lunes, 9 de septiembre de 2019
CAPITULO 1 (PRIMERA HISTORIA)
Cinco de la madrugada. Pedro bebía su chocolate caliente y espeso, de pie, frente a la ventana de su habitación, ajeno por completo a los ruidos de la calle, al ajetreo nocturno, a los pasos de su hermano acercándose... No se cansaba de admirar las espectaculares vistas de su apartamento, en especial desde su cuarto: el Boston Common, el parque más antiguo de la ciudad, situado en Beacon Hill, uno de los mejores barrios del corazón de Boston, a diez minutos andando del hospital.
—¿Nos vamos? —le preguntó Bruno, que entró sin llamar, como de costumbre.
Pedro apuró su delicioso desayuno, se giró y asintió. Apoyó la taza en la mesita de noche, a la derecha. Caminó hacia el armario abierto que ocupaba toda la pared de la izquierda, frente a su maravillosa y gigantesca cama, y descolgó la chaqueta de una percha. Cerró el mueble y se colocó la prenda, observando su reflejo en los tres espejos que hacían de puertas. Se ajustó la corbata por dentro del chaleco y se abotonó la americana. Miró a Bruno, que le sonreía con orgullo. Pedro meneó la cabeza, se guardó la cartera y el móvil en los bolsillos del pantalón y se ajustó el abrigo que cogió del perchero que había junto a la puerta.
Adoraba su casa. Los tres se habían enamorado del impresionante ático nada más verlo. Era tan grande que parecían tres pisos individuales en uno, excepto por las tres estancias comunitarias: la cocina —a la izquierda de la puerta principal—, el salón —que ocupaba el centro de la vivienda— y la terraza —al fondo, techada y cubierta para resguardarse del frío y de las lluvias—. Caminaron hacia el Hospital General de Massachussets, alejándose del Boston Common. Se arrebujaron bien en la bufanda. Estaban a principios de noviembre, quedaban menos de dos horas para que amaneciera, el frío era cortante y unos suaves y helados copos, que no cuajarían, humedecían el rostro de Pedro. Lo agradeció. Amaba el invierno. Odiaba el sol, el calor, la playa y cualquier cosa que le recordase a ello.
Atravesaron el parking del hospital, donde se hallaba aparcada la nueva adquisición de Manuel, su hermano mediano, un Aston Martin Vanquish gris marengo metalizado, una auténtica preciosidad. Aunque el trayecto fuese corto, a Manuel le disgustaba caminar, incluso para acercarse al supermercado; se movía siempre en sus numerosos deportivos. Los cambiaba tanto como de novia. Bueno, en realidad no tenía novias, sino amigas, muchas amigas, infinitas amigas.
Entraron por una puerta lateral, restringida para cualquiera que no fuera personal del complejo, y subieron las escaleras. En la tercera planta, se despidieron.
—Cuídate, Bruno —le dijo Pedro, revolviéndole los cabellos como si aún fuera un chiquillo.
—Tú, también, Pa —sonrió, sin molestarse en peinarse.
Sus hermanos lo llamaban Pa como abreviatura de papá, por lo protector que era.
Pedro se encaminó por el recto pasillo hacia la habitación número diecinueve. Se asomó con discreción para comprobar que el dulce angelito, al que había operado el día anterior de apendicitis, estuviera durmiendo a gusto.
Se trataba de una niña de seis años que parloteaba sin parar, Ava, su paciente favorita, a la que conocía desde que había nacido.
Atravesó el corredor, giró a la izquierda y continuó hasta el final. La última puerta era su despacho. Abrió, prendió la luz y...
—¡Te he dicho miles de veces que te busques otro lugar, joder, Manuel! — protestó él, al descubrir a Manuel abrochándose la camisa frente a una enfermera llamada Savannah, cuyo aspecto desaliñado resultaba tan evidente que Pedro no tardó ni un segundo en desviar la mirada.
Se quitó el abrigo y la chaqueta y los colgó de una percha en una de las tres taquillas, a la izquierda. Se puso la bata blanca y se sentó en su magnífica silla de piel. Encendió el ordenador.
Su hermano le dio un cachete en el trasero a la jovencita, que dio un brinco, ronroneando como una gata, y se marchó. Manuel se acomodó en una esquina del inmenso escritorio y ladeó la cabeza.
—Podrías escogerlas, al menos, de tu edad. Savannah es una niña, Manuel — comentó Pedro, sin expresión en el rostro—. Tienes treinta y cuatro años, ¿cuándo narices vas a madurar?
—Estás más serio de lo normal —musitó su hermano, observándolo con los ojos entornados.
Manuel era superdotado —poseía una brillante inteligencia— y altamente sensible: sabía captar hasta el más mínimo detalle del estado de ánimo de las personas que le rodeaban, las conociera o no.
—Me he despertado de fantástico buen humor —le contestó Pedro, de malas pulgas, a la vez que introducía la clave en la pantalla—, pero he entrado en mi despacho y he encontrado a mi hermano con una niña. Olvídame, ¿quieres?
Su hermano se incorporó y soltó una carcajada.
—¡Es verdad! —exclamó Manuel, con expresión de júbilo—. Hoy es el día de los payasos. Creo que no me lo perderé.
—Nunca te los pierdes —frunció el ceño—, pero, hoy, lamentándolo mucho, tu turno acaba en menos de una hora. Lárgate, Manuel. Algunos tenemos que trabajar —lo miró, apretando la mandíbula.
Su hermano obedeció, dedicándole una sonrisa muy traviesa.
Pedro se concentró en el trabajo. Redactó unos informes durante un rato y, después, acudió a pasar consulta.
—Buenos días, doctor Alfonso —lo saludó la enfermera Moore.
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