jueves, 3 de octubre de 2019
CAPITULO 83 (PRIMERA HISTORIA)
Se metieron entre las sábanas. Ahí sí la tocó, para abrazarla por la cintura y pegarla a su calidez. A continuación, su doctor Alfonso le apartó los mechones para dejar libre su cuello y la besó debajo de la oreja, provocándole un placentero escalofrío.
—Eres preciosa, Paula —le susurró, aspirando entre sus cabellos—. Eres la mujer más hermosa que he conocido en mi vida —le acarició la nuca con la nariz—. Y esto —silueteó la cicatriz con un dedo, erizándole la piel— es la parte más bonita de tu cuerpo, esto y tus pecas.
El corazón de Paula se apagó. Se dio la vuelta entre sus brazos y posó las manos en sus ardientes pectorales. Él trazó lentos círculos en la parte baja de su espalda, bordeando los calzoncillos prestados.
—Pedro... —las narices se rozaban. Apenas respiraban—. Quiero que me beses...
—Y yo quiero besarte, pero, si lo hago, voy a perder el control.
Paula, sin pensar, alzó una pierna por encima de su cadera.
—¿Y si te dejo que lo pierdas? —descendió hacia su abdomen, maravillándose por la suavidad de esa piel musculosa, más bronceada que la suya, y tan caliente que sus palmas se estaban quemando.
—Paula... —gimió, cerrando los ojos. Le apresó la pierna y se restregó contra su intimidad; movimiento que le robó el aliento y la cordura.
—Pedro...
Él gruñó.
—No te imaginas cuánto me gusta que digas mi nombre...
—Pedro...
Y, en efecto, perdió el control.
El doctor Alfonso dominó la situación con su inmenso y atractivo poder. Le succionó los labios mientras la tomaba del trasero; le chupó el inferior... el superior... los pellizcó entre los dientes. Jadearon los dos... Un pinchazo detrás de otro se clavó en el vientre de Paula, cada vez más agudos, cada vez más lacerantes... Ella lo tomó por la nuca con fuerza y lo imitó, meciendo las caderas contra las suyas, poseída por las extraordinarias sensaciones que su cuerpo estaba sufriendo. Su lengua se enredó con la de Pedro y comenzaron un baile sugerente, anhelante, diferente a los besos que antes habían compartido. Se cortejaban con pasión, de un modo urgente, y clamando con desazón.
Ese hombre tan especial se apoderó de su boca, de su cuerpo, de su instinto, de sus sentidos, de su alma... Ella le pertenecía entera, existía, vibraba y exhalaba porque él así lo deseaba; la sometió a su indiscutible autoridad.
Qué dulce tormento...
Pedro subió una mano por su cintura hacia sus pechos, atrapó uno entre los dedos. Lo oprimió, con suavidad al principio, pero después...
—¡Pedro! —gritó Paula, echando la cabeza hacia atrás, enloquecida.
Entonces, él depositó un húmedo beso en su cuello y ella desfalleció... La lamió y besó sin descanso, desde la oreja hasta la clavícula. Y la mordió...
Oh, Dios...
Ella se adhirió más a Pedro, que soltó el pecho, arrastró la mano por su espalda y la introdujo por dentro de los boxer. Llevar sus calzoncillos la excitó muchísimo, pensar que ella misma olía a hierbabuena...
—Oh, Dios... —repitió, en voz alta.
Él le amasó las nalgas, las estrujó... Paula estaba atónita, le parecía imposible sentir tanto con esas caricias y esos besos, pero la verdad era que esas manos y esos labios tan versados y diestros la exploraban con sabiduría y sellada experiencia, una experiencia que reverberó en su ser a modo de latigazos en su vientre. El doctor Pedro Alfonso la estaba examinando y ella, encantada, se entregaba por entero, deseosa de ser su paciente favorita...
La tumbó en el colchón. Paula abrió las piernas en un acto reflejo, él se acomodó entre sus muslos y continuó devastando sin piedad su cuello con un reguero de violentos besos. Se apoyó sobre un codo para no aplastarla y descendió con la boca por el escote, convirtiendo a Pau en cenizas; mientras ascendía con la mano libre, cogió un seno y lo engulló en la boca.
Paula se arqueó, era incapaz de mantenerse quieta. El placentero martirio al que estaba siendo sometida la había desprovisto de cualquier resquicio de coherencia. Lo abrazó con fuerza por las caderas, contoneando las suyas hacia las de él, buscando con frenesí el gozo que tanto ansiaba y que solo su doctor Alfonso podía entregarle. Lo agarró del pelo y tiró. Pedro se rio y le devoró el otro pecho, jugando con la lengua, los dientes y los dedos. Ambos se estaban dando un delicioso festín, emitían leves y agitados resuellos entrecortados.
