miércoles, 5 de febrero de 2020
CAPITULO 140 (TERCERA HISTORIA)
Pedro se sentó en la hamaca de Paula y le acarició la pierna de forma distraída. Ella le quitó el botellín y probó la cerveza. Ambos sonrieron.
—Así me gusta —la besó en la mejilla, olvidándose de los demás.
—El uno para el otro.
—El uno para el otro, muñeca —rodeó su cintura y la acomodó en su regazo—. ¿Quieres algo que no sea cerveza?
—¿Me lo preguntas ahora que me acabas de sentar en tus piernas, doctor Pedro?
—le abrazó el cuello y besó su nariz, sonrojada—. No, gracias. Me gusta tu cerveza —recostó la cabeza en el hueco de su clavícula y suspiró—. Me gusta estar aquí, y no me refiero a Los Hamptons, sino justo aquí...
—Y a mí que estés justo aquí —la acunó con ternura—. Me encanta este vestido —mimó su espalda con los dedos de la mano libre, con la otra la sostenía por la cadera—. Estás muy bonita.
—No es rosa —declaró ella después de dar otro sorbo al botellín.
—Pero a ti todos los colores te quedan bien.
—Creía que me preferías de rosa.
—Te prefiero a ti —la besó en el flequillo—, el resto es solo un añadido.
Se miraron y volvieron a sonreír. Pedro le acarició la nariz con la suya y depositó un beso muy suave, apenas un roce, en sus labios. Los luceros de Paula brillaban tanto que lo atontaron, como de costumbre. Un delicioso rubor teñía su rostro de muñeca, cuya expresión era de embriaguez absoluta, seguramente como la de Pedro, que, aunque no había ningún espejo cerca para comprobarlo, se sentía igual, estaba borracho de ella...
—Quiero que un día te vistas de negro —confesó él en un susurro—. Es mi color favorito.
—Lo haré —asintió, solemne.
—Pero quiero ser yo quien te regale el vestido.
Paula soltó una carcajada. Pedro la imitó.
—¿Recuerdas el día de las Converse? —quiso saber él, guiñándole un ojo.
—Nos regalamos unas zapatillas el uno al otro.
—Exacto. El uno para el otro.
—Se ha convertido en nuestro lema, ¿te parece bien? —le comentó ella, mordiéndose el labio inferior—. Nuestra lema de amigos.
—Me parece perfecto, amiga.
—¿Eso quiere decir que tendré que regalarte un vestido negro? —hizo una mueca tan dramática que él se echó a reír.
—¡Ni hablar! Pero tú me regalaste una camisa negra. Es lo justo —la pinchó aposta, sabiendo cuál sería su reacción.
Y no se equivocó...
—Ya te dije que no me debías nada —contestó Paula, que comenzó a estirarse el vestido, frunciendo el ceño—. Y no quiero que...
Pedro la besó, cortándola adrede. Rápido y fiero a la par.
—No te enfades —le apresó las manos para que no se tocara más la ropa. Se las besó—. ¿Me das un poco? —sonrió.
Paula sonrió con timidez y obedeció. Le colocó la cerveza en la boca y Pedro bebió.
—No quiero que me regales cosas porque yo te las regale a ti —le habló muy seria, incluso ligeramente abatida—, ¿vale?
—Vale —concedió él, mareándose solo por tenerla entre sus brazos. La acercó más a su cuerpo. Las narices se chocaron—. Pero recuerda lo que te dije yo a ti una vez... Cuando quiera decirte que te amo, te regalaré unas Converse, parecido a lo que hacen los pingüinos.
—¿Y qué hacen los pingüinos? —se humedeció los labios—. Me muero de curiosidad...
Pedro suspiró de manera irregular por su gesto.
—Cuando un pingüino macho se enamora de una pingüino hembra, busca la piedra perfecta en toda la playa para regalársela. Al encontrarla, se inclina y la coloca justo frente a la hembra. Si esta se la queda significaba que acepta la propuesta. Y durante la parada nupcial de los pingüinos, cada uno memoriza la voz del otro, de tal modo que, tras meses de separación, consiguen localizarse —otra vez, incapaz de contenerse, la besó en los labios, en esa ocasión con dulzura—. En tu caso, serían las Converse perfectas.
Silencio roto solo por la depuradora de la piscina.
Ella lo observaba boquiabierta. Sus ojos verdes chispeaban sobrecogidos.
Joder... ¡Soy idiota!
—Perdona por la tontería que te acabo de decir... —se disculpó Pedro, ruborizado y fuera de lugar, sintiéndose como un auténtico idiota.
—No te perdono... —pronunció Paula en un hilo de voz, posando una mano en su corazón. Carraspeó, arrugando la frente e irguiéndose—. ¿Eso significa que todavía no me amas? —chasqueó la lengua, meneando la cabeza —. Todavía no me has regalado las Converse perfectas.
Él soltó el aire que había retenido.
—¿Cuáles serían para ti las Converse perfectas? —la interrogó Pedro.
—Negras —sonrió, tomándolo por la nuca—, porque el negro es tu color y ahora ya es el mío —lo besó casta, pero prolongadamente.
—Joder, Pau... —estrujó su vestido en la espalda, conteniéndose—. Serán las que tú quieras y serán perfectas porque serán tuyas...
