lunes, 9 de septiembre de 2019
CAPITULO 2 (PRIMERA HISTORIA)
De veintiséis años, Rocio Moore era muy guapa, rubia natural, ojos marrón claro y muy expresivos, bajita y repleta de curvas proporcionadas. Era una de las pocas mujeres en el hospital que se libraba de las garras de Manuel Alfonso. Y Pedro sabía la razón: Manuel era tan cavernícola que pensaba que las rubias no tenían cerebro, que el cliché existía por algo, pero Rocio no era ninguna estúpida y, además, lo aborrecía. Se trataba de la única persona en el General que no soportaba al jefe de Oncología, y no escondía su desagrado.
El sentimiento era mutuo: su hermano, experto en controlar cualquier tipo de emoción negativa, no ocultaba su irritación hacia Moore.
—Buenos días, Rocio —se acomodó en la silla y leyó el historial del primer paciente, ya preparado en la mesa.
—¿Le hago pasar? —sugirió la enfermera, con su característica formalidad y las manos a la espalda.
—Sí —asintió él—, comencemos el día.
Durante las cuatro horas siguientes, recibió a quince niños; la mayoría, con fiebre, anginas, resfriados o alguna torcedura de pie o muñeca, nada grave ni fuera de lo normal.
Terminó la consulta y se despidió de Rocio. Se encaminó hacia la cafetería, en la primera planta, donde encontró a Bruno removiendo su café, perdido en sus pensamientos. Pedro pidió un chocolate caliente en la barra y se sentó a su lado.
—¿Cómo se llama? —quiso saber Pedro.
Su hermano pequeño era un caso aparte... Bruno tenía treinta y dos años y se enamoraba de todas las mujeres con las que salía, sin excepción. Las agasajaba con regalos, piropos, mensajes cariñosos, cenas a la luz de las velas... hasta que aparecía otra, algo que solía suceder dos o tres semanas después de iniciar su intensa, pero breve, relación; rompía con la mujer en cuestión e iniciaba su nuevo cortejo.
Pedro y Manuel no entendían por qué ninguna lo odiaba por abandonarlas por otra, pero Bruno era especial, tanto en el ámbito personal como en el profesional.
—No hay ninguna —respondió Bruno, serio.
—Entonces, ¿tu cara se debe a...? —dio un sorbo al chocolate, sosteniendo la taza entre las dos manos.
—Hoy me llega un traslado —le explicó en voz baja, con sus ojos claros perdidos en el café—. Tiene veintitrés años. Está en coma. Sufrió un accidente de tráfico hace unos meses. Se recuperó muy rápido, pero, al poco tiempo de recibir el alta, se desmayó en la calle. Resulta que tenía un coágulo en el cerebro —arrugó la frente—, pero ese coágulo no lo vieron cuando estuvo ingresada por el accidente. ¿Qué clase de pruebas le hicieron? —escupió con desagrado.
No era la primera vez que le llegaban pacientes desde otros hospitales, incluso desde otras ciudades. Bruno era uno de los neurocirujanos más jóvenes y prestigiosos de Massachussets, además de ser el jefe de Neurocirugía del hospital donde trabajaban, el mejor de Estados Unidos.
—¿La han operado? —se interesó Pedro.
—No se atreven —farfulló Bruno, antes de apurar el café—. Y ya veremos cómo viene... —se incorporó.
En ese momento, escucharon risas seguidas de una inconfundible voz femenina, una voz que Pedro reconoció al instante, una voz que provocó su segundo enfado del día.
—Maldita sea... —intentó controlar la respiración, que acababa de agitarse de manera desagradable—. Ya se me jodió el chocolate —se levantó y tiró la taza de plástico a la papelera.
Su hermano pequeño sonrió, adivinando lo que sucedía. Ambos salieron de la cafetería en dirección a las escaleras.
—¡Doctor Alfonso! —lo saludó la culpable del alboroto.
Por Dios... Aquella niña era demasiado alegre, demasiado colorida, demasiado llamativa, demasiado intensa... ¡demasiado irritante!
—Paula —correspondió él, entre dientes, apenas vocalizó.
Bruno carraspeó para ocultar una risita.
—Hola, Pau —le dijo Bruno, inclinándose para darle un beso en la mejilla.
Paulaa... En efecto, parecía una niña. Aunque tenía veintidós años, vestía como si se hubiera anclado en la adolescencia, pero no en una cualquiera, sino en una horrible y perdida en el arcoíris. Siempre usaba faldas o vestidos hasta las rodillas, con colores estridentes: rosa chicle, rojo intenso, verde manzana, amarillo chillón... Y acompañados por medias o leotardos en tonos que contrastaban con la ropa: falda verde con medias rojas, vestido rosa con leotardos azul eléctrico...
Además, su cintura y sus caderas quedaban escondidas en la anchura de las prendas, pues eran acampanadas o poseían más tablas de las requeridas para su talla. Sospechaba que su figura era más menuda de lo que mostraba. Y Pedro sabía eso por cómo se ajustaban sus camisetas, algo amplias y con mensajes positivos sobre la vida —que lo enervaban— cuando algún niño tiraba de ellas para llamarla o para jugar y bailar. Dejaban intuir una excesiva talla de sujetador.
Sus cabellos pelirrojos eran otro apartado... Se los peinaba siempre en una trenza de raíz. Dedujo, la primera vez que la vio, siete meses atrás, que eran rizados y abundantes, a juzgar por el grosor de la trenza y por los mechones cortos, llenos de ondas pequeñas, que enmarcaban su rostro ovalado. La trenza le alcanzaba la cintura por delante, colgaba sobre su hombro izquierdo y se balanceaba sin cesar de un seno a otro, porque la dichosa niña parecía estar siempre bailando, ¡no se estaba quieta ni siquiera cuando se detenía para hablar con alguien! Tarareaba, porque su voz era melodiosa, y, encima, daba brincos, en lugar de caminar como hacía la gente normal; pero la palabra normal no la definía en absoluto.
—Buenas tardes, doctor Bruno —correspondió ella, guiñándole un ojo al aludido, que sonrió y le devolvió el gesto.
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