martes, 10 de septiembre de 2019
CAPITULO 6 (PRIMERA HISTORIA)
En cuanto entró en el vestuario, se encerró en un baño y se quitó la peluca, con las lágrimas a punto de explotar. Inhaló aire y lo expulsó de forma sonora repetidas veces hasta que se hubo calmado, y salió del servicio. Guardó las cosas en la bolsa. Maria y Sofia le entregaron las batas y las narices de goma, y se marcharon. Manuel, en cambio, la escrutó a conciencia.
—¿Qué ha pasado?
—Nada —ella sonrió, aunque la alegría no alcanzó sus ojos.
Él la tomó de la barbilla.
—No me gusta insistir —gruñó Manuel.
Paula se apartó, agarró la bolsa y salió de la estancia, pero lo hizo tan rápido que no miró antes y se chocó con alguien. Sus pertenencias se esparcieron por el suelo.
—Puñetas... —masculló ella. Se arrodilló y recogió las batas, los globos que habían sobrado y su bolso.
La hierbabuena se filtró por sus fosas nasales y se incrementó su ansiedad.
El propietario de ese aroma se agachó y quiso ayudarla, pero Paula ya tenía bastante por ese día y lo último que deseaba era que Pedro se sintiera obligado a ser educado y servicial con ella.
—Gracias, doctor Alfonso, pero no hace falta —le arrebató las narices de goma que él tenía en las manos, se levantó y salió disparada sin mirarlo.
Escuchó que maldecía, pero lo ignoró. Era difícil que algo la perturbara o le hiciera llorar, pero las lágrimas ya se deslizaban por sus mejillas. Se detuvo en la habitación número diecinueve. Se limpió el rostro con la manga de la camiseta y respiró hondo.
—Hola, Ava —sonrió a la niña—. ¿Se puede? —le preguntó a la madre, que asintió, reconociéndola al instante.
—¡Tú eres la payasa! —exclamó Ava, apuntándola con el dedo índice.
Las dos adultas emitieron una suave carcajada. Paula dejó sus pertenencias a los pies de la cama y se sentó con cuidado en un lateral.
—Me gusta mucho tu pelo —le obsequió la niña, tirando de su trenza.
—A mí también el tuyo —le acarició los ricitos de la frente. —No te enfades con Pedro.
—No estoy enfadada con el doctor Alfonso —negó con la cabeza—. ¿Es un buen médico?, ¿te trata bien?
—¡Es el mejor!
Eso era lo que respondían todos los niños. Se alegraba al oírlo, reconoció para sus adentros. Nunca lo había visto ejercer, apenas coincidían porque él la evitaba.
—Antes, me he quedado con ganas de contarte un cuento —le comentó Paula, flexionando una pierna debajo del trasero mientras cogía una pequeña bolsa que contenía globos morados. Al ver las gomas de las coletas de Ava, dedujo que le encantaría ese color—. ¿Te gustaría que te lo contara ahora?
La niña asintió despacio.
—Yo me voy a por un café —avisó la madre.
Pau sonrió a la mujer y procedió:
—Érase una vez una niña que se llamaba...
—Ava —la interrumpió la propia Ava, sin dejar de sonreír.
—Muy bien —le devolvió el gesto—. Érase una vez una niña que se llamaba Ava y que tenía un precioso...
—¡Conejito negro con manchas blancas en la tripita!
Y así, entre las dos, se inventaron una historia, a la vez que ella iba inflando globos y formando los animalitos que salían en el cuento.
Diez minutos más tarde, la cama estaba llena de conejitos, tortugas, caballos y flores. Felices ambas, jugaron con ellos. Sin embargo, la niña comenzó a toser. Paula se dio cuenta, entonces, de que el camisón se había manchado de sangre y corrió a la recepción. La enfermera Moore mandó un aviso al doctor Alfonso e intentó estabilizar a Ava.
—¡Qué demonios es esto! —vociferó Pedro, al entrar en la estancia, pasmado por la locura de globos. La contempló con inmenso odio—. Espérame fuera.
Paula tragó y se abrazó a sí misma.
—No... Paula no... —la niña quiso disculparla, pero le sobrevino otro ataque.
Paula agarró sus pertenencias con torpeza y nerviosismo y salió, llorando.
—¡Eh! —Manuel la tomó por el brazo en el pasillo, frenándola en seco—. ¿Qué coño ha pasado? —se asustó al verla así.
—¡Nada! —se soltó bruscamente y huyó.
Y no se detuvo hasta que alcanzó su edificio, a un par de manzanas del hospital, en pleno barrio de Beacon Hill. Se derrumbó en las escaleras, empapada por la lluvia que asolaba Boston, una lluvia que no había sentido, tampoco el frío. Tiritaba, pero de rabia e indignación. Estaba harta del doctor Alfonso.
