domingo, 2 de febrero de 2020
CAPITULO 133 (TERCERA HISTORIA)
Rodearon la mansión hacia la parte trasera, pasando por la puerta principal. Julia los saludó desde la ventana de uno de los salones:
—¡Corre, Paula, corre! —la animó la cocinera, dando palmas.
Los empleados con los que se cruzaban los observaban entre boquiabiertos y divertidos.
Atravesaron la casita y salieron al porche, bajo la pasmosa atención de su familia. Y, en cuanto Paula pisó el césped, donde estaban sus hermanos tumbados en las hamacas, Pedro la atrapó. Pataleó, pero Pedro no se detuvo ni aminoró, sino que se impulsó en el bordillo y saltó al agua con ella en sus brazos.
Emergieron, tosiendo entre carcajadas, sofocados por el ejercicio. Paula, deslumbrante, se arrojó a su cuello y lo besó. Él le sujetó las caderas y la lanzó por los aires, para mayor disfrute de los dos. Buceó hacia donde había caído y tiró de sus pies para besarla dentro del agua.
Pedro se aproximó al bordillo, donde hacía pie sin problemas. La subió y la sentó. Él permaneció dentro mientras le quitaba las Converse amarillas y ella se escurría el vestido y el pelo, que soltó de la cinta. Besó sus tobillos y se acomodó a su lado. Se sacó la empapada camiseta por la cabeza y se deshizo de las zapatillas. Se recostaron al sol, cogidos de la mano.
—¿Pedro? —pronunciaron dos voces femeninas.
Pedro se colocó la mano a modo de visera y alzó los párpados. Eran Rocio y Zaira. Cerró los ojos otra vez, ignorándolas.
—Perdónanos, por favor... —le pidió la rubia, al borde de las lágrimas.
Él se incorporó como un resorte.
—Ni se os ocurra llorar —sentenció, retrocediendo por el césped, alarmado.
Sus cuñadas, con una expresión de pura tristeza, avanzaron en su dirección.
Mauro y Manuel se rieron de forma sonora. Paula se unió al alboroto.
—¡Por favor! —le rogaron las dos—. ¡Lo sentimos mucho!
—No. Os pasasteis de la raya. Estoy muy cabreado. Dejadme en paz.
—¡Por favor! —pronunciaron sus hermanos y su novia, a coro, burlándose.
Pedro entornó la mirada y frenó, sin fijarse en el lugar donde se hallaba.
—Está bien... —masculló Pedro—. Os perdono, pero que sea la última vez.
—¡Sí! —exclamaron Rocio y Zaira al unísono, radiantes.
Sus cuñadas lo abrazaron sin previo aviso con demasiado ímpetu, tanto que él perdió el equilibrio y cayó hacia atrás, a la piscina. Las dos chillaron. Y Pedro...
—¡Joder!
Pero el enfado se desvaneció en cuanto Manuel, Mauro y Paula se tiraron al agua. Los tres mosqueteros comenzaron a hacerse aguadillas los unos a los otros.
No puedo ser más feliz...
CAPITULO 132 (TERCERA HISTORIA)
El corazón de Pedro explotó. Estiró los brazos y la atrajo hacia su cuerpo.
La apretó con fuerza. Ella suspiró, rodeándolo por la cintura. Él no pudo responder, le picaban la garganta y los ojos una barbaridad.
—Te voy a cuidar siempre, Pau.
Ternura. Solo ternura. La adoraba...
Un pensamiento cruzó su mente como un relámpago. ¡Quería casarse con ella y formar una familia! Un momento... La sostuvo por los hombros.
—Pau, quiero decirte algo.
Paula se asustó al verlo tan serio.
—¿Qué pasa?
—Ayer fue la primera vez que no usé un preservativo con una mujer. Siento decirte esto, pero quiero que lo sepas, porque eres especial para mí, siempre lo has sido, y anoche, lo que hicimos, fue lo más especial que he sentido en mi vida... Y hoy, en la ducha, también... Pau, yo nunca... Yo... nunca he deseado nada que lo que deseo contigo... —se restregó la cara con las manos.
Ella se las retiró, sonriendo con infinito amor.
—¿Qué deseas conmigo, doctor Pedro?
—Lo quiero todo —respondió con rudeza, rechinando los dientes—. Quiero que vivas conmigo, quiero hacerte el amor todo el maldito día, quiero regalarte una casita pequeña con jardín y muchas flores y quiero llenar esa casita de niñas que se parezcan a ti, que sean tan bonitas como tú... —se aproximó a Paula, obligándola a levantar la mirada—. Es la primera vez que me acuesto con una mujer sin ponerme un preservativo y te aseguro que jamás he sentido nada igual...
—Yo también quiero todo eso... contigo... Solo contigo...
