miércoles, 5 de febrero de 2020

CAPITULO 144 (TERCERA HISTORIA)




La cena estuvo cargada de risas y bromas, todas dirigidas a Pedro y a su amiga. La pareja se divirtió mucho, a pesar de que al principio Paula se abochornaba y Pedro contestaba de malas pulgas.


—Nueva fiesta, queridos míos —les anunció su madre cuando les sirvieron el postre.


Sin embargo, él no prestaba atención. Había pedido una tarta de chocolate blanco y, aunque la tentación era grande, decidió darle de comer en vez de estampársela en la cara como venganza.


—Ya me la cobraré —le susurró Pedro al oído, mordisqueándoselo—, esta noche, en el estanque, y lo estoy deseando...


Ella se sonrojó, sonriendo con esa timidez tan deliciosa que alteraba su corazón.


—Yo también... doctor Pedro.


Joder... ¡Que termine la cena ya!


Su abuela le dio un codazo. Él carraspeó y observó a los demás, que no les quitaban el ojo de encima.


—¿Puedo continuar, cariño? —le preguntó Catalina con una pícara sonrisa.


Pedro le guiñó un ojo a su madre, y esta soltó una carcajada, encantada por el gesto.


—Bueno —prosiguió, enlazando las manos sobre la mesa—, se han puesto en contacto con nuestra asociación tres refugios de animales de Massachusetts, solicitándonos ayuda. Se nos ocurrió llevar a cabo una gala para recaudar fondos para construir un edificio dedicado en exclusiva a los animales abandonados y dotarlos de personal veterinario, entre otras cosas. ¿Qué os parece?


—Me parece una gran idea —comentó Paula con los ojos brillantes—. Mi hermana ayudaba en uno de los refugios de Boston. De hecho, éramos casa de acogida para animales que necesitaban atención veterinaria hasta que una familia los adoptaba. El refugio se llama Home Sweet Home.


—¡Esos me llamaron! —exclamó su madre, señalándola con el dedo—. Los conoces.


—Sí —asintió, seria, jugueteando con la servilleta en el regazo—. Cuando era la ayudante de mi padre en el bufete, me tocó trabajar en denuncias de maltrato animal. La mayoría, venían de ese refugio. Fue así como mi hermana conoció Home Sweet Home y decidió aportar su granito de arena —sonrió con tristeza.


Él le apretó la pierna.


—Lucia era una gran niña —apuntó Catalina con dulzura, y añadió con una expresión de gravedad—. Los tres refugios nos han contado casos terribles de maltrato y abandono —se estremeció—. Terribles...


—Lo cierto es que estaría muy bien mentalizar un poco a la gente —sugirió ella, menos abatida—. ¿Cómo será la gala?


—Cena y baile, como siempre, nada más. Ya encargamos las invitaciones.


—¿Y si se prepara alguna proyección para mostrar lo que se podría mejorar con la construcción del nuevo edificio, mostrar casos; por supuesto que no hieran la sensibilidad de los invitados? —propuso Paula—. Todas las
denuncias que nos llegaban al bufete se archivaban porque la ley es injusta cuando las víctimas son animales, ya sea por abandono o por maltrato — frunció el ceño—. Quizás, un discurso no hará nada, porque se necesita mucho más que palabras para concienciar a la gente —arqueó las cejas—. Tal vez, si hubiera algunos animales al principio de la gala... —sonrió, nostálgica—. Recuerdo perfectamente a todos los que cuidó mi hermana: conejos, perros, gatos... Todos, sin excepción —gesticuló con las manos encima de la mesa—, a pesar del maltrato sufrido, nos saludaban con un cariño impresionante —se rio con suavidad.


La familia Alfonso al completo, incluido Pedro, la estaba escuchando con emoción no disimulada. La pasión que transmitía con su delicada voz los
enamoró a todos. Él se dio cuenta de ello porque observó a los presentes: la miraban como si se tratase de un ángel resplandeciente. 


Pedro se hinchó de orgullo y admiración.


—Te quiero en Alfonso & Co, Paula —dijo su madre, firme y decidida.