Las pulsaciones de Paula se desvanecieron cuando él descendió por su tripa y se desvió hacia la cicatriz. Y la veneró... Silueteó la curva fina e irregular con sus tiernos labios y su exquisita lengua, mientras la giraba entre los brazos hasta quedar de espaldas. Paula suspiró, extasiada.
—Mi bruja es preciosa... preciosa... preciosa... —repetía él sin cesar, entre roncos susurros.
Pedro se arrodilló entre sus piernas y le retiró los cabellos por encima de la cabeza, para, luego, apoyar las manos junto a sus hombros, que rozó con las yemas de los dedos en una sutil caricia. Ella cerró los párpados, aturdida. Él la besó en la nuca.
—Me encanta cómo tiemblas... —volvió a susurrar en un tono áspero que la estremeció todavía más—. Me encanta cómo respondes a mí...
Paula alzó el trasero sin darse cuenta, movida por la locura que le causaban sus palabras. Se chocó con su dureza, sollozó al instante...
—Me encantan tus pecas y voy a besar cada una —se inclinó, empujándola hacia la cama e inmovilizándola—. Y tienes muchas, así que ponte cómoda.
Y cumplió la excitante promesa... Besó todas y cada una de las pecas que tenía en la espalda, en los costados, en los brazos, en la parte del cuello que quedaba expuesta. Ella arrugó las sábanas entre los dedos, flexionando los codos.
—Eres tan bonita... tan inocente... No te imaginas lo que me haces cuando te mueves como lo estás haciendo... —dirigió los labios al borde de los calzoncillos y lamió su piel de extremo a extremo.
—Dios mío...
Pedro se incorporó un poco y le bajó la tela elástica lentamente, arrastrando los dedos de nuevo, impacientándola. Paula se retorció, dobló
una pierna hacia arriba, pero él se la apresó para quitarle la prenda. Después, el tiempo se suspendió. Ella giró la cabeza y entornó los ojos.
Él la contemplaba con tal fiereza que Paula ahogó un lamento.
—Joder... Quiero morderte el culo... —gruñó su doctor Alfonso.
Y se lo mordió. Lo aplastó entre las manos y hundió los dientes en la tierna carne, utilizando la lengua al instante para aliviarle el escozor.
—¡Ay! —exclamó Paula, entre risas y gemidos.
—¿Te he hecho daño? —se preocupó, aunque su expresión era de desorientación, como si todavía no se hubiera despertado de un intenso letargo.
Su miradas se cruzaron. Ella negó con la cabeza, sonriendo.
—Date la vuelta.
Paula lo hizo, cautivada por su tono rudo. Y su sonrisa desapareció. No tenía miedo, su cuerpo rugía su nombre y obedecía de inmediato, sería capaz de saltar al vacío por él; le daban pánico las alturas, pero lo haría si Pedro se lo pidiera, porque sabía que jamás la dejaría sin protección.
Y tampoco se avergonzó cuando él la observó, concentrado; cada rincón, expuesto, mientras se agachaba... Esa boca depositó un dulce beso en su rodilla. Los besos se sucedieron por la cara interna de su muslo, se desviaron hacia el otro... Paula no bajó los párpados, esa vez no... estaba fascinada por la imagen que tenía ante sus ojos y por los constantes sobresaltos que le provocaban esos labios mimando su cuerpo.
Jamás se había sentido tan hermosa, tan venerada...
—Pedro... por favor... —estiró los brazos hacia su doctor Alfonso. Lo necesitaba, quería su peso sobre su cuerpo, tocarlo, envolverse en su calidez...
Pedro se detuvo y la miró, transmitiendo vulnerabilidad. A Paula se le
escapó un sollozo y agitó las manos en su dirección. Él acudió de inmediato. Y
se devoraron... Se fundieron en un abrazo tan febril que ambos temblaron. Ella
lo rodeó con las piernas, clavándole los talones en el trasero, y le acarició el rostro con las uñas. Pedro gimió y el fino vello de su duro pecho abrasó sus senos.
Una mano descendió a su cintura, incendiándola todavía más, instándola a curvarse. Sus labios la enajenaron, y su lengua... Comenzó a asfixiarse cuando los dedos de su doctor Alfonso se deslizaron entre sus cuerpos, directos hacia su intimidad. Ella jadeó en su boca, una boca que no le permitía inhalar aire. Él gruñó. El beso se tornó salvaje. Las pulsaciones se incrementaron a un ritmo delirante.
—No... puedo más... —confesó Pedro, quitándose los calzoncillos con premura. La tomó del trasero y la guio hacia su erección—. No te arrepientas de esto, por favor... No huyas luego de mí, Paula... —perlas de sudor poblaban su frente.
Paula, ruborizada, se incorporó y se las besó, como también los párpados cerrados... las cejas... las mejillas... la tensa mandíbula... la oreja...
