martes, 10 de septiembre de 2019
CAPITULO 4 (PRIMERA HISTORIA)
El estómago de Paula sufrió una sacudida cuando el ascensor abrió las puertas en la tercera planta del hospital. El aroma característico del doctor Alfonso, hierbabuena, causaba trastornos en ella. ¡Adoraba la hierbabuena! ¿Por qué tenía que oler tan bien?
Y ahí estaban los tres mosqueteros, a escasos metros de distancia. ¡Y qué mosqueteros!
Morenos, de ojos castaños, iban siempre impecables, trajeados y con camisa blanca, pero cada uno en su estilo y color: Bruno, de negro y con corbata; Manuel, de azul oscuro y sin corbata; Pedro, de gris, con chaleco y corbata.
Caminó hacia ellos. A pesar de que los tres eran igual de altos —le sacaban más de una cabeza—, Pedro le imponía con su mera presencia. Era el hombre más guapo que había visto en su vida; bueno, Pau y cualquier mujer con dos dedos de frente.
Los tres mosqueteros eran siempre la comidilla en el hospital, y no solo por su indiscutible atractivo, sino, también, porque eran miembros de una de las familias más adineradas y queridas en la alta sociedad de Boston. Y ninguno tenía pareja estable, lo que significaba que, además, se los consideraba tres de los solteros más codiciados.
Bruno y Manuel resultaban muy agradables a la vista, cada uno en su estilo.
El menor de los hermanos Alfonso llevaba los cabellos en constante desorden, poblándole la frente, la mitad de las orejas y la nuca, otorgándole una imagen de delicioso desaliño que contrastaba con su increíble profesionalidad. Y daban ganas de abrazarlo todo el tiempo, era el hombre más encantador del universo. Siempre disponía de unos minutos para atender a cualquiera, ya fuera enfermo o no, y siempre sonreía, aunque estuviera en el centro de un alboroto. Era una relajación eterna estar a su lado.
El mediano, en cambio, tenía el pelo muy corto, casi rapado. Algunos bromeaban diciendo que Manuel no se dejaba crecer los cabellos por si estorbaban a su brillante inteligencia. Aunque era superdotado, algo que sabía la ciudad al completo, gracias a la prensa, no era arrogante, ni creído, jamás hablaba sobre su notorio cerebro; todo lo contrario, era modesto, además de educado, paciente y divertido. Y un mujeriego empedernido. Sus sutiles, y no tan sutiles, encantos no afectaban a Paula lo más mínimo, sino que le hacían gracia. Quizá por eso, Manuel no quiso perderla y empezaron a ser amigos, los
mejores amigos, en realidad.
Denominarlos guapos era quedarse corto, pero su cuerpo solo recibía un violento estremecimiento cuando se cruzaba con el mayor. Para ella, el jefe de Pediatría era irresistible. No podía evitar sonrojarse al coincidir con él. Su porte recto, formal y demasiado serio, como si nunca hubiera hecho nada malo, atraía a todas las mujeres; pero, además, era un gran jefe, si alguna vez alguien se equivocaba, el doctor Alfonso se hacía cargo al instante del error, no culpaba a nadie y resolvía el estropicio en silencio y sin darle importancia. Se notaba que, de los tres, era el protector, con todos, el Pa.
Pedro, a veces, se dejaba una fascinante barba de varios días, en especial si había tenido alguna guardia, y se peinaba los cabellos con raya lateral, pero las ondas de su pelo se revelaban, aportándole un matiz travieso que potenciaba su atractivo, e incitando a Paula a querer tocar esos mechones que tanto la cautivaban.
El doctor Alfonso era catorce años mayor que ella, una diferencia bastante sustancial para tenerla en cuenta, pero a Pau eso le gustaba aún más. Pedro, un hombre experimentado en todos los ámbitos... Lo que daría por convertirse en su aprendiz...
Nadie lo había visto nunca con ninguna mujer, ni en actitud cercana, ni siquiera los periodistas; de hecho, la prensa sensacionalista, de vez en cuando, especulaba sobre su posible homosexualidad.
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