sábado, 14 de diciembre de 2019

CAPITULO 147 (SEGUNDA HISTORIA)





Un rato más tarde, Paula traspasaba la puerta principal del hotel. Los empleados, sin exceptuar a ninguno, la saludaron a su paso, sonriendo. 


La conocían y la respetaban por ser la invitada especial del dueño. Además, Ariel era muy querido porque trataba a todos con camaradería y solucionaba los problemas enseguida.


Se dirigió a los ascensores, al fondo, y subió a la última planta. Al salir del elevador, se chocó literalmente con Howard, que la sujetó por los brazos en un acto reflejo. Ambos se sorprendieron. Desorbitaron los ojos. De repente, un sinfin de palabras revolotearon en su mente, las últimas veinticuatro horas en imágenes que...


—¡Hola! —dijo ella en un tono demasiado agudo—. Te iba a escribir un mensaje ahora.


—Yo... Yo, también —titubeó él, sonrojado y desviando la mirada.


El pasillo de esa planta era más ancho que los demás, pues en ese piso había menos habitaciones porque solo se encontraban las suites.


—Creía que estabas de reuniones fuera del hotel, Ariel. Me dijiste que te ausentarías.


—¿Y Gaston? —ignoró su comentario y escrutó su cara, receloso.


Ay, Dios... Me va a pillar... ¡Invéntate algo!


—Está con mi madre. La verdad es que venía a recoger ropa para el fin de semana. Melisa se ha ido a Nueva York y tú tienes negocios que atender, así que pensé en quedarme allí hasta el lunes —sonrió, demasiado radiante.


Demasiadas explicaciones. ¡Respira un poco, que te vas a ahogar! A ver si aprendemos a mentir mejor, ¿eh? Y esconde las manos, Paula, que te delatan.


Juntó las manos en la espalda para no tirarse de la oreja izquierda.


—Iba a salir anoche —comenzó Howard, ajustándose la corbata—, pero, al final, no hizo falta, lo solucioné por teléfono. No te quise molestar con tu madre. Perdona que no te haya avisado del cambio de planes.


—No te preocupes. Entonces —arqueó las cejas—, ¿al final no te vas a ningún lado?


—No, pero... —carraspeó—. Tengo el fin de semana algo ocupado. Se acaba de presentar un familiar en el hotel y está enfermo.


—¿Está bien? —arrugó la frente, alarmada por la noticia—. Puedo ayudarte en lo que quieras.


—No hace falta. Ya está el médico con ella.


—¿Ella?


Ariel se acaloró de pronto y se metió en el ascensor.


—Perdona, Paula. ¿Te importa si te llamo luego? Tengo prisa —tocó la tecla correspondiente y las puertas se cerraron antes de que ella pudiera responderle.


Corrió a su cuarto, cerró tras de sí y se apoyó en la puerta, las piernas le temblaban de los nervios. Escribió a Pedro un mensaje de texto. 


Tal vez, él, no, pero ella sí tenía una teoría al respecto.


Paula: Acabo de cruzarme con Ariel...


Pedro: ¿¿¿¿¿Perdona?????


Paula: Así nos quedamos los dos... Parece que su asunto de negocios lo solucionó anoche por teléfono, pero resulta... ¡Atención! Resulta que tiene una pariente suya en el hotel, enferma, que ha llegado hace nada y que la están tratando los médicos... Cuando le he preguntado por «ella», se ha puesto rojo y se ha largado. ¿Sabes qué, Pedro? Tengo una teoría...


Pedro: Yo también, rubia. ¿Puedes enterarte de dónde está esa supuesta pariente enferma?


Si sus sospechas eran ciertas... No se lo quiso ni imaginar, pero... Melisa era capaz de todo.


Paula: Las dos suites principales son suyas; una de ellas está pegada a la mía. Le puedo pedir la llave a uno de los empleados. Tengo plena libertad en el hotel. No se sorprenderán. Les diré que me olvidé algo y que Ariel me ha dicho que pidiera la llave.


Esperó la respuesta, pero, en lugar de otro mensaje, Pedro la llamó.


—Ey...


—¡Tú estás loca, joder! —la cortó, furioso—. No te expongas. Si hay médicos en la habitación, ¿qué piensas decir cuando te vean entrar? Eso, si aciertas con la habitación... Coge toda la ropa que puedas. Eres una mujer, nadie se asombrará si te ven con más de una maleta para el fin de semana.