—¡Ay, por Dios! —exclamó su madre de pronto, interrumpiéndolos—. No sabía que fueras tan romántico, hijo —parpadeaba como si estuviera desorientada—. ¡Madre mía!
Pedro desorbitó los ojos, al igual que Paula.
—Mamá, por favor...
Los hombres estallaron en carcajadas. Las mujeres suspiraban como si acabaran de ver una película de amor. Sus hermanos, además, le revolvieron los cabellos como si se tratase de un niño pequeño. La pareja no sabía adónde mirar ni dónde esconderse...
En ese instante, Julia y tres doncellas aparecieron con la cena en bandejas, rompiendo la tensión de la pareja.
Cuando estuvo la mesa preparada, que entre los tres mosqueteros colocaron en el césped y pegada al porche, Paula recibió una llamada en el móvil. Su semblante se cruzó por la tristeza. Se alejó hacia el otro lado de la piscina y descolgó. Pedro no la perdió de vista y siguió todos sus movimientos: apenas articulaba los labios, pero sí se giró a los pocos segundos, hundió los hombros y agachó la cabeza.
—Tranquilízate o romperás el botellín —le aconsejó su abuela a su espalda —. ¿Es su madre?
—No puede ser otra persona —masculló Pedro, furioso—. Odio que la trate así. Odio que la haga sentir mal solo porque es feliz.
—No creo que sea esa la razón, cariño.
—Yo tampoco lo creo —añadió su madre—. No justifico a Karen, pero es normal que esté asustada y no sepa cómo actuar. Los padres cometemos errores de los que no nos damos cuenta. A veces, pensamos que solo podemos
actuar de una determinada manera con nuestros hijos porque creemos que no hay otro modo de evitar o solucionar algo. Karen tiene miedo.
—¿Una madre que trata así a su hija lo hace porque tiene miedo? —repitió, incrédulo. Bufó, apoyó el botellín sobre el mantel y se cruzó de brazos—. Eso no es miedo. Lo que pretende Karen con Paula es manipularla.
—Estás equivocado, cielo —insistió Ana, entrelazando las manos en el regazo—. Estoy de acuerdo con tu madre. No me imagino lo que debe de ser para alguien perder a un hijo de diecisiete años y que el otro hijo que le queda se marche dos años lejos, vuelva y, a los pocos meses, tenga un accidente de tráfico que lo deje en coma durante más de un año —inhaló aire y lo expulsó despacio—. Karen tiene miedo. No lo está haciendo bien, pero no es una mala madre, es una madre asustada. Teme perder a su hija, porque su hija no ha hecho otra cosa que estar contigo desde que se curó del coma, Pedro. Ha recurrido a ti, no a su madre. Ha roto con su vida por ti, no por su madre. De cara a Karen, Paula se ha marchado lejos otra vez.
—Y estoy segura —agregó Catalina, levantando una mano para enfatizar — de que su madre está sufriendo más que ella, Pedro. Lo sé, soy madre, cariño —le acarició el hombro—. Quizás deberías hablar tú con Karen, hacerle entender que no la quieres alejar de ella, ni de su padre. Si tú y Karen no os lleváis bien, Paula nunca será feliz del todo, Pedro. Lo siento, pero es así.
—¿Por qué no los invitas al cumpleaños de Gaston? —le sugirió Manuel—. Mamá y la abuela tienen razón. Y no es mala idea.
—Es pasado mañana.
—¿Y qué? —rebatió su hermano—. Pregúntale a Paula, a ver qué opina.
¿Invitarlos a Los Hamptons?
En ese momento, Paula colgó el iPhone y se lo guardó en el bolsillo del vestido. Se secó las lágrimas de forma muy discreta y se reunió con ellos.
—¿Estás bien? —se preocupó Pedro, tomándola de las manos y acariciándole los nudillos.
—Sí —sonrió, restando importancia—. Estoy... —tragó de nuevo. Sus labios temblaron—. Estoy... bien.
Pedro gruñó y la arrastró al interior de la casita, alejados de miradas curiosas. La abrazó con fuerza. Ella se aferró a él y sollozó.
—Lo siento... De verdad que lo siento...
Pedro notó su estremecimiento. Se enfadó mucho. La dejó unos segundos sola.
—Cenad sin nosotros —le pidió a su familia.
Los presentes, serios, asintieron enseguida.
Él la cogió en brazos y se la llevó al pabellón. Se tumbaron en la cama sin quitarse siquiera las zapatillas. La meció en su pecho, besándola en el pelo y frotándole la espalda mientras lloraba en silencio. Hasta que se calmó y lo contempló con una sonrisa preciosa que le robó un sinfín de latidos; triste, muy triste, pero preciosa...
—¿Por qué no hablas con tu padre y los invitas al cumpleaños de Gaston? —preguntó Kad.
—¿Crees que será buena idea? —frunció el ceño, pensativa.
—Creo que por intentarlo no pasa nada. El no ya lo tienes.
No hablaron más. Ella se quedó dormida. Pedro veló sus sueños.
Rememoró las palabras de Catalina y de Ana.
¿Karen tendría miedo?,¿de verdad?
El problema era que no se le olvidaba que Karen Chaves era la ferviente defensora de Anderson...
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