Catalina Alfonso dirigía Alfonso & Co, una asociación sin ánimo de lucro que organizaba eventos para ayudar a niños y a adultos sin techo a conseguir una casa, una escuela e, incluso, una familia. Zaira también formaba parte de la asociación. Nunca se habían dedicado a los animales, sería la primera ocasión.


—¿Yo? —repitió Paula, muy sorprendida.


—Necesitamos a gente como tú, cariño —le explicó Caatalina—. ¿Por qué no te lo piensas? Nos ayudarías siempre y cuando no interfiera en tus clases de yoga, por supuesto. Y nos vendría muy bien contar con una abogada entre nosotras, ¿verdad, Zaira?


—¡Sí! —convino la pelirroja, entusiasmada—. Vamos, Paula, anímate. Te gustará.


—No soy abogada —declaró en un tono bajo—. No terminé la carrera y hace casi cuatro años que dejé todo lo relacionado con el Derecho. Mi padre me ha propuesto acabar mis estudios, pero... —tragó, agachando la cabeza y hundiendo los hombros—. Yo... Prefiero dedicarme a mis clases de yoga. Me... Me... —balbuceó, nerviosa—. Me ayudan.


—Perdóname, cielo —se disculpó Catalina al instante, apenada—. No te preocupes. Pero quiero que sepas que siempre tendrás un hueco en la asociación si decides unirte, o ayudar alguna vez, ¿de acuerdo?


Paula asintió. Pedro la rodeó por la cintura y la besó en la mejilla.


—No me importaría ayudaros con esta gala —agregó ella—. ¿Cuándo será?


Queremos que sea dentro de un mes, el primer sábado de septiembre — contestó Catalina, sonriendo—. He quedado la semana que viene con los responsables de los tres refugios para informarlos de cómo será el evento. Y tomaré tus ideas. Lo del discurso y lo de los animales me parece estupendo.


Terminaron el postre y pagaron la cuenta. 


Salieron del restaurante hacia los coches.


—¿Nos tomamos una copa? —sugirió Manuel, abrazando a Rocio por detrás.


—Nosotros nos vamos, estamos cansados —respondió Ana, colgándose del brazo de su marido.


—Nosotros, también —convino Samuel.


Se despidieron de sus padres y sus abuelos, y los tres mosqueteros, junto con sus respectivas parejas, se dirigieron a una terraza al aire libre, con música comercial. Se sentaron en unos sillones de mimbre.


—¿Estás bien? —se preocupó él, cogiendo a Paula de la mano.


—Sí —sonrió—. Bien —lo besó en la mejilla, recostándose en su pecho —. No me cuesta hablar de mi hermana, ya no, pero la echo mucho de menos, cada día... Me duermo y me despierto pensando en Lucia —suspiró—. Me
hubiera gustado que te conociera...


Pedro la sujetó por la nuca y besó cada lágrima que empezó a derramar. Se le encogía el corazón al verla triste, pero, en especial, cuando no podía hacer nada para evitarle el sufrimiento.


—Y a mí me hubiera encantado conocerla.


Permanecieron abrazados hasta que les sirvieron las bebidas. Después, Rocio y Zaira se llevaron a Paula a la pista para bailar, y así animarla.


—Se viene a vivir al ático —les dijo Pedro a sus hermanos, apoyando un codo en la barra—. ¿Os parece bien?


Mauro y Manuel sonrieron.


—Mi bruja se pondrá como loca.


—Y mi rubia, también.


Pedro soltó una carcajada.


Y mi muñeca será feliz, me aseguraré de ello, cueste lo que cueste. Ha perdido a su hermana, pero, a lo mejor, Zai y Rocio, algún día, se hacen un hueco en el corazón de Pau.


—¿Estás tomando precauciones, Pedro? —formuló Mauro, de pronto.


Él escupió el trago de su gin tonic.


—Eso es un no, me apuesto lo que quieras —señaló Manuel, chocando la mano con el mayor de los Alfonso.


—¿Se puede saber a qué viene eso, joder? —inquirió Pedro, limpiándose con una servilleta—. Y se toma la píldora desde hace años.


