jueves, 5 de diciembre de 2019

CAPITULO 118 (SEGUNDA HISTORIA)






La orquesta volvió a tocar, pero él no oía nada, tampoco veía nada, excepto a su mujer. Cogió la joya, se situó a su espalda y se la colgó del cuello. El pequeño halcón de zafiro descansó justo entre sus senos, al inicio de la seda,
no en la pedrería. Lo acarició. Las lágrimas continuaban mojando las mejillas de Paula.


—¿Lo sabías? —quiso saber ella en un tono quebrado.


—Tu madre me llamó al hospital esta semana —se sinceró Pedro, serio, pero muy nervioso. Introdujo las manos en los bolsillos del pantalón, donde apretó los puños—. Me dijo que querían venir Ale y ella porque te echaban de menos. Me contó que había discutido con tu padre porque él no pensaba moverse de Nueva York, ni asistir a la subasta, mucho menos para verte a ti — tensó la mandíbula, conteniendo la rabia—. Tu madre explotó. Me dijo que, desde nuestra boda, la situación entre ellos se había vuelto insoportable. Se quería separar, pero le daba miedo la reacción de tu padre. Yo le puse en contacto con el abogado de mi familia. Y la convencí para que vinieran Ale y ella —la observó, intranquilo—. Tu padre te hizo mucho daño, pero es tu padre... Quizás... —se pasó las manos por la cabeza—. Asumiré el riesgo... — se giró.


Las luces del gran salón se atenuaron y las doncellas empezaron a recoger.


Paula lo agarró del brazo y lo guió hacia el rincón más alejado y oscuro.


—¿Qué riesgo, Pedro? —lo soltó—. No te entiendo —su semblante mostraba desconcierto.


—El riesgo de que me odies —musitó con los ojos fijos en la pared.


—¿Odiarte?, ¿por qué? —sonrió—, ¿por ayudar a mi madre a vivir de verdad? Te amo más por ofrecerle una salida rápida —le acarició la mejilla —. Y te amo muchísimo más por regalarme el colgante de mi abuela...


—Rubia... —la envolvió por la cintura, atrayéndola despacio hacia su cuerpo—. Tu madre me contó la historia de tus abuelos y lo mucho que significaba para ti el halcón de zafiro. Me dijo que quería regalarte la joya porque para ella suponía la misma liberación que cuando tu abuela abandonó a su marido porque a quien amaba era a tu abuelo —notó cómo sus pómulos ardían—. Yo le propuse que la donara porque quería sorprenderte... Porque te amo, Paula —estrujó la seda del vestido a su espalda, controlándose—. Quería hacerlo hoy porque, para mí, esta gala, en este hotel, es como si fuera el inicio de nuestro... —sonrió, se inclinó y le rozó la nariz con la suya— de nuestro secreto.


Ella rio entre lágrimas. Se arrojó a su cuello. Él respiró, aliviado. Se besaron con dulzura un maravilloso momento.


—Eli.


Paula se giró y vio a Juana. Corrió a su encuentro. Se abrazaron.


—Te quiero mucho, mamá...


—Y yo a ti te adoro, mi princesita... —observó a Pedro—. Gracias... Muchas gracias, Pedro.


Pedro hizo un ademán, restando importancia. Lo volvería a hacer mil veces si fuera necesario, aunque tuviera que arruinarse, pero su mujer y todo lo relacionado con ella eran lo primero para él.


—Mañana hablaremos con calma, tesoro —le indicó Juana—. Lo que te ha dicho tu marido es cierto —la tomó de las manos—. El halcón significa, por un lado, que al fin me libero de tu padre —sonrió— y, por otro lado, el gran amor de tus abuelos, un amor intenso, igual que el vuestro. Y no te imaginas lo feliz que soy porque tú no has cometido ninguno de mis errores —besó a los dos en la mejilla y se mezcló con los invitados.


Pedro y Paula compartieron una sonrisa y disfrutaron de una noche increíble.




CAPITULO 117 (SEGUNDA HISTORIA)




Paula jadeó. Los presentes ahogaron exclamaciones de asombro. Pedro ocultó una sonrisa, erguido en el asiento y sin despegar el brazo del respaldo de su mujer. Ella agachó la cabeza. Él analizó su dulce rostro, entristecido y dolido. Era tan expresiva que un sinfín de interrogantes desfilaban por su cara.


¿Por qué Juana lo había donado? ¿Por qué querría desprenderse de algo tan valioso a nivel emocional? ¿Qué había sucedido para subastar el halcón de su familia? Paula no entendía nada, su semblante era un libro abierto.


