jueves, 3 de octubre de 2019
CAPITULO 82 (PRIMERA HISTORIA)
Paula quiso enterrarse bajo tierra... ¿Cómo podía comportarse de ese modo tan infantil? Se suponía que habían ido al apartamento de los hermanos Alfonso para estar solos. El plan se había fastidiado por la presencia de los otros dos mosqueteros, pero ya tenían la oportunidad, dormirían juntos... ¡Y la vergüenza la poseía!
Pedro recogió los trozos de las tazas rotas y limpió el suelo de chocolate.
Paula permaneció metida en el baño hasta un buen rato después, pero sus nervios se incrementaron al descubrirlo de espaldas a ella, frente al armario, en vaqueros... solo en vaqueros.
—Si yo no miro, tú, tampoco —protestó él.
Pero ella estaba anonadada... Se humedeció los labios mientras era seducida irremediablemente por la espectacular visión de la atlética anatomía del doctor Alfonso: hombros anchos, músculos flexibles que se tensaban de una
forma imponente al desabrocharse los pantalones, cintura estrecha, trasero prieto y jugoso, piernas torneadas cubiertas por un vello oscuro muy fino... Y cuando los vaqueros desaparecieron y se dio la vuelta, Paula se sujetó al marco de la puerta del baño con los ojos desorbitados.
Cómo se puede estar tan bueno... Por Dios...
—¡Paula! —se cruzó de brazos.
Pero Paula no pudo dejar de mirarlo. Los pectorales se marcaron aún más, por el gesto. Gimió. Dejó de respirar, ladeó la cabeza, hipnotizada por ese cuerpo, por ese pecho, por ese abdomen plano que parecía tan duro como onzas de chocolate recién sacadas de la nevera, con la diferencia de que Pedro desprendía fuego... Paula se estaba sofocando en el más atroz de los incendios.
—Quítate la camiseta —le ordenó él, con tono ronco.
—¿Eh? —parpadeó para aclararse.
—Que te quites la camiseta. Si tú miras, yo, también.
—Tú me has mirado antes —le rebatió, arrugando la frente; las mejillas le ardían.
—Paula... —avanzó.
Ella retrocedió por instinto.
—Joder... —farfulló él, revolviéndose los cabellos con desesperación—. Necesito unos minutos —caminó de un extremo a otro de la pared—. Yo así no puedo... no puedo... —sollozó, frustrado.
Verlo en esa actitud de derrota le acuchilló el estómago. Paula también sufría, pero más aún si Pedro se contenía tanto, porque lo hacía para
respetarla. Que un hombre tan guapo y experto como él le prometiera esperar y lo cumpliera, le otorgó a Paula la valentía necesaria para ignorar la timidez, o, al menos, disimularla un ápice. No necesitó pensarlo mucho.
—Está bien —cedió ella, sujetándose el borde de la camiseta con dedos temblorosos.
—¡Ni se te ocurra! —gritó Pedro, horrorizado.
—Pero si me acabas de decir...
—¡Lo retiro! —hizo aspavientos con los brazos, reculando hasta chocarse con los espejos a su espalda.
—Pedro... —suspiró—. Esto ha sido una mala idea. Me voy a casa —se acercó a la cama para coger su ropa y cambiarse.
Pero Pedro se la arrebató de las manos y la lanzó por los aires.
—Sí, quítatela —insistió él de nuevo, solo que esa vez emitió el ruego en un ronco jadeo que la excitó sobremanera—. Me controlaré. Solo miraré, porque es lo que más he deseado jamás: mirarte. Y quiero hacerlo yo, pero como sea yo quien te quite la camiseta... —resopló como un animal preso.
¿Alguien puede negarse a este hombre?
Ella no, desde luego... Respiró hondo.
Obedeció, despacio. Se sacó la prenda por la cabeza y la dejó caer al suelo, mientras sus cabellos sueltos se desparramaban por sus hombros, tapándole los senos. Los ojos de Pedro refulgieron, una mirada que la abrasó...
—Retírate el pelo a un lado.
Paula dejó un seno expuesto.
—Estás temblando... —susurró Pedro, a escasos centímetros de su cara, examinándola como un artista contemplaba una obra de arte.
—Sí...
No podía hablar, estaba tan aturdida que las palabras se le atascaban. No tenía miedo, con Pedro se sentía hermosa. La observaba con deseo, pero había seguridad en sus luceros grises, que parpadeaban de manera discontinua, una seguridad que derribó sus barreras, que rompió su burbuja. Era el único hombre con el que no había sentido ningún pánico. Experimentaba unas emociones tan vivas que ya no se imaginaba pasar un solo día más de su vida sin él, aunque no la amara, aunque solo sintiera atracción por ella.
—¿Te cuento un secreto? —sonrió Pedro—. Yo, también. Tiemblo desde hace mucho tiempo, desde que nos chocamos hace ocho meses en la cafetería del hospital —paseó lentamente a su alrededor.
—Te tiré el chocolate —recordó Paula, rememorando en la mente aquel encuentro. Se rio con suavidad.
—Fue el día que nos conocimos. Tuve que trabajar sin la bata blanca y sin el chaleco del traje —fingió que se enojaba, colocándose de nuevo frente a ella—. Odiaba el desorden, el caos y la suciedad.
—¿Odiabas? —enfatizó. Se mordió el labio inferior.
—Ya no.
—Yo soy muy desordenada —se ruborizó.
—Por eso, ya no odio el desorden —confesó con seriedad.
Ambos suspiraron al unísono. Se contemplaron fijamente, sin pestañear, embelesados el uno en el otro, hasta que él estiró una mano y abrió la cama.
—A dormir.
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