—Bueno —Mauro se encogió de hombros—, Zaira se tomaba la píldora, pero por el accidente se le olvidó y se quedó embarazada. Y menos mal que se le olvidó —sonrió con embeleso.


—Mi rubia y yo tenemos una teoría —agregó el mediano, sonriendo como el bribón que era—. ¿Quieres saberla?


Pedro dejó la copa en la barra y se cruzó de brazos.


—Ilústrame, por favor —sonrió sin alegría, muy molesto.


—Somos tres sementales, Pedro, así de simple. Zaira se quedó enseguida y mi rubia... —se calló, de golpe. Carraspeó y desvió la mirada.


Mauro y Pedro lo miraron, alucinados.


—¿Rocio está...? —comenzó Pedro, analizando a su cuñada, a lo lejos.


—Embarazada, sí —sonrió Pedro, con un brillo especial en sus ojos—. Íbamos a contároslo en pleno cumple de Gaston, pero se me ha escapado, así que mi rubia me va a matar de aquí a mañana.


En ese momento, Zaira chilló y se lanzó, al igual que Paula, a Rocio, para abrazarla, en plena pista de baile.


—O no —adivinó Pedro, sonriendo igual que sus hermanos.


—Lo estaba deseando —reconoció Manuel, ligeramente ruborizado—. Ahora podré quitarme la espinita al fin —sonrió, feliz, muy feliz.


Mauro y Pedro lo abrazaron con fuerza, entendiendo perfectamente sus palabras. Y brindaron, en honor al bebé que ya formaba parte de los Alfonso, aunque le quedaran unos meses para venir al mundo.


—¿Qué tal Paula y su madre? —se interesó Mauro—, ¿alguna novedad?


—No me cuenta nada de lo que le dice su madre —les confesó Pedrodesalentado por tal hecho—. Yo tampoco la interrogo. No quiero presionarla. Y me da mala espina...


—¿Por qué?


—Porque se queda hecha polvo —pronunció en un hilo de voz—. Nika es muy sensible. Me ha contado toda su vida, pero no las discusiones con su madre.


Las tres mujeres los interrumpieron en ese instante, acercándose a su hombre correspondiente. Y brindaron los seis por la buena noticia, desterrando las cosas malas, aunque fuera por unas horas.




CAPITULO 143 (TERCERA HISTORIA)




Llegaron a una plaza, a escasos metros de la pastelería, le quitó la caja y se sentó en el borde de la fuente que había en el centro. Se fijó en las terrazas de los bares que empezaban a ocuparse con gente. Faltaban unos minutos para que se sirvieran las cenas en los restaurantes. 


Estaba anocheciendo. Algunos niños jugaban a perseguirse los unos a los otros alrededor de la fuente.


Paula destapó la tarta y la olió. Gimió de deleite y de frustración al mismo tiempo. Le gustaba mucho el chocolate blanco, la pena era que no lo iba a catar...


—¿Te vas a comer una tarta ahora? —le preguntó Pedro, receloso.


—Dije que la compartiría contigo. ¿No quieres?


—No. Gracias, Doña Cortesía —giró el rostro en dirección contraria—. Lo tuyo es tuyo. No se me olvidará, tranquila —se cruzó de brazos.


Ella sacó la tarta con la mano izquierda, pues él estaba a su derecha. La levantó. Los niños se percataron de lo que iba a hacer y se rieron de antemano, parando lo que estaban haciendo; algunos corrieron hacia sus padres para contárselo.


—¡Se me cae! —mintió Paula, preparada.


En cuanto Pedro se dio la vuelta para ayudarla, ella le estampó la tarta en la cara, manchándole también el pelo y salpicándole las gafas en la cabeza.


¡Toma ya! ¡Hurra por mí!


Paula se cubrió los labios con ambas manos, congelada como él.


Numerosas exclamaciones de asombro de los adultos y risas de los niños poblaron el lugar. La tarta aterrizó en el suelo.


Pedro se incorporó lentamente, quitándose las gafas para meterlas en el bolsillo delantero del pantalón. A continuación, frente a ella, se relamió la boca, comiéndose restos de tarta mientras se limpiaba los ojos como podía con los dedos. Los clavó en los suyos, rabiosos... Paula se incorporó y retrocedió por instinto. Él avanzó, muy despacio.


