miércoles, 5 de febrero de 2020

CAPITULO 142 (TERCERA HISTORIA)






Unos minutos más tarde aparcaron en el pueblo, frente a una tienda de antigüedades.


—Rocio vio el tiovivo el otro día y dijo que le encantaría para Gaston —le comentó Paula.


Entraron en el precioso establecimiento.


—Aquí está —anunció Pedro, señalando el carrusel.


Estaba enchufado y colocado en el escaparate. Los caballitos giraban despacio, emitiendo la típica canción de feria. Era grande, de madera, y poseía pequeñas lucecitas encendidas. El toldo tenía rayas, desde la cima puntiaguda, en colores azul y crema.


—Qué bonito es, ¿verdad?


—No tanto como tú, muñeca.


Ella le sonrió y él la besó en los labios.


—¿Necesitan algo? —les preguntó el dependiente, un hombre de mediana edad, delgado y con gafas diminutas.


—Queremos el tiovivo. Es un regalo, ¿le importaría envolvérnoslo, por favor?


—Por supuesto.


El hombre lo desenchufó, lo limpió con cuidado y esmero, lo metió en una caja forrada con un material blanco y acolchado y cubrió la misma con un papel azul oscuro y un lazo rojo, a petición de Pedro, porque el azul marino era el color favorito de Manuel y el rojo, el de Rocio.


Salieron a la calle y guardaron el paquete en el maletero del todoterreno.


Pasearon agarrados, él la rodeaba por los hombros y ella, por la cintura.


Hacía calor, pero estaban a gusto. Se detuvieron en una tienda de ropa infantil.


Compraron un conjunto para Gaston, con zapatitos incluidos. Después, continuaron hasta una juguetería.


—Me gusta —le dijo Pedro con una amplia sonrisa, dirigiendo sus ojos hacia arriba.


Se refería a un tren que colgaba del techo y recorría el espacio, echando humo y pitando como si simulase la realidad. Estaba perfectamente replicado, con sus raíles, sus vagones de carga, sus estaciones, sus farolas...


—Podrían utilizarlo para decorar la habitación de Gaston cuando terminen las obras —sugirió ella, que sujetaba la mano de un enorme oso de peluche, de felpa y de color rosa—. A mí me gusta esto —soltó una carcajada ante la expresión de horror de Pedro.


—Para Gaston, no.


—¡Para mí! —abrazó el oso—. ¡Me encanta!


Él se echó a reír y se dispuso a buscar algo.


—¿Y no prefieres este? —propuso Pedro, cogiendo una leona blanca, también de felpa.


—¡Qué bonita! —se entusiasmó ella, que dejó el oso rosa y se abalanzó hacia la leona, aunque no pudo agarrarla bien porque era gigante y pesaba un poco, le llegaba a la cintura.


Pedro estalló en carcajadas.


—Pues compraremos el tren y la leona.


—¿Qué? No —se sonrojó—. No hace falta, Pedro. No soy una niña. Solo era una broma.


Él negó con la cabeza. Llamó a uno de los dependientes y le indicó lo que quería.


Pedro, por favor... No se te ocurra comprar el peluche.


—¿Por qué? —la miró, ocultando una sonrisa—. Dame una razón y no lo haré —se cruzó de brazos, a la espera.


—Porque no soy una niña.


—Eres una muñeca —la corrigió Pedro, inclinándose—. Las muñecas juegan con otros juguetes —le guiñó un ojo—. ¿Te gusta la leona?


—Sí, pero...


—Pues ya está —zanjó y se dirigió a la caja registradora.


Paula estaba pasmada. Observaba, con el corazón en un puño, cómo él pagaba el tren y el peluche con tranquilidad. Los dependientes sonrieron hacia ella cuando le colocaron un lazo rosa a la leona en el cuello... Ella se cubrió la boca, avergonzada. Tenía veinticinco años y su novio, de treinta y tres, acababa de regalarle un peluche gigante...