Se besaron, muy despacio, temblando.
—Pedro... —le rodeó la nuca con las manos, enredando los dedos en su pelo, se puso de puntillas, se pegó a su cuerpo y lo besó, más atrevida—. Podíamos ir cumpliendo tus deseos...
—¿Ahora? —le clavó los dedos en la cintura, respirando ya con dificultad.
—Ahora mismo... —añadió ella, antes de besarle con frenesí.
—Vamos a la cama. Ya —gruñó él, tan excitado que ni siquiera reconoció su propia voz. La agarró del brazo y la condujo a la puerta del invernadero.
—No —lo obligó a parar antes de salir.
—¿No?
—Aquí. Ahora —volvió a ponerse de puntillas y succionó su labio inferior —. Por favor...
Pedro inhaló aire y lo expulsó de forma sonora y discontinua. ¿Quién se negaba a algo así? Él, desde luego, no...
La levantó unos centímetros del suelo y atrapó su boca, introduciéndole la lengua de inmediato y sintiendo una poderosa sacudida en su erección. Caminó hasta la pared pegada a la puerta, la bajó, detuvo el beso y la giró con rapidez.
Cogió sus manos, instándola a que se inclinara hacia la madera, donde se las apoyó. Desde esa posición, Pedro podía vigilar si venía alguien o no. Había jardineros por todas partes y, aunque la iluminación en la cabaña era escasa y la puerta trasera estaba cerrada, no se fiaba de tumbarse por si los pillaban.
—No muevas las manos —le ordenó, ronco.
—No... —pronunció Paula en un hilo de voz.
Pedro le separó las piernas con una de las suyas y le subió el vestido hasta la cintura. Se lo enroscó en el frunce que poseía la seda.
—¿Recuerdas que te dije que había muchas formas de hacer el amor y que te las enseñaría todas? —acarició su trasero por encima de las diminutas y fascinantes braguitas del biquini, bordeándolas con las yemas de los dedos, poniéndoles el vello de punta a ambos.
—Sí... —imploró ella, arqueándose, inconsciente de lo que provocaba su inocente entrega.
Él se excitó más allá del infinito al verla tan trastornada como el propio Pedro.
—¿Preparada para... la siguiente, Pau?
Se liberó del bañador. A continuación, sin perder tiempo, dirigió las manos por sus nalgas hacia su intimidad. Paula gimió. Pedro le retiró el algodón hacia un lado, posó una mano en su vientre, por dentro de las braguitas, muy abajo, para sujetarla y para tocarla... Ella dio un brinco, que él aprovechó para, al fin, penetrarla de una sola embestida profunda y fulminante.
—Pau... estás tan...
—¿Rica?
—¡Sí, joder! —bramó como un demente.
Avanzó más suave, pero decidido. Ella emitió un dulce gemido. Y Pedro, aullando como un animal herido, se dilapidó en el placer...
—Rica... Muy rica... Joder... ¡Riquísima!
Por favor, que no venga nadie porque ya no puedo parar...
Se incorporó, la inmovilizó por las caderas y comenzó a entrar y a salir de su adictivo interior como si el mundo fuera a desaparecer al instante siguiente.
Fuerte y vertiginoso. Frenético. Impetuoso.
Tremendo.
Fue el acto más primitivo, agudo y erótico, sin parangón, que había experimentado jamás.
Verla en esa postura, acogiéndolo sin reservas, ofreciéndose a cada impía acometida con una solemnidad inconcebible... no tardó ni dos minutos en llevarlos a ambos al infierno, nada del cielo, porque se carbonizaron vivos... Y gritaron, liberando de sus gargantas un éxtasis...
impresionante.
Pedro se desequilibró y aterrizó en el suelo, aún unido a Paula.
—¿Estás bien? —la abrazó, aspirando su fresco aroma a flores y a su propia esencia.
Era innegable lo que acababan de hacer.
Estaban pringosos por la humedad del invernadero. La camiseta se había convertido en su segunda piel y el vestido de ella, igual.
—Necesito un chapuzón... —suspiró Paula, recostando la espalda sobre él, acariciándole los brazos.
—Pues vamos —se separó con cuidado y la ayudó a levantarse—. Te echo una carrera a la piscina —le guiñó un ojo, travieso.
—No puedo ni andar... —se carcajeó, flexionando las piernas, en las que posó las palmas, agachándose—. Dame unos segundos...
—Claro —frunció el ceño, preocupado. Se acercó—. ¿Estás...?
—¡YA! —chilló ella, al tiempo que salía disparada como una bala de la cabaña.
—Creo que me he quedado sordo... —soltó una carcajada, le permitió ventaja y la imitó.
—¡No me cogerás! —aceleró las zancadas—. ¡No eres el único que practicaba atletismo, doctor Pedro!