—Ámame... doctor Alfonso... —le susurró antes de recostarse en la cama.
Es el hombre más guapo del mundo... Y es todo mío...
—Es la primera vez que me gusta que me llames doctor Alfonso... — lentamente, la penetró, con una paciencia infinita, con un anhelo abrumador, conteniéndose por ella.
—No me duele —le dijo, con una tímida sonrisa—. Es raro, pero no me duele... —suspiró, arrebatada, enroscando los brazos en su cuello para atraerlo hacia su cuerpo.
Entonces, Pedro le rozó los labios con los suyos, se paralizó un segundo y, de un solo empujón, se enterró profundamente en Paula... Ambos gritaron.
Inmediatamente, él la besó, la saboreó, pero ella no se relajó, sino que levantó las caderas, suplicando que se moviera, sus instintos así lo demandaban.
Pedro jadeó, se retiró y comenzaron su propia danza; al principio, con languidez, pero, enseguida, se trastornaron...
Y no pararon hasta que una increíble y arrolladora explosión los consumió al fin.
—Doctor Alfonso... —gimió, echando la cabeza hacia atrás.
—Bruja... —escondió la cara en su cuello y se lo besó, alternando los dientes y los labios.
Se miraron. Las sonrisas se dibujaron en sus rostros, despacio, mientras despertaban del indescriptible sueño en que se habían sumido.
Las respiraciones se estabilizaron poco a poco.
Pedro se colocó a su lado y la cubrió con el edredón. Paula se hizo un ovillo.
Te amo... No te imaginas cuánto te amo, doctor Alfonso...
Él enterró la nariz en su pelo y Paula quedó envuelta en su protectora calidez. Se quedaron dormidos al instante.
CAPITULO 82 (PRIMERA HISTORIA)
Paula quiso enterrarse bajo tierra... ¿Cómo podía comportarse de ese modo tan infantil? Se suponía que habían ido al apartamento de los hermanos Alfonso para estar solos. El plan se había fastidiado por la presencia de los otros dos mosqueteros, pero ya tenían la oportunidad, dormirían juntos... ¡Y la vergüenza la poseía!
Pedro recogió los trozos de las tazas rotas y limpió el suelo de chocolate.
Paula permaneció metida en el baño hasta un buen rato después, pero sus nervios se incrementaron al descubrirlo de espaldas a ella, frente al armario, en vaqueros... solo en vaqueros.
—Si yo no miro, tú, tampoco —protestó él.
Pero ella estaba anonadada... Se humedeció los labios mientras era seducida irremediablemente por la espectacular visión de la atlética anatomía del doctor Alfonso: hombros anchos, músculos flexibles que se tensaban de una
forma imponente al desabrocharse los pantalones, cintura estrecha, trasero prieto y jugoso, piernas torneadas cubiertas por un vello oscuro muy fino... Y cuando los vaqueros desaparecieron y se dio la vuelta, Paula se sujetó al marco de la puerta del baño con los ojos desorbitados.
Cómo se puede estar tan bueno... Por Dios...
—¡Paula! —se cruzó de brazos.
Pero Paula no pudo dejar de mirarlo. Los pectorales se marcaron aún más, por el gesto. Gimió. Dejó de respirar, ladeó la cabeza, hipnotizada por ese cuerpo, por ese pecho, por ese abdomen plano que parecía tan duro como onzas de chocolate recién sacadas de la nevera, con la diferencia de que Pedro desprendía fuego... Paula se estaba sofocando en el más atroz de los incendios.
—Quítate la camiseta —le ordenó él, con tono ronco.
—¿Eh? —parpadeó para aclararse.
—Que te quites la camiseta. Si tú miras, yo, también.
—Tú me has mirado antes —le rebatió, arrugando la frente; las mejillas le ardían.
—Paula... —avanzó.
Ella retrocedió por instinto.
—Joder... —farfulló él, revolviéndose los cabellos con desesperación—. Necesito unos minutos —caminó de un extremo a otro de la pared—. Yo así no puedo... no puedo... —sollozó, frustrado.
Verlo en esa actitud de derrota le acuchilló el estómago. Paula también sufría, pero más aún si Pedro se contenía tanto, porque lo hacía para
respetarla. Que un hombre tan guapo y experto como él le prometiera esperar y lo cumpliera, le otorgó a Paula la valentía necesaria para ignorar la timidez, o, al menos, disimularla un ápice. No necesitó pensarlo mucho.
—Está bien —cedió ella, sujetándose el borde de la camiseta con dedos temblorosos.
—¡Ni se te ocurra! —gritó Pedro, horrorizado.
—Pero si me acabas de decir...
—¡Lo retiro! —hizo aspavientos con los brazos, reculando hasta chocarse con los espejos a su espalda.