—¡Escóndete! —le gritaron los niños—. ¡Huye! ¡Corre!


—No te va a servir de nada, Paula —la amenazó Pedro en un tono afilado.


Paula aceleró la marcha atrás sin perderlo de vista, convulsionándose por las inminentes carcajadas.


—Así que eres vengativa... Es bueno saberlo.


Ella no lo resistió más y estalló de risa, doblándose por la mitad.


—¡Estás muy guapo, doctor Pedro!


—Doctor Pedro, ¿eh? —y corrió.


Paula se giró y salió disparada, pero la plaza era cerrada y él, mucho más rápido. La atrapó enseguida, la alzó unos centímetros y restregó la cara por la suya, por su escote, por su camiseta, por sus cabellos...


—¡NO! —chilló, entre risas y pataleando.


—No sabes lo que has hecho, señorita Chaves.


Ella se alarmó al escucharlo, abrió los ojos y descubrió, horrorizada, que pretendía tirarla a la fuente.


—¡No! —se retorció, asustada—. No se te ocurrirá... ¡Pedro! ¡PEDRO!


Él se metió con Paula, el agua alcanzó sus muslos, empapando sus vaqueros y sus zapatillas, y fue a soltarla, pero ella le enroscó los brazos al cuello. Pedro le sujetó las manos con fuerza y la desenganchó de su cuerpo.


—No, Pedro... Por favor...


—Sí, Paula —y la dejó caer en la fuente.


Como el material era escurridizo, planeó sobre su trasero, sumergiéndose entera... Una ira indescriptible la dominó. Se puso en pie con dificultad. Sus ropas pesaban una barbaridad. 


La plaza al completo aplaudía y silbaba. Él, fuera del agua, se reía tanto que le costaba respirar, doblado por la mitad.


Paula se irguió y se estiró la camiseta con saña. Su cuerpo ardía de indignación. Se apoyó en el borde para salir, pero se resbaló y se volvió a sumergir. Salió a la superficie emitiendo un grito de desesperación.


—¿Necesitas ayuda? —inquirió Pedro, ofreciéndole la mano.


—¡No! —repitió el proceso con el mismo resultado...


Pedro se desternillaba.


—¡No le veo la gracia!


—Yo sí, Pau... —aseguró él, divertido, antes de introducirse en la fuente de un salto ágil.


—No te acerques a mí ahora mismo, doctor Pedro.


Levantó las dos manos para frenarlo, pero en vano, porque Pedro la apresó entre sus poderosos brazos, descendió a sus nalgas y la levantó sin esfuerzo.


Ella lo rodeó con las piernas en un acto reflejo. 


Se ruborizó, enfadada, tirándose de la camiseta de nuevo.


—Mírame.


—No.


—Mírame, Pau.


—No.


—Muy bien... —la tomó por la nuca y la besó, cruel y fugaz.


Y la besó otra vez...


Y otra vez...


Y otra vez...


Y otra vez...


Hasta que Paula se rindió, lo envolvió con fuerza con todo el cuerpo y le devolvió el beso con una pasión desatada.


Pedro lo terminó tan de golpe como lo había iniciado. Sus ojos emitieron fieros fulgores que la hipnotizaron. Estaban hechos un desastre, empapados, sucios y repletos de trozos de galleta, azúcar y chocolate blanco.


—Te amo más que nunca —pronunció él en un susurro aterciopelado y profundo—, ahora mismo más que nunca...


Paula sollozó y lo abrazó, ocultando la cara en su cuello. Él la sacó del agua.


—¿Has visto, listillo? Es su Ken —dijo una niña, de unos siete años, a un niño de su edad—. Solo Ken rescata a Barbie.


La pareja se paró para escucharlos.


—No es Barbie y él tampoco es Ken —le rebatió el niño—. Barbie y Ken son rubios. Ella y él son morenos. Son la Bella y la Bestia.


—La Bestia es un príncipe rubio —la niña se exasperó.


—¡Pero ella es la Bella! —gesticuló el niño.


