte con la ecografía. ¿No te das cuenta de que con Pedro las amenazas no valen? ¡Joder!


—¿Y tú? Porque, supuestamente, Eli ha pasado la noche en casa de mi madre, ¿no? —inquirió Melisa.


—¿Qué quieres decir con supuestamente? —bufó—. A Paula la tengo controlada. Ayer, le dio los papeles de divorcio a Pedro. Me ha costado el mes entero convencerla.


Pedro no se va a divorciar de mi hermana. El muy idiota está enamorado de ella. No eres el único que la quiere, Ariel. Me rechaza continuamente. ¡Ni siquiera permite que le toque el brazo! ¡Solo me ha faltado desnudarme otra vez! 


Howard se movió por la estancia, alrededor de la cama.


—A lo mejor, tienes que repetirlo —dijo Ariel.


—¿Repetir el qué?


—Joder, Melisa... Piensa un poco.


—¿Pretendes que espere a que quiera emborracharse, otra vez, y finja que nos hemos acostado, otra vez?


¡Oh, Dios mío!


Paula se tapó la boca para silenciar un grito.


—Ese día —prosiguió su hermana— por poco no me saca a patadas de su casa. Le faltó casi nada para ponerme una mano encima. ¡Se volvió loco! No pienso exponerme otra vez. ¿Te recuerdo que hicieron falta cinco de tus guardias para echarlo de aquí?


Silencio.


—El ginecólogo me ha pedido más dinero —señaló Melisa.


—¿Más? Ni hablar. No le doy un centavo más.


—Pero, Ariel...


—¡Melisa! —la cortó, rabioso—. Esto se va a solucionar ahora mismo. Te está esperando el médico en la habitación contigua. Y dentro de unas horas no hará falta seguir manteniendo el silencio del ginecólogo porque todo habrá terminado. ¿Quieres esto?


—Sí... —titubeó su hermana.


—¿Melisa? Estás a tiempo de echarte atrás. Te dije que cuidaría de ti y del niño si decidías tenerlo. Después de todo, es mío, y soy un hombre de palabra.


Teoría confirmada...


—No puedo tenerlo, Ariel... Mi padre...


—¡Tu padre me importa una mierda! —gritó Howard, colérico—. Y menos mal que accedió al divorcio de tu madre, si no...


—¿Por qué la defiendes tanto? —exclamó, enfadada.


—Porque tu madre no tiene culpa de nada, excepto de haber amado a tu padre, un ser mezquino que no se merece que lo tachen de hombre —escupió Ariel con evidente repugnancia.


—¡Ella no me quiere! ¡Siempre me ha odiado! ¡Deja de defenderla!


—¡Tranquilízate, joder!


—¡Todos las queréis a ellas!


—Melisa, haz el favor de...


—¡No! No me voy a callar. Me acerqué a ti por mi hermana, vale, para hacerle daño, pero me enamoré de ti, Ariel. La primera vez en mi vida que me enamoro y es del hombre que ama a la idiota de mi hermana.


—No soporto la mentira, Melisa. Lo sabías y, aun así, te acercaste a mí con mentiras y seguiste mintiéndome. Solo eres una niña caprichosa, envidiosa y egoísta.


—Eli me lo quita siempre todo. ¡Estoy harta!


—A tu padre no te lo quitó.


—¡A mi padre nunca lo he tenido! —chilló, poseída—. ¿Sabes cuántas veces he escuchado a mi padre decirme lo mucho que Eli le recuerda a mi madre, a su preciosa esposa? ¿Es que no te das cuenta de que jamás la ha odiado? La ha tratado siempre igual que a mi madre porque las quiere a las dos.


Tu padre no quiere a nadie, Melisa, porque anular y encerrar a una esposa y a una hija no es querer, es sentirse inferior, porque tu padre no vale nada. Y a ti te ha utilizado siempre en su propio beneficio.


Paula alucinaba... Estaba totalmente paralizada.


—¡Te odio! —gritó Melisa.


—No mientas otra vez. No me odias —suavizó el tono—. Y si no me hubieras mentido, quizás... —chasqueó la lengua.


—Te gusto.


—Mucho, Melisa, me gustas mucho... —suspiró—, pero Paula...


—Dices que mi padre no sabe querer, pero tú tampoco quieres a Eli. Si la quisieras de verdad, dejarías que fuera feliz con Pedro, pero a ella la
manipulas con tus palabras bonitas de buen samaritano, esperando a que un día te mire con deseo y amor. Y de lo que no quieres darte cuenta es de que Eli ama a Pedro con toda su alma. Es una batalla perdida, Ariel.


—No quiero que esté conmigo por despecho, ¡por eso soy su amigo!


—¡Eli no te quiere!


El silencio quedó roto solo por las lágrimas de Melisa.


—¿Y si cancelamos todo, Ariel? —sugirió, con voz ilusionada—. ¿Y si nos marchamos de aquí? Empecemos de cero tú y yo. Nos olvidamos de todo y nos conocemos. Por favor, Ariel... Solo necesito que tú... me quieras...


Paula sintió un pinchazo en las entrañas ante la súplica de su hermana.


—Tengo miedo... —confesó Melisa en un susurro.


—No permitiré que te pase nada malo. ¿Estás segura de esto?


—No, pero es la mejor solución.


—Pues vamos.


Se dirigieron a la suite que comunicaba con esa.


Paula no daba crédito. Salió de debajo de la cama y corrió hacia los ascensores. Bajó las escaleras, acalorada y sudorosa por el esfuerzo. 


Utilizó la puerta de los empleados para no pasar por la recepción y poder quedarse con la llave. 


Condujo hacia el apartamento.


No supo por qué, o sí lo supo... Tenía que impedir que su hermana cometiera una locura.





No hay comentarios:

Publicar un comentario