—Pedro... —suspiró—. Esto ha sido una mala idea. Me voy a casa —se acercó a la cama para coger su ropa y cambiarse.
Pero Pedro se la arrebató de las manos y la lanzó por los aires.
—Sí, quítatela —insistió él de nuevo, solo que esa vez emitió el ruego en un ronco jadeo que la excitó sobremanera—. Me controlaré. Solo miraré, porque es lo que más he deseado jamás: mirarte. Y quiero hacerlo yo, pero como sea yo quien te quite la camiseta... —resopló como un animal preso.
¿Alguien puede negarse a este hombre?
Ella no, desde luego... Respiró hondo.
Obedeció, despacio. Se sacó la prenda por la cabeza y la dejó caer al suelo, mientras sus cabellos sueltos se desparramaban por sus hombros, tapándole los senos. Los ojos de Pedro refulgieron, una mirada que la abrasó...
—Retírate el pelo a un lado.
Paula dejó un seno expuesto.
—Estás temblando... —susurró Pedro, a escasos centímetros de su cara, examinándola como un artista contemplaba una obra de arte.
—Sí...
No podía hablar, estaba tan aturdida que las palabras se le atascaban. No tenía miedo, con Pedro se sentía hermosa. La observaba con deseo, pero había seguridad en sus luceros grises, que parpadeaban de manera discontinua, una seguridad que derribó sus barreras, que rompió su burbuja. Era el único hombre con el que no había sentido ningún pánico. Experimentaba unas emociones tan vivas que ya no se imaginaba pasar un solo día más de su vida sin él, aunque no la amara, aunque solo sintiera atracción por ella.
—¿Te cuento un secreto? —sonrió Pedro—. Yo, también. Tiemblo desde hace mucho tiempo, desde que nos chocamos hace ocho meses en la cafetería del hospital —paseó lentamente a su alrededor.
—Te tiré el chocolate —recordó Paula, rememorando en la mente aquel encuentro. Se rio con suavidad.
—Fue el día que nos conocimos. Tuve que trabajar sin la bata blanca y sin el chaleco del traje —fingió que se enojaba, colocándose de nuevo frente a ella—. Odiaba el desorden, el caos y la suciedad.
—¿Odiabas? —enfatizó. Se mordió el labio inferior.
—Ya no.
—Yo soy muy desordenada —se ruborizó.
—Por eso, ya no odio el desorden —confesó con seriedad.
Ambos suspiraron al unísono. Se contemplaron fijamente, sin pestañear, embelesados el uno en el otro, hasta que él estiró una mano y abrió la cama.
—A dormir.
CAPITULO 81 (PRIMERA HISTORIA)
—¿Todo bien? —se interesó Manuel, mientras se sentaba en uno de los taburetes de la barra americana.
—Sí —sonrió, sacando una tableta de chocolate de la nevera—. Muy bien, en realidad —calentó leche en una cacerola y echó la tableta y unas cucharadas de azúcar.
—Me alegro mucho. Te mereces a Paula.
Pedro observó a su hermano y arrugó la frente, Manuel no sonreía.
—¿Entre tú y Rocio...? —comenzó él.
—Fue un error que no se repetirá —desvió los ojos a un punto infinito.
—Pues a mí me gusta mucho Rocio para ti. Y a ti, también, digas lo que digas —le palmeó el hombro—. Por si te interesa —alzó las cejas—, tiene una cita mañana con Howard.
—¿El gilipollas de los hoteles? —escupió, saltando del asiento—. ¡Pues que les vaya bien, joder! —gritó—. ¡A mí qué mierda me importa! —y se fue.
Pedro meneó la cabeza. Removió el chocolate hasta que se volvió muy espeso y lo vertió en dos tazas. En ese momento, vio que todas eran blancas, simples, y pensó en comprarle una a Paula de todos los colores; ella se merecía un huequecito, y así el apartamento irradiaría más luz.
Contempló la vivienda desde el pasillo. Se percató, entonces, de que ya no le gustaba tanto. Hacían falta unas flores, o un cojín rosa fosforito, o una alfombra amarillo chillón.
Al entrar en la habitación, se le cayó el chocolate al suelo...
Una mujer espectacular se presentaba ante él vestida únicamente con boxer.
Sus senos... esos maravillosos senos, gloriosos, redondeados, erguidos, rosados, suculentos... estaban desnudos... Él se paralizó, se le secó la garganta.
Paula ahogó un grito y se cubrió con las manos.
—¡No mires! —chilló ella, abochornada por completo.
Pedro se giró al instante. Su corazón sufrió el enésimo colapso del mes.
Lo que me faltaba...
La imagen lo trastornó. La vocecita en su interior se desternilló de risa.
No resisto... Una noche durmiendo al lado de esos pechos, de esas curvas, de esa mujer... ¡Joder!
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