—¡Él no es la Bestia! ¡No es feo ni peludo! ¡Tampoco es rubio! Si no puede ser Ken, tampoco será la Bestia.


—Entonces, ¿quiénes son? —exclamó el niño, apretando los puños—. A ver, listilla.


—¡Ya sé! —sonrió la niña, ilusionada, brincando—. ¡Aladdín y Jasmine!


El niño lo pensó, golpeándose la barbilla con un dedo.


—Son morenos —enumeró—, Jasmine tiene una coleta como ella y Aladdín tiene el pelo igual de revuelto que él. Vale. Pero sigo pensando que ella es Bella.


Paula y Pedro se rieron por la inocencia de los niños, que corrieron a jugar por la plaza.


—Vamos a casa, Jasmine —bromeó él, emprendiendo el camino hacia el coche.


—¿Y la alfombra mágica? —sonrió con timidez.


No la bajó al suelo, sino que la llevó en brazos.


—¿Para qué quieres la alfombra mágica teniendo a tu Aladdín? —le guiñó el ojo.


—Para tocar las estrellas... —le besó los labios, maravillándose por el dulce sabor de la tarta—. Para que me lleves al cielo... —se sonrojó aún más por el doble sentido de la frase.


Pedro contuvo el aliento. La metió en el todoterreno, sin molestarse en cubrir la tapicería. Se montó en el asiento del conductor, arrancó y la miró.


—Pues al cielo será, Pau, porque no te mereces otra cosa —acortó la distancia y la besó—. Pero dame diez minutos, que primero tenemos que llegar a casa.


Ambos sonrieron y partieron rumbo a la mansión.


Sin embargo, los planes se truncaron cuando aparcaron en el garaje. La familia Alfonso, arreglada para cenar, estaba esperándolos.


—¡Madre mía! Pero ¿qué os ha pasado? —quiso saber Catalina, que tenía a Gaston en brazos.


—Duchaos y cambiaos de ropa —les aconsejó Ana—. Hemos reservado dentro de una hora y media para cenar todos juntos.


Pedro y Paula se dirigieron a la puerta, pero la señora Alfonso los interrumpió:
—De eso nada. Paula, sube sola. Tú lo harás después, Pedro, porque, según tengo entendido, en cuanto os encerráis en el pabellón no se os ve el pelo en varios días.


Los demás estallaron en carcajadas.


—Mamá... —gruñó él.


—No, Pedro. Aquí te quedas hasta que Paula se adecente. Es mi última palabra si no quieres que te tire de la oreja, ¿entendido?


Pedro gruñó otra vez.


Paula sonrió y corrió para darse prisa. Se duchó y se arregló a la velocidad del rayo. Eligió el vestido más elegante que había traído: corto, de seda, blanco, entallado, marcando sus curvas, con las mangas hasta los codos y escote de triángulo invertido en la espalda, muy favorecedor con su bronceado. Se calzó unas sandalias plateadas de tacón, a juego con un bolsito de mano rectangular. Se pintó los labios de rojo y se aplicó mascarilla negra en las pestañas. Sus mejillas estaban sonrosadas, por lo que no necesitó colorete. Se dejó el pelo suelto, permitiendo que las ondas volaran libres a su antojo.


Y regresó al garaje. Su novio entreabrió los labios al verla. Su intensa mirada hizo flaquear sus rodillas.


—Tu turno, Pedro —lo instó Catalina.


Él apretó la mandíbula y obedeció.


Apenas unos minutos más tarde, un magnífico Pedro Alfonso aparecía ante ella con la camisa negra que le había regalado, arreglado exactamente igual que la noche que hicieron el amor en el estanque. Y se había peinado... Paula se mordió el labio. Su pulso se aceleró. A punto estuvo de fundirse con el suelo.


—¡Vámonos!


Él la ayudó a subirse en el coche como todo un caballero.


—Estás increíble, Pau —le obsequió dentro del Mercedes.


—¿Bonita no?


—Demasiado bonita y... —se inclinó y la besó con ardor, introduciéndole la lengua al instante, venciéndola al fin—. Y demasiado rica...


Definitivamente, me acabo de derretir...