Un hombre, a la izquierda, alto, de mediana edad, con entradas en el pelo y expresión autoritaria, Colin Williams, un importante ingeniero de afamada reputación en Estados Unidos, se puso en pie. Los invitados acallaron sus voces de inmediato para escucharlo.


—Solo una persona que valora la historia más que la joya, pujando inicialmente con una cantidad tan elevada y por una buena causa, como es la investigación contra el cáncer, es el único merecedor de poseer el colgante — alzó su copa en brindis.


Aquellas palabras provocaron aplausos respetuosos.


—Deberías sonreír un poco más, mi querido Colin —bromeó la señora Alfonso desde el podio.


—Lo haría si todos fueran tan guapos como tú, querida —respondió el hombre dedicándole una atractiva sonrisa—. Mi gran amigo Samuel es un condenado suertudo.


Los invitados estallaron en carcajadas. Colin, que era divorciado, se sentó.


—Bueno... —suspiró Catalina—. Si todos están de acuerdo, el pequeño halcón blanco queda vendido por la cuantiosa cifra de cincuenta millones de dolares —golpeó el atril con un mazo pequeño de madera, dando por finalizada la puja y, por tanto, la subasta—. Por favor, que el nuevo propietario pase a recoger su joya —sus ojos brillaron de manera especial en su dirección.


Paula, apenada por haber perdido el colgante de su abuela, se levantó y se dirigió a la salida. Sin embargo, Pedro fue tras ella, ignorando los murmullos que, de repente, inundaron el lugar. 


La agarró de la muñeca antes de que traspasase la doble puerta abierta, frenando así su avance.


—Déjame, Pedro —le ordenó, vertiendo amargas lágrimas.


Hasta llorando es preciosa...


Él sonrió con ternura. Necesitaba besar cada una de esas lágrimas, abrazarla, pero, para consolarla, tenía un plan mejor...


—La tercera sorpresa, rubia —extendió el brazo libre hacia el podio.


En ese momento, se percató de que todos los observaban a la espera de su reacción.


—Oh, Dios mío... —pronunció ella en un hilo de voz—. Tú...


Él, tímido y sonrojado, asintió. Tiró de Paula, que caminó de forma automática y boquiabierta hacia Catalina. La señora Alfonso abrazó con
inmenso cariño a su nuera, y a su hijo le dedicó una mirada de pura adoración, que lo avergonzó un poco. Zaira, cuya mirada turquesa se había enrojecido por la emoción, le entregó el colgante a su amiga.


—Dios mío... —repitió Paula, incrédula, contemplando el halcón, rozándolo con dedos temblorosos, apenas respiraba.


—Y ahora, damas y caballeros —anunció Catalina—, ¡a disfrutar de la fiesta!




CAPITULO 116 (SEGUNDA HISTORIA)




Pedro y Paula se acomodaron en sus asientos. 


Acababan de escandalizar a tres
arpías marujonas que se lo tenían bien merecido. Se miraron y estallaron en carcajadas.


Después del postre, durante el café, se llevó a cabo la subasta. Cada comensal tenía una paleta roja con un número en color blanco. En el podio del fondo, la atractiva Catalina Alfonso, acompañada de los cinco miembros de la asociación Alfonso & Co, entre los que se hallaba Zaira, se situó frente al atril de madera con unos papeles en las manos. Había una cortina de terciopelo gris a la derecha, que dos doncellas del hotel descorrieron para mostrar el primer objeto: un impresionante collar de perlas sobre un busto femenino de color negro.


La subasta era de joyas y la puja mínima, de cincuenta mil dolares.


Pendientes, pulseras, collares, colgantes, cadenas, sortijas, brazaletes, broches, alfileres... Rubíes, esmeraldas, diamantes, amatistas, zafiros, oro, cuarzo rosa... Algunos llegaron a pagar casi los veinte millones de dolares.


Las joyas eran excepcionales y pertenecían a una cuarta parte de las mujeres invitadas a la gala, que las habían ofrecido, encantadas de participar. Paula se quedó atónita ante tanto poder adquisitivo, murmurando con asombro, haciéndolo reír.


Las tres horas que duró, estuvieron girados hacia el podio; Pedro, detrás de ella, con el brazo en el respaldo de su asiento. No la tocó, ni le habló, aunque mantuvo sus ojos fijos en cada uno de sus movimientos y sus gestos. En varias
ocasiones, Paula hizo el amago de levantar su paleta; sin embargo, las demás mujeres parecían demasiado ansiosas y luchaban por las joyas, por lo que se arrepentía en el último segundo.


