domingo, 2 de febrero de 2020

CAPITULO 131 (TERCERA HISTORIA)




Se vistieron, cada uno con sus respectivos bañadores, y bajaron a la cocina cogidos de la mano. No había nadie. Abrió el horno y encontró dos platos de comida. Paula se acomodó en uno de los bancos y Pedro se encargó de calentar
los platos y preparar la mesa. Después, se sentó de lado, cercándola con las piernas, pero, en lugar de entregarle su ración, colocó las dos en su sitio, cogió el tenedor y enrolló los espaguetis con carne y queso. Se lo acercó a los labios.


—Abre.


Ella sonrió y obedeció, apoyando los codos en la mesa.


—Eres mi muñeca, tengo que darte de comer.


Paula se rio, agarró el otro cubierto y lo imitó.


—Eres mi niño preferido, tengo que alimentarte.


Él le guiñó un ojo y se turnaron para no chocarse, besándose entre bocado y bocado, y así comieron hasta que unas carcajadas los interrumpieron. Eran Zaira y Rocio, que se callaron de golpe al verlos tan acaramelados. A Pedro se le borró la alegría del rostro. Retornó su enfado. Soltó el tenedor y se levantó.


—Se me ha quitado el hambre.


Paula le apretó el brazo, infundiéndole ánimos.


Pedro, nosotras... —comenzó la rubia, algo cohibida.


—Vámonos —le dijo él a su novia, incorporándose y tirando de ella hacia el exterior por la puerta trasera de la cocina, que conducía a la derecha del castillo, cerca del invernadero.


—Creo que querían disculparse.


—Pues no acepto sus disculpas.


—Vas muy rápido, espera... ¡Ay! —se tropezó, pero no llegó a aterrizar en la hierba porque Pedro la sujetó a tiempo.


—Perdona...


Paula le sonrió y acarició su mejilla.


—¿Me enseñas las flores? —sugirió ella, ilusionada.


Él asintió y se dirigieron al invernadero. Se trataba de una cabaña de madera con seis ventanas cuadradas en cada lateral y dos puertas correderas enfrentadas, cerrada la del fondo. Era rectangular y de tamaño mediano, similar a la casita de la piscina. Del techo colgaban mangueras muy finas por donde brotaba agua en una especie de lluvia delicada.


—¡Qué bien! —exclamó Paula, dando brincos, en cuanto entraron—. Hay mucha humedad, pero gracias a esta lluvia no hace calor —inhaló la mezcla de aromas con los ojos cerrados—. Me encantaría vivir en una casita pequeña con jardín y dedicarme el día entero a mis flores.


—A mí me encantaría vivir contigo en esa casita pequeña con jardín y mirar todo el día cómo te dedicas a tus flores.


Ambos, Pedro incluido, se sobresaltaron ante aquellas palabras pronunciadas.


¿Acabo de decir eso?


Un intenso bochorno encendió sus rostros.


Sí, acabo de decirlo...


—¿Te gustaría eso? —quiso saber Pedro en voz baja, tomándola de las manos.


—¿El... qué? —balbuceó.


—¿Te gustaría vivir conmigo en una casita pequeña con jardín y dedicarte todo el día a tus flores?


¡Toma ya! Espera... ¿Por qué no?


—¿Vivir contigo? —repitió ella, atontada—. Pues... Yo...


Él la soltó y se alejó, caminando por uno de los pasillos que existían entre las filas de flores desde una puerta hasta la otra. Al verla dudar, se sintió un estúpido. ¿A quién se le ocurría proponerle algo así? Solo a Pedro, un hombre
supuestamente tranquilo, que, en lo referente a Paula Chaves, se tornaba impaciente, muy impaciente...


Ella acababa de salir de una relación destructiva, su madre la manipulaba y, encima, Pedro le sugería vivir juntos cuando recién se estrenaban como pareja.


¡Joder!


—Sí.


Él dio un respingo al oír aquella palabra. Se giró y descubrió a Paula con las mejillas más rojas que antes y los ojos centelleando con esperanza e ilusión.


—Sí quiero vivir contigo en una casita pequeña con jardín, dedicarme a mis flores y que tú no dejes un solo segundo de mirarme, porque... —tragó, emocionada—, porque contigo no estoy perdida, porque solo quiero que me abraces todo el tiempo, porque... —una lágrima se deslizó por su piel—, porque te amo, doctor Pedro, y no soporto separarme de ti... —ahogó un sollozo—. Cuando regresemos a Boston, quiero dormirme y despertarme contigo...




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