lunes, 9 de septiembre de 2019
CAPITULO 3 (PRIMERA HISTORIA)
Pedro observó sus pies enfundados en unas zapatillas Converse azul turquesa, a juego con su camiseta, un color que se asemejaba al de sus ojos almendrados, coronados por unas pestañas infinitamente largas y rizadas en
las terminaciones, unos ojos en perenne estado de alegría. Tampoco se pintaba, aunque sus altos pómulos estaban siempre sonrojados, y sus labios, el inferior más carnoso, parecían un pomelo rosado.
Por supuesto, él odiaba los pomelos. Bueno, antes, no. Era su fruta favorita, hasta que conoció a esa niña.
—Vámonos —le exigió a su hermano, tirando de su brazo.
La rodearon. Arrugó la frente. Ese aroma... Paula olía a flores frescas, le recordaban a un jardín en primavera, y Pedro detestaba cualquier vestigio de calor; la primavera era el paso previo al verano y ella irradiaba luz por todas partes, sobre todo su sonrisa, demasiado deslumbrante, ¡por Dios, lo cegaba!
—Luego nos vemos, Pau —se despidió Bruno, subiendo las escaleras.
Pedro procuraba huir de ella, pero el jueves era el día de los payasos en la planta de Pediatría, así que, durante cuatro horas semanales, debía soportar su presencia.
Paula lideraba un grupo de doce chicas, más o menos de su edad, que se disfrazaban para entretener a los pacientes, aunque ella y otras dos se encargaban de los más pequeños. Y, además de revolucionar a los niños y al personal del hospital, lo desestabilizaba a él, que adoraba el orden, la tranquilidad y el silencio. Todos, menos Pedro, reían por sus ocurrencias, incluso los familiares de los niños ingresados, que la adoraban.
—No entiendo por qué eres tan borde —le comentó Bruno—, Paula es un amor.
— No soy borde, soy educado —zanjó la cuestión.
Su hermano lo acompañó al tercer piso. La enfermera Moore le entregó el parte de Ava en la recepción, junto a los ascensores.
—¡Hola, Bruno! —lo saludó Rocio, muy contenta de verlo.
—Hola, preciosa —le tanteó Bruno, en tono seductor.
Moore se echó a reír, negando con la cabeza, y se fue.
—Me encanta esa mujer —le confesó Bruno a Pedro, introduciendo las manos en los bolsillos de su bata.
—Es la única inmune a tus encantos —afirmó Pedro, hojeando el historial de su paciente favorita.
—Sí, pero no solo por eso me encanta —asintió—, sino, también, porque es la única que pone en su lugar a Manuel. Harían una pareja formidable — murmuró, pensativo.
—No empieces —le regañó él. Cerró la carpeta y lo miró—. ¿Te recuerdo lo que pasó la última vez que hiciste de celestina para Manuel? —arqueó las cejas y se cruzó de brazos.
—Ya —suspiró—. Mejor, no más —hizo un ademán—. ¿Te ayudo en algo?
—¿Y el traslado?
—Me avisarán —se tocó el busca que llevaba en el cinturón de piel, negro, como los pantalones del traje y la corbata.
—Pues vamos —enfiló el pasillo hacia la habitación número diecinueve.
—¡Pedro, Bruno! —Ava sonrió, a pesar de la palidez de su tez.
Era una niña preciosa y muy cariñosa. Le habían recogido los cabellos morenos y rizados en dos coletas altas con gomas moradas.
Los hermanos Alfonso saludaron a la madre y se sentaron en la cama, uno a cada lado de Ava. Pedro le retiró la sábana hasta las caderas y le levantó el camisón blanco del hospital. Inspeccionó la herida de la operación. Procedió a auscultarle el pecho y comprobó sus pulsaciones y sus pupilas.
—¿Te duele mucho? —le preguntó con suavidad, acariciándole la mejilla.
La niña asintió, despacio. Pedro se levantó y aumentó el sedante por vena.
Llamó a la enfermera Moore; solo llevaba trabajando con él unos meses, pero era en la que más confiaba. Rocio acudió a la llamada en unos segundos y se hizo cargo, adivinando lo que quería el doctor.
—Vendré dentro de un rato, ¿de acuerdo? —le indicó Pedro a Ava, inclinándose para pellizcarle la nariz—. Cualquier cosa —añadió a la madre de la niña—, avísenme a mí o a la enfermera Moore.
Pedro besó la frente de Ava, antes de que esta recostara la cabeza y cerrara los ojos.
Manuel apareció ante ellos en el pasillo, derritiendo a todas las féminas a su paso, menos, evidentemente, a Rocio. La enfermera alzó el mentón y le dirigió la peor de todas las miradas, a lo que él respondió del mismo modo. Pedro y Bruno se carcajearon.
—No le veo la gracia —gruñó Manuel, estirándose la chaqueta azul del traje —. Esa tiene un supositorio metido en el culo —añadió, contemplando a Moore con un enojo no disimulado.
—Que sea la única mujer que no haya mordido tu anzuelo no la convierte en mala —señaló su hermano pequeño, sin perder la alegría.
—Lo que necesita es un hombre que le borre esa expresión de hastío — contestó el mediano, cruzándose de brazos—, un hombre de verdad, no el capullo de Rogers.
Rocio estaba charlando, en ese instante, con el doctor Rogers, un pediatra joven y atractivo con el que salía de vez en cuando, y que estaba encandilado de la enfermera.
—¿Y tú cómo sabes que sale con él? —inquirió Pedro, sonriendo—. Creía que no te interesaba.
—Y no me interesa —contestó, ruborizado por la vergüenza. Dejó de contemplar a Rocio—. Es rubia y gorda.
—¡No está gorda! —exclamaron Pedro y Bruno al unísono.
—Ya lo sé —reconoció el mediano, irguiéndose—, y no pasaría nada si tuviera unos kilos de más, prefiero a las mujeres con curvas que a los sacos de huesos —hizo una mueca—, solo lo he dicho porque... —se sonrojó más—. Da igual, el caso es que es rubia.
En ese momento, una inconfundible voz femenina los interrumpió y rompió la serenidad del lugar.
—Comienza el espectáculo —anunció Manuel, frotándose las manos, observando al mayor de los Alfonso con regocijo.
Pedro se mordió la lengua. La alegría se esfumó de su cuerpo para ceder paso a la irritación.
—Ya nos vemos luego —les dijo, en cuanto sus ojos se encontraron con los de Paula unos interminables segundos.
¡Aborrecía los jueves!
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