Él se rio como un niño, persiguiéndola. Debía reconocer que era muy buena y muy rápida, pero Pedro era más alto y tenía las piernas más largas, por lo que permaneció a corta distancia, sin llegar a tocarla.
CAPITULO 131 (TERCERA HISTORIA)
Se vistieron, cada uno con sus respectivos bañadores, y bajaron a la cocina cogidos de la mano. No había nadie. Abrió el horno y encontró dos platos de comida. Paula se acomodó en uno de los bancos y Pedro se encargó de calentar
los platos y preparar la mesa. Después, se sentó de lado, cercándola con las piernas, pero, en lugar de entregarle su ración, colocó las dos en su sitio, cogió el tenedor y enrolló los espaguetis con carne y queso. Se lo acercó a los labios.
—Abre.
Ella sonrió y obedeció, apoyando los codos en la mesa.
—Eres mi muñeca, tengo que darte de comer.
Paula se rio, agarró el otro cubierto y lo imitó.
—Eres mi niño preferido, tengo que alimentarte.
Él le guiñó un ojo y se turnaron para no chocarse, besándose entre bocado y bocado, y así comieron hasta que unas carcajadas los interrumpieron. Eran Zaira y Rocio, que se callaron de golpe al verlos tan acaramelados. A Pedro se le borró la alegría del rostro. Retornó su enfado. Soltó el tenedor y se levantó.
—Se me ha quitado el hambre.
Paula le apretó el brazo, infundiéndole ánimos.
—Pedro, nosotras... —comenzó la rubia, algo cohibida.
—Vámonos —le dijo él a su novia, incorporándose y tirando de ella hacia el exterior por la puerta trasera de la cocina, que conducía a la derecha del castillo, cerca del invernadero.
—Creo que querían disculparse.
—Pues no acepto sus disculpas.
—Vas muy rápido, espera... ¡Ay! —se tropezó, pero no llegó a aterrizar en la hierba porque Pedro la sujetó a tiempo.
—Perdona...
Paula le sonrió y acarició su mejilla.
—¿Me enseñas las flores? —sugirió ella, ilusionada.
Él asintió y se dirigieron al invernadero. Se trataba de una cabaña de madera con seis ventanas cuadradas en cada lateral y dos puertas correderas enfrentadas, cerrada la del fondo. Era rectangular y de tamaño mediano, similar a la casita de la piscina. Del techo colgaban mangueras muy finas por donde brotaba agua en una especie de lluvia delicada.
—¡Qué bien! —exclamó Paula, dando brincos, en cuanto entraron—. Hay mucha humedad, pero gracias a esta lluvia no hace calor —inhaló la mezcla de aromas con los ojos cerrados—. Me encantaría vivir en una casita pequeña con jardín y dedicarme el día entero a mis flores.
—A mí me encantaría vivir contigo en esa casita pequeña con jardín y mirar todo el día cómo te dedicas a tus flores.
Ambos, Pedro incluido, se sobresaltaron ante aquellas palabras pronunciadas.
¿Acabo de decir eso?
Un intenso bochorno encendió sus rostros.
Sí, acabo de decirlo...
—¿Te gustaría eso? —quiso saber Pedro en voz baja, tomándola de las manos.
—¿El... qué? —balbuceó.
—¿Te gustaría vivir conmigo en una casita pequeña con jardín y dedicarte todo el día a tus flores?
¡Toma ya! Espera... ¿Por qué no?
—¿Vivir contigo? —repitió ella, atontada—. Pues... Yo...
Él la soltó y se alejó, caminando por uno de los pasillos que existían entre las filas de flores desde una puerta hasta la otra. Al verla dudar, se sintió un estúpido. ¿A quién se le ocurría proponerle algo así? Solo a Pedro, un hombre
supuestamente tranquilo, que, en lo referente a Paula Chaves, se tornaba impaciente, muy impaciente...
Ella acababa de salir de una relación destructiva, su madre la manipulaba y, encima, Pedro le sugería vivir juntos cuando recién se estrenaban como pareja.
¡Joder!
—Sí.
Él dio un respingo al oír aquella palabra. Se giró y descubrió a Paula con las mejillas más rojas que antes y los ojos centelleando con esperanza e ilusión.
—Sí quiero vivir contigo en una casita pequeña con jardín, dedicarme a mis flores y que tú no dejes un solo segundo de mirarme, porque... —tragó, emocionada—, porque contigo no estoy perdida, porque solo quiero que me abraces todo el tiempo, porque... —una lágrima se deslizó por su piel—, porque te amo, doctor Pedro, y no soporto separarme de ti... —ahogó un sollozo—. Cuando regresemos a Boston, quiero dormirme y despertarme contigo...
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