Por la calle, la gente, ¡cómo no!, los miraba y sonreía. Paula no podía estar más roja de lo que ya estaba. Sin embargo, también era feliz, muy feliz.


Guardaron los regalos en el coche. Justo al cerrar Pedro el maletero, ella se colgó de su cuello sin previo aviso y lo besó por toda la cara.


—¡Gracias, doctor Pedro! —le repetía una y otra vez.


Él se reía, ruborizado. La alzó del suelo y comenzó a hacerle cosquillas.


Estaban dando un espectáculo porque Paula se retorcía y chillaba y Pedro se carcajeaba abiertamente, pero fue un momento demasiado bonito como para preocuparse por el resto del mundo.


—Quiero un helado, ¿no te apetece? —le dijo ella, más calmada por el arrebato de diversión que acababan de tener.


Él besó sus nudillos y enlazó una mano con la suya. Se acercaron a un puesto de helados que había en la propia acera.


—¿De qué sabor quiere el helado mi muñeca? —quiso saber Pedro.


—Un cucurucho de... —se relamió los labios—. Chocolate... ¡No! Frambruesa... ¡No! Nata... ¡No! —hizo una mueca—. Es que me gustan los tres...


Pedro soltó una carcajada.


—Mejor, espérame en el banco y ahora te llevo el helado.


Paula lo besó en la mejilla y se acomodó en un banco que había a unos metros de la heladería. Comprobó el iPhone por si su padre la había llamado, pero no tenía nada.


Entonces, su novio se acercó con una mano en la espalda y la frente arrugada, serio. De repente, descubrió lo que escondía.


—¡Cielos! —exclamó ella, alucinada, y rompió a reír de forma descontrolada.


Él se contagió y le ofreció un cucurucho enorme con tres bolas: chocolate, nata y frambruesa.


—No te decidías —se encogió de hombros—. Tuve que improvisar.


Paula lo cogió, probó los tres sabores de una sola vez y gimió.


—¡Está riquísimo!


—A ver... —se inclinó, la miró con malicia un segundo y mordió el helado llevándose... ¡casi la mitad!


Ella contempló atónita lo que quedaba del cucurucho.


—¡Que se cae! —gritó Pedro con la boca llena.


Paula entornó los ojos y chupó para estabilizar el helado. Se incorporó y emprendió la marcha. Se creía gracioso, ¿no? Pues él no sabía lo graciosa que podía ser ella...


—¿Te has enfadado? —le preguntó Pedro, interceptándola.


—¿Me estoy tocando la ropa?


Él levantó las cejas y negó con la cabeza. 


Frunció el ceño. Ella se terminó el cucurucho en silencio, observando las tiendas por las que transitaban.


Encontró la que quería. Se detuvo en la puerta de una pastelería.


—¿Tienes más hambre? —Pedro procuraba ocultar una risita, pero las comisuras de sus labios bailaban.


—Dado que la mitad de mi helado ha desaparecido en tu boca, doctor Pedro—pronunció adrede—, sí, tengo más hambre.


—Eres una niña egoísta —le abrió la puerta para que entrara primero—. ¿No te han enseñado a compartir?


—No te preocupes que lo que compraré aquí lo compartiré contigo — sonrió sin humor. Se acercó al escaparate—. Elige tú ahora.


—La mitad de tu helado me ha dejado lleno.


—Bien. Lo haré yo —se dirigió a la mujer que había detrás del mostrador —. Quiero esa tarta, por favor —señaló la tarta blanca en cuestión, a la derecha—. ¿Es de chocolate blanco?


—Claro, cariño —concedió la mujer, una anciana de rostro bondadoso y mofletes rosados—. Es de galleta, chocolate blanco y azúcar glass. Está
recién hecha —cogió la tarta y la acomodó en su caja correspondiente—. Aquí tienes. Espero que la disfrutéis.


—Solo lo hará ella —farfulló él como un niño enfurruñado, encargándose de la tarta.


Paula, ignorándolo, pagó a la mujer, que sonreía por el comentario intencionado, y salieron de nuevo a la calle.




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