Pedro lo sabía. La conocía. Su mujer quería donar dinero, pero no se sentía cómoda, porque, aunque estaban casados, ella entendía que el dinero era de él, no de ella, y no poseía ni una décima parte de la puja mínima, sus ahorros no llegaban a los cinco mil dolares.


Él se enfadó. ¡No era su dinero, era de los dos, pero no le entraba en la maldita cabeza! Estuvo a punto de pujar todas las veces que Paula se
desilusionaba, pero desistió. Su interés se concentraba en una joya en particular que estaba esperando.


—Damas y caballeros —anunció Catalina—, llegamos al final. El último objeto de la subasta se trata de una pieza única, donada por una mujer anónima que nos la envió a la asociación con una nota. Leo textualmente —desdobló un
papel—: Toda mi vida estuve a tu lado, mas tú no me veías... Te curaba las heridas sin que te dieras cuenta. Te ofrecía agua sin que supieras que estabas sedienta. Te alimentaba cuando no podías abrir la boca. Te secaba las lágrimas antes de que las derramaras. Siempre creíste en tu fortaleza, pero solo porque yo así lo decidí. Era yo quien te cuidaba, en la sombra, porque tu sonrisa, triste, pero una sonrisa, al fin y al cabo, estaba dirigida a otro, no a mí, porque no me veías a mí, veías a otro, a mi hermano, sangre de mi sangre. Cada día, me preguntaba qué había hecho yo para merecer un castigo tan cruel. Primero, fuiste su amiga, luego, su novia, después, su esposa, una niña presa bajo las terribles cadenas de mi hermano, un hombre desalmado que te mantenía encerrada porque era un cobarde, porque sabía que, si te dejaba libre, huirías de él y me verías a mí... Pasaron años desde el primero de muchos días en que te protegía en secreto.
Una mañana, un pequeño halcón blanco se posó en el alfeizar de mi ventana. Lo hizo en cada nuevo amanecer durante semanas. Yo lo miraba largos minutos. Me recordaba a ti, porque era una criatura libre, pero, por alguna extraña razón, no quería moverse de mi ventana, igual que tú del lado de mi hermano. Un día, entonces, comprendí que debía ayudar a ese pequeño halcón blanco a retomar su camino.
Comprendí que debía alejarme de ti. Y lo hice. 
Me fui. Volé junto al halcón, lejos de ti. No miré atrás. Quise morir... Pero el pequeño halcón blanco nunca me abandonó. Y terminé mi camino. Solo. Sin ti. Caí de rodillas cuando aquello ocurrió.
Me desplomé del cansancio, de la pena y del doloroso amor que sentía por ti. Cuando abrí los ojos, no estaba el halcón, estabas tú... vestida de blanco, descalza, con tus largos cabellos negros ondeando al viento y tus profundos ojos azules centelleando por la emoción... Cuando sonreíste, lo supe: tú eras mi pequeño halcón blanco.


El gran salón enmudeció. La orquesta, que entonaba una suave melodía, había dejado de tocar, sobrecogidos también los músicos por la historia.


Pedro espió el perfil de su mujer; estaba llorando.


Lo que Catalina acababa de leer era la carta que le había escrito el abuelo de Paula a su abuela, antes de que el cáncer le ganara la batalla, antes de que Paula naciera. El abuelo le entregó la carta a la abuela con un colgante que había mandado diseñar especialmente para ella: un zafiro, con la forma de un pequeño halcón con las alas extendidas; una fina cadena de oro blanco lo sostenía. La abuela murió de pena un mes después.


Las doncellas descubrieron la joya, que había pertenecido, primero, a la abuela de Paula y, después, a Juana. Esta se la había mostrado a su hija la primera noche que había sido castigada sin cenar por culpa de Melisa y le había llevado comida a escondidas. Le había contado la historia de sus abuelos y le había enseñado el colgante. A partir de ese día, había comenzado a relatarle las novelas de aventuras de su abuelo, mientras madre e hija comían pastelitos de crema.


Y, ¿por qué sabía Pedro todo eso?


—No obstante —dijo Catalina, secándose las lágrimas—, este objeto es de inestimable valor sentimental y, por ese motivo, ya hay una persona interesada en él —levantó una mano—. No me refiero a la mujer que lo donó —sonrió—. Esa persona está dispuesta a ofrecer una cantidad mínima como puja inicial porque sabe que esto es una subasta y que estamos aquí para pujar al mejor postor. Según las palabras de esa persona, no es una cantidad suficiente porque la joya no tiene precio. Si alguno ofrece más, por favor, damas y caballeros, ya saben lo que han de hacer. La puja inicial es de... — carraspeó, creando expectación, divertida— cincuenta millones de dolares.