Una cosa era que la repeliese con sus escuetos y secos saludos, a veces gruñidos, y otra, bien distinta, era que la tratase mal, y delante de la gente, en especial, de una paciente, aunque la planta entera se había enterado del suceso.
Todos la habían visto correr, llorando.
No tenía que haber alterado a Ava, estaba recién operada, pero solo pretendía hacerla reír en un lugar cargado de enfermedades, tristeza y pesimismo.Paula sabía lo que era eso, por ello, había decidido, desde la adolescencia, dedicarse por completo a sonreír a niños que necesitasen un poco de color en sus vidas.
CAPITULO 5 (PRIMERA HISTORIA)
En ese momento, el jefe de Pediatría la vio, se giró y se esfumó por el pasillo en dirección a su despacho. Ella ignoró la punzada de dolor que sintió ante tal gesto. Era obvio lo mucho que la despreciaba. Paula apretó un segundo la bolsa que llevaba en la mano. ¿De verdad será gay?, se preguntó.
Sus profundos ojos castaños, de un marrón que se asemejaba a la madera envejecida, rozando el gris, desprendían un calor tan maldito que atravesaba sus gafas de diseño y quemaba la piel de Pau sin ni siquiera rozarla.
—He acabado mi turno por hoy —le dijo Manuel, abrazándola por los hombros—, ¿puedo ayudarte? —alzó las cejas de manera insinuante.
Ella se echó a reír y asintió.
—Siempre traigo más narices por si cierto médico decide sorprendernos a todos y sonreír —contestó Paula, guiñándoles un ojo a los dos mosqueteros.
Los hermanos Alfonso soltaron una fuerte carcajada.
El busca de Bruno sonó.
—Tengo que irme, chicos —se disculpó Bruno. Besó la mejilla de ella y palmeó la espalda de Manuel—. Deberías aceptar cenar con nosotros alguna noche, Pau —añadió, de camino a los ascensores—. Prometemos encerrar a Pedro mientras estés en casa.
Ella sonrió.
—Si de verdad lo prometéis, por mí, encantada.
—Vamos, peque —Manuel la condujo hacia el vestuario de las enfermeras.
Maria y Sofia, las ayudantes de Paula, los siguieron. Eran gemelas, de veinticuatro años: altas, estilizadas, cabellos negros y alisados hasta las axilas, ojos verdes, siempre maquilladas y con tacones. Eran idénticas y vestían siempre iguales, solo se diferenciaban por los gestos.
Cuando Paula las vio por primera vez, pensó que aquellas gemelas se habían equivocado. ¿Qué pintaban dos modelos —porque, además, eran modelos de revista—, perdiendo el tiempo en disfrazarse de payasos? Pero se percató, enseguida, de que las apariencias engañaban y las había juzgado sin motivo y sin conocerlas.
Maria y Sofia eran las hijas de un importante empresario de telecomunicaciones y se movían en los altos círculos millonarios, pero no eran superficiales, sino entrañables y se dedicaban a causas de beneficencia.
Los cuatro se colocaron batas blancas con cuadros rojos, verdes, azules y amarillos, simulando el parchís; eran varias tallas mayores que sus cuerpos, menos para Manuel, a quien la suya le quedaba graciosamente estrecha. Se pusieron la nariz roja de goma y cogieron globos.
—¡Vamos! —exclamó Paula, brincando, deseosa de empezar.
Y comenzaron la tarde divertida de la semana.
Paula, además, completó su disfraz con una peluca rosa chillón, rizada y corta. Entraron cada uno en una habitación y fueron entreteniendo a los niños. A ella, le encantaba inventarse cuentos mientras acompañaba las historias creando formas o animales con los globos.
Cuatro horas después, se metió en el último cuarto, el diecinueve.
—¡Hola! —saludó, tocando una trompeta—. ¿Quién es esta niña tan bonita que hay aquí? —se quedó sorprendida porque, en verdad, era preciosa.
—Soy Ava —sonrió con dulzura, a pesar de su palidez y su malestar.
—Yo soy Paula, pero todos me llaman Pa...
—Paula —la cortó Pedro. La aludida se giró de golpe—. Ava está recién operada, no es bueno tanto jaleo para ella —le informó él, encaminándose hacia la cama, con los ojos fijos en la niña—. Ava necesita descansar.
Paula parpadeó, confusa, ante el tono rudo de su voz. El doctor Alfonso era serio en general, y muy seco con ella, pero jamás la había echado.
—Parece que es usted quien necesita descansar, doctor Alfonso —le rebatió mientras hacía una flor con un globo rojo, que le entregó a la niña—. Para ti, cariño.
—¡Gracias!