—¿Eso qué significa, imbécil? —bufó, indignada—. ¿Te recuerdo que a Los Hamptons te llevaste cuatro maletas para siete días y yo, solo dos? ¿Tú también eres una mujer?


—Te he echado de menos, víbora.


Los dos se rieron.


—No tardes. Tenemos una cita pendiente en la ducha, que anoche te quedaste dormida.


Ella se ruborizó. Se tiró de la oreja izquierda.


—Han sido muchas emociones... Perdona...


—¿Te estás tirando de la oreja?


—¡Oh! —exclamó, atónita—. ¡Pero si no me ves!


—Pero te conozco, y te has puesto nerviosa cuando te he recordado lo de la ducha. Se te nota en la voz. Y, ¿sabes qué? Me encantaría ponerte mucho más nerviosa, así que no tardes.


La voz ronca de Pedro la incendió. Se mordió el labio para ahogar un gemido.


Pedro, no me digas esas cosas... —le rogó en un tono apenas audible, notando un pinchazo tras otro en el vientre, y no precisamente doloroso...


—¿Por qué?, ¿te gusta? —le susurró con aspereza, arrastrando las palabras.


—Mucho... —jadeó.


—¿Quieres que te diga lo que voy a hacerte cuando vengas?


Paula comenzó a hiperventilar. Trastabilló unos pasos hasta el sofá que había a la derecha. Se sentó y se abanicó con la mano.


—Mejor nos...


—¿Estás sola ahora mismo? —la interrumpió.


—Sí. Estoy en la habitación.


—Voy a besarte todo el cuerpo.


—Ay, Dios... —se recostó en el respaldo con la garganta seca.


—Desde tus labios... por el cuello... Te desnudaré de arriba abajo despacio, a mi ritmo, descubriéndote poco a poco... Bajaré mi boca y te besaré los pechos, y los voy a saborear todo lo que quiera... Después, cuando me quede satisfecho, seguiré por la tripa, te desnudaré entera y te tumbaré en nuestra cama... Te besaré las piernas desde los pies hasta las ingles... Y...


Paula respiraba de forma discontinua y sonora. 


Abrió los ojos de golpe.


—¿Y? —le exigió, ronca.


—Y me comeré enterita a mi rubia. Me daré un festín hasta que chilles de placer.


—¡Oh, Dios mío! —se apretó los muslos en un acto instintivo. Parpadeó para enfocar la visión—. ¿Y después?


Su marido rugió.


—Después te haré el amor como un bruto. ¿Te vale eso?


Ella sonrió con malicia.


—No, soldado, antes, te comeré yo a ti enterito, ¿entendido?


—Joder... —siseó—. No tienes que hacerlo. No me importa.


Paula se acobardó.


—Pedro... —se tiró de la oreja izquierda.


—Tranquila. No pasa nada.


Sabía a lo que se refería. Había intentado dos veces besar cierta parte de su anatomía, pero, en el último momento, el miedo la había paralizado, el miedo a hacer el ridículo, a ser una torpe inexperta o, incluso, a hacerle daño por su inhabilidad.


Pedro... ¿Te lo han...? —suspiró, frustrada—. Olvídalo. No quiero saberlo.


—No, rubia. Ya te dije que para mí los besos son especiales, incluidos los que son dirigidos a mi cuerpo.


Aquello la embargó de felicidad. Se levantó de un salto.


—¿De verdad? Pero si a todos los hombres les gusta que les hagan eso...


—Llámame raro, si lo prefieres.


—No —sonrió—. Especial, no raro.


—No tardes. Te estaré esperando.


—Soldado...


—¿Rubia?


Se tiró de la oreja otra vez.


—Te amo...


—No te tires de la oreja —la reprendió con la voz emocionada—. El soldado pide permiso para llamarte «Paula».


Ella silenció una carcajada.


—Permiso concedido.


Le escuchó respirar hondo.


—Yo también te amo, Paula...


Paula se cubrió la boca. Tragó. Las lágrimas descendieron por sus mejillas.


—Nos vemos en un ratito, mi guardián —y colgó.




No hay comentarios:

Publicar un comentario