sábado, 1 de febrero de 2020

CAPITULO 130 (TERCERA HISTORIA)




Se lavaron el pelo entre risas propias de amantes. Se rozaban a la mínima oportunidad. 


Un toque en el costado, un toque en la cadera, un toque en el trasero... Pedro no se saciaba, era impensable que tal hecho sucediese en algún momento. Dos veces y estaba más excitado que nunca en su vida.


¿Aquello era posible? Con ella, sí. Solo con ella. 


Ahora entendía a sus hermanos...


La enjabonó, saboreando sus curvas, su piel escurridiza por el gel, su cuerpo a merced de él... Estaba entregada por completo. Confiaba en Pedro a ciegas, además de que disfrutaba de las caricias recostada en su pecho, con los ojos cerrados y emitiendo ruiditos agudos que envalentonaban su corazón y estimulaban aún más su inmensa erección, que él no se molestaba en ocultar, sino que se rozaba contra su suculento trasero respingón cuanto podía.


—Vas a gastar todo el jabón —bromeó Paula, dándose la vuelta para mirarlo—. Creo que brillo de tantas veces como me has echado jabón — sonrió, tímida.


Pedro comprobó el bote del gel y soltó una carcajada. Había vertido más de la mitad en ella, estaba casi vacío. Apagó el grifo y agarró su toalla del suelo para cubrirla.


—Compraremos más —la besó en los labios—. ¿Qué te apetece hacer hoy?


—Podíamos ir a Southampton y pasear —le sugirió Paula—. No lo conozco, salvo lo que vi con Zaira y Rocio el otro día que estuvimos de compras —se mordió el labio—. ¿Te gustó la camisa?


—Me encantó —la besó otra vez en la boca—. Te debo un regalo.


—No me debes nada —frunció el ceño y salió de la ducha, toqueteándose la toalla.


Él se rio y la atrapó entre los brazos.


—No te enfades —sonrió, sintiendo un regocijo maravilloso.


—No me enfado.


—Porque te estoy abrazando, si no, la toalla se te caería de tanto como te la estás estirando, mentirosa.


Paula ahogó una exclamación de asombro y dejó la toalla tranquila.


—De acuerdo —le concedió Pedro en un suspiro irregular debido a la cercanía. La deseaba de nuevo—. No te debo nada. ¿Amigos otra vez?


—¿Somos amigos, doctor Pedro? —se giró y le regaló esa dulce sonrisa que siempre le debilitaba las piernas.


—No sé —fingió indiferencia—. La última vez que cierta muñeca se pronunció al respecto, recalcó la palabra amistad.


—¡Eres un niño! —se alzó de puntillas, contenta, y le besó la mejilla de forma sonora—. Mi niño preferido.


Pedro creyó que volaba en ese momento al escucharla.


—Eres la segunda persona que me llama así —musitó él, prendado por su belleza.


—Tu abuela Ana —adivinó.


—¿Cómo lo sabes? —se extrañó. La cogió en vilo y la transportó a la habitación.


—Me lo contó Julia. Y también me contó que un día, cuando tenías siete años, te encontró en el estanque, llorando porque habías quedado en segundo lugar en una competición de hípica.


Él escrutó su rostro, entornando los ojos.


—Es lo que hacías de noche —afirmó Pedro sin atisbo de dudas.


—¿Cómo?


—Por las noches, desaparecías porque buscabas el estanque.


—¿Cómo lo sabes? —se quedó boquiabierta.


—Sé cada paso que has dado desde que te levantabas hasta que te dormías —le acarició las mejillas y se inclinó—. Te espiaba porque no podía mantenerme lejos de ti. Pero, por las noches, desaparecías. Ahora ya sé por qué.


Nunca lo encontré hasta ayer, y porque te seguí.


—Y no te imaginas cuánto me alegro de que me siguieras...


La besó, estrechándola entre sus brazos. Paula gimió, apoyándose en él y aferrándose a sus hombros, exhausta, débil, un gesto que originó cosquillas en los pies de Pedro y recorrieron su anatomía entera, hormigueándola. Estaban
desnudos y necesitaba adorarla otra vez, pero se contuvo porque había sido un poco brusco en la ducha, quería que se recuperase un poco. 


Ralentizó el beso con gran esfuerzo.


—¿Me despertaba todos los días en la cama —preguntó de pronto ella, pensativa— por ti? Recuerdo quedarme dormida en la hamaca, pero no en la cama.


Los pómulos de él se tiñeron de rubor.


—Era el único momento del día en que te abrazaba —confesó Pedro, muy serio—. Lo siento... —agachó la cabeza y retrocedió un par de pasos—. Todavía tengo miedo, Pau. No quiero que te separen de mí.


—No lo harán, doctor Pedro —le rodeó la cintura y depositó un dulce beso en su pecho.


Por desgracia, siento que ese día llegará... y rezo por equivocarme...




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