Ava estiró un brazo para coger la flor, pero Pedro se le adelantó. Se incorporó y la observó, entornando los ojos. Paula se irguió, sin perder la sonrisa, sabía que eso lo enervaba más. Su abuela, con quien vivía, siempre le decía que, cuando se topase con gente tan estirada, sonriera.
—Seré más claro —dijo él, antes de respirar hondo, conteniéndose—. Por favor —y señaló la puerta con la cabeza.
Tanto la niña como su madre entreabrieron las bocas, atónitas.
El corazón de Paula recibió un latigazo. Se obligó a no desfallecer, aunque se le formó un grueso nudo en la garganta. Se inclinó en una cómica reverencia, le sacó la lengua, para diversión de Ava, y obedeció.
CAPITULO 4 (PRIMERA HISTORIA)
El estómago de Paula sufrió una sacudida cuando el ascensor abrió las puertas en la tercera planta del hospital. El aroma característico del doctor Alfonso, hierbabuena, causaba trastornos en ella. ¡Adoraba la hierbabuena! ¿Por qué tenía que oler tan bien?
Y ahí estaban los tres mosqueteros, a escasos metros de distancia. ¡Y qué mosqueteros!
Morenos, de ojos castaños, iban siempre impecables, trajeados y con camisa blanca, pero cada uno en su estilo y color: Bruno, de negro y con corbata; Manuel, de azul oscuro y sin corbata; Pedro, de gris, con chaleco y corbata.
Caminó hacia ellos. A pesar de que los tres eran igual de altos —le sacaban más de una cabeza—, Pedro le imponía con su mera presencia. Era el hombre más guapo que había visto en su vida; bueno, Pau y cualquier mujer con dos dedos de frente.
Los tres mosqueteros eran siempre la comidilla en el hospital, y no solo por su indiscutible atractivo, sino, también, porque eran miembros de una de las familias más adineradas y queridas en la alta sociedad de Boston. Y ninguno tenía pareja estable, lo que significaba que, además, se los consideraba tres de los solteros más codiciados.
Bruno y Manuel resultaban muy agradables a la vista, cada uno en su estilo.
El menor de los hermanos Alfonso llevaba los cabellos en constante desorden, poblándole la frente, la mitad de las orejas y la nuca, otorgándole una imagen de delicioso desaliño que contrastaba con su increíble profesionalidad. Y daban ganas de abrazarlo todo el tiempo, era el hombre más encantador del universo. Siempre disponía de unos minutos para atender a cualquiera, ya fuera enfermo o no, y siempre sonreía, aunque estuviera en el centro de un alboroto. Era una relajación eterna estar a su lado.
El mediano, en cambio, tenía el pelo muy corto, casi rapado. Algunos bromeaban diciendo que Manuel no se dejaba crecer los cabellos por si estorbaban a su brillante inteligencia. Aunque era superdotado, algo que sabía la ciudad al completo, gracias a la prensa, no era arrogante, ni creído, jamás hablaba sobre su notorio cerebro; todo lo contrario, era modesto, además de educado, paciente y divertido. Y un mujeriego empedernido. Sus sutiles, y no tan sutiles, encantos no afectaban a Paula lo más mínimo, sino que le hacían gracia. Quizá por eso, Manuel no quiso perderla y empezaron a ser amigos, los
mejores amigos, en realidad.
Denominarlos guapos era quedarse corto, pero su cuerpo solo recibía un violento estremecimiento cuando se cruzaba con el mayor. Para ella, el jefe de Pediatría era irresistible. No podía evitar sonrojarse al coincidir con él. Su porte recto, formal y demasiado serio, como si nunca hubiera hecho nada malo, atraía a todas las mujeres; pero, además, era un gran jefe, si alguna vez alguien se equivocaba, el doctor Alfonso se hacía cargo al instante del error, no culpaba a nadie y resolvía el estropicio en silencio y sin darle importancia. Se notaba que, de los tres, era el protector, con todos, el Pa.
Pedro, a veces, se dejaba una fascinante barba de varios días, en especial si había tenido alguna guardia, y se peinaba los cabellos con raya lateral, pero las ondas de su pelo se revelaban, aportándole un matiz travieso que potenciaba su atractivo, e incitando a Paula a querer tocar esos mechones que tanto la cautivaban.
El doctor Alfonso era catorce años mayor que ella, una diferencia bastante sustancial para tenerla en cuenta, pero a Pau eso le gustaba aún más. Pedro, un hombre experimentado en todos los ámbitos... Lo que daría por convertirse en su aprendiz...
Nadie lo había visto nunca con ninguna mujer, ni en actitud cercana, ni siquiera los periodistas; de hecho, la prensa sensacionalista, de vez en cuando, especulaba sobre su posible homosexualidad.
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